Aquellas lágrimas me devolvían cada poco tiempo
al ciclo de permanente duda en que vivía por esos días. Me desorientaban por
completo y me ponían en una situación emocional insoportable porque no sabía a
qué atenerme, yo preguntaba de continuo si estaba pasando algo que debiera
saber y nadie me acababa de responder.
De modo que sólo pude responder que deberían
habérmelo dicho antes y que no estaba bien que estuviera tan alejado de mi
madre el día en que la tía abuela me agarró por los mofletes y mirándome
directo a los ojos me dijo.
—
Escúchame
bien, tengo que decirte algo. Tu mamá se fue al cielo.
En el momento en que me lo dijo me quedé inmediatamente mudo y no supe
realmente qué responder. Un sinfín de imágenes superpuestas las unas a las
otras pasó por mi mente en fracción de segundos y mis ojos se congestionaron
hasta que las lágrimas se abrieron paso, me derrumbé y al hacerlo me zambullí
en los brazos de la tía abuela Teresa. Recuerdo que por un extraño momento vi
en la cámara de mi mente a mi madre con forma de pájaro volando al cielo. Como una
blanca paloma inmaculada. Estas extrañas imágenes contribuían a confundir más y
más a mi atribulado cerebro. Todo en mí se disolvió de pronto, no tuve
conciencia de tener un cuerpo, mis piernas flojas y mi vientre experimentando
la centrifugación de un vacío y un vértigo tremendos, mi mente sin ocupación
alguna y el mundo a mis pies que se abría como el vacío gigante de una abismo.
¿Cómo sería un mundo sin mamá? ¿Cómo sería un mundo con la conciencia de
que ya no estaba mamá? De hecho, hacía casi un año que no la veía y mi padre
tampoco venía demasiado a verme, con lo cual tenerlos o no, era un evento que
para mí ya estaba zanjado: no tenía padres en los hechos, pero sabía sí que
podía contar con ellos allá en la lejanía de la ciudad, de la capital, o al
menos imaginarme que contaba con ellos. Ahora en cambio no sabía que podía
pasar, ni siquiera sabía qué iba a pasar con papá que a todas luces pensaba
vivir muchos años más y a quien empezaba a odiar un poquito y a reclamarle
internamente que se muriera también, como si tuviera la culpa de la muerte de
mi mamá. Lo acusaba de separarme de ella e impedir así que con mi amor y a
fuerza de besos y abrazos la curara. Sí, me decía mi mente, mi papá es un
asesino. Y yo mismo me veía como un santo con poderes sobrenaturales, un
dechado de bondades al lado del maligno, que estaba encarnado por mi papá. Yo
habría podido salvar a mamá con la fuerza que emana de mi corazón, mis manos
habrían emitido un rayo poderoso y curativo que la habría levantado de entre
los muertos y las habría devuelto a la belleza y a la vida. ¡Ay, qué linda era
mi mamá! Y ahora imaginarla devorada por los gusanos. En mi mente le pedía a
los bellos gusanitos —sólo podían ser bellos los gusanitos que devoraran a
mamá— que lo hicieran con delicadeza y cariño. ¡Vaya pedido! Y los imaginaba
como a personajes de unos dibujos animados con caritas rechonchas y sonrisas
diciendo que la carne de mamá era deliciosa y muy sana para sus cuerpecitos.
Esas eran mis maneras de imaginar que mamá contagiaba su dulzura y su riqueza
al mundo, a la naturaleza y a la vida. Era mi manera de encontrarla vinculada a
la vida que yo podía apreciar en todo el alrededor: plantas, ríos, tierra, fango,
mierda de caballo, plantas, frutas, decadencia y vitalidad. Yo había venido a
la vida a convertirme en un observador de la transformación y ahora la vida me
daba el golpe más grande que nadie pueda imaginar. Me arrancaba la más poderosa
y contundente de mis conexiones con todo lo vital: a mi madre.
Sólo
quería ir a verla, aunque estuviera cadáver no me importaba, quería verla, abrazarla,
darle un gran beso. Y mi tía en ese momento no me servía porque se mostraba evasiva,
en realidad no sabía que iba a planificar mi padre y estaba esperando a que él
resolviera. Mi primo Alberto estaba depresivo y mustio y en su cara se
dibujaban sus preocupaciones acerca de la famosa herencia. Unas preocupaciones
que ahora además tenía que disimular porque mi tía le había dicho que no era momento
de aparecerse con esas reclamaciones, que quedaba muy mal y lo hacían aparecer
de una manera que él no era. Él era un hombre muy generoso y lleno de cariño
por los demás, decía mi tía, y era verdad, lo que pasa que el primo no acababa
de entender, siempre según mi tía, los mecanismos de la vida. Yo no acababa de
captar a qué se refería exactamente la tía con esa expresión pero no era algo
que en ese momento me interesara, luego sí empecé a comprenderlo cuando vi que
el primo se desmoronaba por la culpabilidad al corroborar que mamá había muerto.
Si en ese momento le hubiera dicho que se trataba de un asesino, él me habría
dado la razón, aceptando todas sus imaginarias culpas. Andrés Juárez en cambio
estaba en un circunspecto papel secundario. Yo lo miraba con una extraña inseguridad
y respeto hacia su persona. A esta altura no sabía qué pensar. Me amedrentaba
un poco cuál pudiera ser su juicio acerca de mi persona. Me asustaba la
posibilidad de que me hubiera oído decir que era un fantasma y que estaba
muerto. Y al tiempo me aterraba la posibilidad de que pasados unos años
preguntara a mi tía abuela acerca de Juárez y me contestara que de quién
hablaba. Estas posibilidades eran y no eran reales para mí. Todo estaba en
cualquiera de los casos, en la existencia. De modo que cuando empacamos todo
para viajar a la capital y nadie mencionó a Juárez y ni siquiera dijeron que se
quedaría solo a cuidar la casa a mí no me pareció que fuera un detalle
sospechoso sino lo más normal, tratándose él de un fantasma inexistente.
Todo, todo me pesaba enormemente, y trasladar
mis pies caminando era como arrastrar pesados muebles antiguos que se negaban a
ser cambiados de sitio. Mi cuerpo estaba más seco aún, y mi cerebro espeso como
si estuviera lleno de arena. ¿Cómo se puede pensar con el cerebro lleno de
arena? Al volver de la playa hay que lavar el cerebro. A alguien puede
parecerle raro o chistoso pero pensaba este tipo de pensamientos sin rumbo; del
mismo modo que antes me había pasado meses en un bosque interrogativo haciéndome
preguntas y más preguntas. Y justamente creo que aquella larga práctica en preguntármelo
todo, fue lo que me sirvió de preámbulo a este nuevo estado donde aterrizaba sin
más un chiste como para despejar el panorama de agobio y aplastante tristeza.
En los mejores momentos imaginaba a mi mamá
muerta y le juraba con todo mi corazón que sería animoso, bien humorado y feliz
en su nombre. Que ser feliz era lo que ella me había regalado, y eso era lo que
más me levantaba el ánimo y lo que más me estimulaba a seguir por la vida
poniendo un pie delante del otro. Y eso que también había aprendido de ella a
encerrarme en mi habitación y tumbarme en la cama a oscuras, algo que no podía
aguantar durante mucho rato, a diferencia de ella que pasaba días y días a oscuras.
Como niño competía en todas las competencias y esto lo convertía en una
competencia más, pero no era en la que pudiera ganar.
Me resultaba mucho más fácil ser feliz.
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