Pude ver el atardecer nada más salir de mi
sueño, ver cómo, las sombras se iban extendiendo sobre la tierra y me ganaban
en fugaz carrera el paso lento al que me movía. Me sobrepasaban como paraguas
etéricos y se extendía por delante de mí. Avanzaban sus siluetas de gigante a
enorme velocidad y yo me sentía más aturdido, no sólo por el baile de las
sombras sino porque no acababa de salir del sueño en que me había quedado
literalmente atrapado. Parecía querer quitarme de la piel una vestimenta sedosa
que se me había quedado enganchada como una goma resinosa, eran imágenes de ese
otro mundo al que antes visitaba con comodidad y que aquí, en el contexto
extraño de las sombras boscosas y los animales agazapados, se me hacía un mundo
más grande, más ingobernable y en cierto modo rebelde al tiempo que apegado o
procedente de mi propia mente. Miraba alrededor y no lograba discernir si los
árboles que allí veía eran reales o un producto de mi imaginación; los miraba
atentamente y sus ondulantes movimientos naturales se me hacían aterradoramente
falsos, como si los estuviera creando mi cerebro o peor aún como si el árbol
poseyera en su interior cierta inteligencia (¡conectada a la mía!) que los
movía. Esto me producía un pasmo aterrador que me ponía los pelos de punta.
Recuerdo que pensé: ¿y si soy un árbol? ¿Y si me convierto en un árbol? ¡No!
Gritaba ¡No quiero ser un árbol! Y mientras esto salía proferido por mi boca, en
mi interior se producía una suerte de congelación de toda mi capacidad de
sentir y no lograba de ninguna manera de arrebatar de mis células y de todos
mis tejidos corporales esa suerte de conversión en árbol, en materia viva pero
sólida y enraizada en lo inmóvil. La pesadilla continuaba a mi pesar y no había
modo de librarse de ella, a medida que corría, o imaginaba que corría por el
campo en dirección a la casa, de hecho no sabía bien claramente si estaba
despierto o soñando. Sólo corría huyendo de una posible suerte de congelación
absoluta de mi vida móvil en una vida quieta y silenciosa, inanimada y vegetal.
Por momentos, pensaba que ojalá nadie me preguntara lo que me había pasado una
vez que todo hubiese terminado, porque la verdad era que no habría sabía en
absoluto qué responder. Un momento hubo, en que la sombra que me perseguía y se
me adelantaba, protegiéndome bajo su gigantesca superficie, me pareció ser mi
propia sombra; entonces sí, que ya me di por definitivamente muerto para la
vida humana y solamente vivo para la vida botánica, y creí que aquella era
realmente mi propia sombra de árbol bicentenario.
Así fue que me mantuve agitado en fuga hasta encontrar
el camino que me conducía de regreso a la casa. Pensando por momentos en que me
había convertido realmente en algún tipo de ser arbóreo que me impedía acceder
a facultades racionales propias de un humano, y pensando en otros momentos que
me encontraba atrapado dentro de un sueño, mío o ajeno, quizás un sueño de
dios, de cualquier dios, en el que no figuraba más que como una pieza accesoria
y decorativa de una escenografía dispuesta con unos fines que escapaban por
completo a mi comprensión.
Al ver la sombra del camino y sentir su relieve
debajo de mis pies, me conforté enormemente porque encontraba la vía a la
seguridad y hacia mis amigos. Pensé que quizás mi tía se habría preocupado pero
luego pude comprobar que ella no incurría en este tipo de comportamientos,
confiaba plenamente en mi juicio y en mi sagacidad para salirme de cualquier
aprieto en el que pudiera meterme en medio del campo, que era casi enteramente
plano, y con una fieras acostumbradas a las presencia humana y que se
espantaban fácilmente. Así me lo dijo y lo entendí de una vez para siempre, lo
que no me dijo es que Juárez era muy baqueano siguiendo un rastro y jamás se le
había perdido nadie que se hubiera alejado de las casas. Él era la garantía en este
caso, pero aun teniéndolo en ese papel, su confianza en mi persona, manifestada
por ella de palabra contaba más para mí que ese reaseguro del capataz. Me
gustaba más respaldarme en este pensamiento, porque éste me valorizaba y me
enaltecía.
Mientras caminaba sospechando esta infinita
confianza que se me tenía parecía volar sobre mis pies y el pecho se me
expandía hasta casi no caber en mi propio cuerpo debido a la gigantesca
sensación expansiva.
Era un niño y estaba todo el tiempo buscando
amor.
Caminé una infinidad
pensando por momentos que no iba a llegar nunca, que a cada paso que daba un
monstruo gigante me estiraba el camino haciendo más largos los metros; esta era
una de mis habituales pesadillas, pensar que luego de un gran esfuerzo, un
monstruoso gigante me desbarataría mi éxito, por ejemplo: luego de una extensa
caminata me devolvería al punto de inicio. Fantasías demoledoras que
contribuían a aumentar mi cansancio físico y mi extenuación mental. Auténticos
terrores en la mente del niño que era. Y en ese momento me costó recordar que
podía parar en el camino y sentarme en una piedra y ponerme a mirarlo todo con
mi creativo ojo derecho y observar cómo todo se iba desarrollando bajo mi
pacífica mirada de sabiduría. Cuando lograba sobreponerme a los eventos y
aplicar mi demoledora arma letal perceptiva u otras armas, se producían
momentos de gran elevación, momentos en los que me sentía transportado a otras
dimensiones de la vida y pasaba a considerarme si no superior a mis congéneres,
al menos con más capacidades para observar las situaciones de la existencia; me
invadía en esos instantes una paz intensa y apasionadamente contagiosa; quería
que todas las personas se unieran a mí y que vieran sus asuntos diarios bajo la
óptica mía, que en realidad no era ninguna óptica sino una sensación diseminada
por todo mi cuerpo.
Aquella noche anduve
mucho rato sin saber si aún seguía soñando y estaba escapando de seres
imaginarios o realmente estaba despierto y retornaba por el camino seguro a mi
nueva casa. No podía desprenderme del sueño y de la irrealidad. Y me costó
muchísimo recordar que podía parar toda esa locura y asentarme bien en la
conciencia y mirarlo todo desde el ojo derecho.
Llevaba un tiempo sin
fin caminando, cuando caí en la cuenta de que podía hacer mi truco perceptivo
letal, como me divertía en llamarlo.
Me senté a un lado del
camino sobre una gran roca gris azulada y empecé a mirar o más bien adivinar el
movimiento en la penumbra de las hojas, los trocitos de pasto y las ramitas que
eran arrastradas por el tenue viento que había comenzado a barrer el sendero. Me
quedé mucho rato observando los movimientos de todos los objetos agitados y
desplazados por el viento; hasta que encontré que lo hacía de un modo casi
matemático, por momentos el viento se presentaba desde el flanco derecho y
barría todo hacia la izquierda y luego cambiaba el punto de entrada en el
camino al lado simétricamente opuesto; en otros momentos, entraba a la vez por
los dos lados del camino. Pensé entonces: hay un objeto grande unos metros
atrás que corta en dos la larga melena del viento. Una elevación del suelo o la
casa de mi tía abuela. Este pensamiento me tranquilizó, y todo yo entendí que
los fenómenos atmosféricos y los accidentes geográficos te mostraban su
recorrido por la vida si te parabas a observar su movimiento y sus frecuencias.
Cuando sentí esto me emocioné mucho y en ese preciso instante el viento aulló,
se encontró en un abrazo en medio del camino, chocaron ambas corrientes de aire
y se hizo un remolino sonoro y entendí que saludaba a mi nueva comprensión.
Algo en mi corazón comprendió que el viento era amigo mío y que era un
mensajero y esa comprensión me hizo comprender que la casa estaba cerca, que yo
había recuperado el camino y algo más importante, que siempre sabría encontrar
de nuevo el camino, en un sentido metafórico pero también en un sentido muy
real y al tiempo en un sentido energético que escapaba casi en su totalidad a
mi propia comprensión mental pero que era entendido por cada una de mis células.
Continué mirando y
sintiendo la extraña comunicación invisible que me llegaba del viento. Era sólo
el comienzo para mí de una comunicación con todas las cosas, con el alma de los
objetos, con el alma de los fenómenos que se movían sin piedad y con constancia
objetiva a nuestro alrededor, como sin importarles que nosotros humanos estuviéramos
allí participando de la danza de esa realidad extraña pero al tiempo
tolerándonos e integrándonos en una diálogo de todas los objetos. Un diálogo
que sólo podía mantenerse si se aceptaba la geometría del movimiento libre
ambiental, el movimiento que llevaba de aquí para allá a las hojas de los
árboles y movilizaba a los animales a lo largo del día de un lado a otro por
motivos que iban mucho más allá de la simple búsqueda de sombra o de agua. Todo
esto iba penetrando en mí poco a poco, y me llevaba cada vez a más intensas alegrías
interiores, como si de repente descubriera la respuesta para una adivinanza y
saltara de contento por el mismo hallazgo. Estuve un rato escuchando la voz del
viento hasta poder determinar a qué distancia de donde nos encontrábamos se
producía una suerte de aullido telúrico o ancestral que mostraba al oído
capacitado que allí era el punto de intersección entre el viento y un gran
objeto: allí estaría la casa de la tía abuela Teresa. En el segundo allí de
tono más alto donde el cielo aún tiene una mancha de azul al oeste. Y hacia
allí me dirigía, levantándome de la piedra en que me encontraba sentado y
dispuesto a caminar incluso con los ojos cerrados, pero con un depósito de
confianza sobrehumana en el centro de mi corazón lleno hasta el tope. Esa
confianza me impulsaba y me llevaba en volandas, como un viento en popa, un
motor fuera borda, la mano de mi madre impulsándome a alcanzar alguna meta o
simplemente a sentirme mejor de lo que me sentía un momento antes. Así caminé
en la noche con los ojos cerrados palpando el suelo con las plantas de mis pies
calzados con unas zapatillas de suela tan delgada que parecía tocar las piedras
del camino y los sectores de barro firme o arenosos o los de pasto puro y duro
bien plantado, con mis mismo pies descalzos. El vientre de la tierra me
acariciaba las plantas y se abría a mi paso como una amiga muy íntima y cercana
que me susurraba en la noche y guiaba todos mis pasos. La noche entera se hizo
una mujer, se hizo madre y se hizo una presencia sagrada que me envolvía de un
modo protector. Sentí que podía vivir para siempre, que era inmortal en todas mis
células y que era feliz a un grado que nadie podía llegar a experimentarlo;
estaba borracho de noche y de campo y de sombras compañeras.
De este modo corrí por
el campo y por los caminos de la noche con los ojos cerrados, y si cada tanto
abría uno de ellos era el derecho, para ver lo que pudiera verse del avance del
viento amigo y de las hojas que los escoltaban, para ver a qué futuro se
dirigía. Pensaba por momento que al llegar a la casa, tal y como sucedió, no
podría abrir el ojo izquierdo acostumbrado como estaba ahora a mirar de aquel
extraño modo, pero sabía también que mi tía intercedería para que se me
comprendiera. Para que se me perdonara el raro comportamiento. Estaba seguro;
de modo que cuando llegué a la casa y la tía me recibió sonriente y nadie
preguntó ningún detalle sobre mi aventura, no me asombré en absoluto y tampoco
me inquieté por contar los sucedidos ni por explicar mi ausencia; todos
parecían comprender que allí las personas adquirían una amistad o alianza o
matrimonio secreto con los elementos naturales y que debía ofrendarles a esos
mismos elementos unas horas diarias para desarrollar la amistad lo mismo que
para celebrar una relación que tenía todos los matices de un ritual sagrado. Me
miraba Alberto y me miraba Andrés Juárez como si yo viniera de visitar a mi
novia; y comprendieran a la vez que esa era una novia exigente a la que no se
le pueden pedir cuentas porque nos las rendirá y que yo me debía en cuerpo y
alma a aquella relación.
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