Yo no quería que nadie se ocupara de mi bien, no quería en absoluto que
la sombre del bien comenzara a dañarme, ya conocía, desde muy reciente tiempo,
las consecuencias, nefastas en principio para mí, obtenidas por mi papá en su intento
por practicar la bondad. Mientras estaba allí pensando estas cosas, todas las
palabras que mis parientes soltaban se iban vertiendo como plomo fundido en mis
llagas más abiertas.
Mamá, no te mueras.
Eso es lo que me hubiera gustado exclamar, pero tenía que atenazar la
lengua y todo mi interior porque se me hacía que me iba la vida en ayudarlos a
ellos a mantener ese secreto ante mí.
Me puse a llorar desconsolada, interminablemente.
Mi mente se llenó de imágenes horribles de mi mamá muriendo sin mí,
allá sola en la ciudad. La veía en su habitación haciendo girar sus ojos en
círculos sempiternos. Sola y atontada a consecuencia de los medicamentos;
sufriendo pero sin saber en superficie que está sufriendo. Sufriendo en el
fondo pero con una postergación eterna inducida por los medicamentos; me sentía
uno con ella, creía que si me dolía a mí su dolor, ella podría salvarse.
Exclamaba en silencio en mi mente y en mi corazón. “Dios mátame en lugar de a
mamá, llévame contigo”. Quería fundirme en un abrazo con ella y hacerle sentir
mi amor como nunca antes lo hubiera sentido, hacerle sentir mi amor de modo tal
que no pudiera menos que curarse con la descarga monumental de la energía de mi
gigantesco amor.
Entonces, me puse de pie y me alejé de las casas en dirección otra vez
al medio del campo, mi amigo me perseguía, callado e inmutable, ahora se
parecía a la muerte, y llegando al medio de una llanura detrás de un cerro,
abrí los brazos, los extendí al cielo y sentí que de las palmas de mis manos
apuntadas hacia el cielo salía una energía que se conectaba directamente con la
energía poderosa del dios del rayo. Que dios y yo éramos solo uno y que toda la
energía del universo estaba pasando a través de mi cansado, seco y cambiante
cuerpo y que todo el dolor del mundo pasando a través de mi cuerpo subía al
cielo en un intercambio sagrado.
Estaba seguro de que mamá desde su cama sentía le fuerza invencible que
allí se estaba produciendo y que ésta reponía de manera vibrante su salud en todas las venas y en todas las arterias
de su cuerpo.
—Dios, volví a gritar, ahora con toda mi voz, deja que mi mamá viva un
tiempo más.
Entonces la luz del rayo me fulminó con un estampido ensordecedor y caí
desmayado no sé cuánto tiempo, y al caer vi a mi amigo que se fundía con la
oscuridad del horizonte en una nube que se acercaba como un tornado y se lo llevaba,
tragándolo en su remolino con extrema violencia.
Me recogieron un rato más tarde y me llevaron a la casa, mi tía abuela
estaba preocupada por mí. Me cuidaba con mucha aprensión y ansiedad, no era lo
normal en ella, dueña de un pasmoso aplomo. De lo cual se debía suponer que su
preocupación por mi salud y mi vida era intensa y verdadera.
Estuve casi dos semanas en cama. Durante ese tiempo, Teresa y yo nos
hicimos más amigos y llegué a quererla todavía más.
Se sentaba largas horas a la orilla de mi cama y me miraba, oraba, en
otros momentos miraba a la pared absorta y continuaba moviendo los labios. No
sabía yo que se podía llegar a preocupar tanto por mi pequeña persona, y lo
encontraba por momentos excesivo a aquel movimiento de afecto en el
padecimiento. La miraba orar y cansarse
mientras lo hacía y mientras sus ojos se entrecerraban los míos querían acompañarlos,
a veces me daba la impresión de que empezábamos a soñar juntos. Varias veces al
despertar le dije que estaba soñando que volvía a mi vida una serie de personas
que hacía tiempo que no veía y que junto con ellas venía la sombra de un amigo
mío imaginario que ahora se había largado de mi vida, y ella me contestaba que
estaba soñando lo mismo. Yo no me lo podía creer pero por amor aceptaba sus
palabras; luego también me entraba la duda acerca de sus afirmaciones pero
volvía a concederle crédito a sus palabras. Así hasta que un día la vi que
dormida me decía a todo que sí, que ella también, que por supuesto y eso me
enojó mucho, me dio la sensación de que me trataba como a un niño pequeño, y yo
ya no era un niño pequeño, era algo mayor y no me gustaba que me siguieran la
corriente por quedar bien ni que me dieran la razón como a los locos.
Le grité que no me hiciera eso y su respuesta fue abrazarme y
disculparse, y al soltarse y levantarse de la cama con la excusa de que iba al
baño la vi que se secaba las lágrimas.
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