Pasaron días agrios en los cuales Alberto
discutía en sordina con mi tía abuela y yo me devanaba los sesos imaginando
sobre qué discutían o mejor dicho sobre qué cosa habría podido ser el detonante
de su estado continuo y mutuamente referido de malestar. Así fue hasta que un
día al volver del campo con mi amigo al lado, pasé por delante de la ventana de
la cocina que abierta daba al campo y pude oír sus voces que hablaban de una
herencia. Y esa herencia era la del padre de mi madre, a la cual el tío Alberto
debido a un parentesco cruzado de las dos familias, también tenía derecho y
quería que todo quedara claro antes de que mi mamá muriera. Yo me giré apenado
y miré al campo, mi amigo estaba en cuclillas y su rostro apuntaba en mi
dirección, por lo cual pude adivinar cierta expresión dentro de la oscuridad
característica debajo de aquella capucha. Me pareció que se compadecía de mí
pero la compasión no me cuadraba como un sentimiento muy habitual en mi amigo.
Por lo cual continué mirándolo fijamente mientras aguazaba el oído en dirección
a la reyerta verbal que mantenían mis parientes. Pude entender que si mi mamá
moría sin reclamar algo de aquella herencia o sin que se destinara a ella la
parte que le correspondía, esto causaría toda una serie de males atroces a mi
futuro, el cual al parecer se convertiría según sus palabras en una suerte de
pesadilla burocrática. El primo se escondía detrás de esta expresión diciendo
querer evitarme males mayores; lo hacía en nombre del bien, por mi bien.
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