Me sentí feliz al lado de mi padre
despidiéndome de mamá como hacía tiempo no me sentía, un sentimiento de orgullo
a la vez, de alegría por tener un padre tan sensible y honorable que me
regalaba este momento, sentimiento de orgullo por estar juntos en un acto tan
importante y saber llevarlo adelante. Con el paso del tiempo me di cuenta que
como niño lo que necesitaba era que me dieran esa importancia, esa sensación de
que valgo y de que soy suficientemente grande para afrontar circunstancias difíciles.
Ser grande o ser cómo los grandes es probablemente el sueño más motivador que
pueda tener un niño a su alcance, el deseo de hacerlo con tanta pericia como
ellos saben seguramente hacerlo. Esta idea y las sensaciones de ella derivadas
me mantenían en pie ante el cuerpo de mi mamá y me motivaban para seguir
animoso y optimista en el futuro. En ese momento una emoción me desgarró de
arriba abajo, el deseo enorme, más grande que todo mi cuerpo, de expresarle a
mi papá mi amor, de decirle que lo amaba y que le agradecía por ser tan fuerte
como un roble. Apreté entonces su mano con la mía, la apreté con toda la fuerza
de que era capaz. Él sintió mi apretón y me lo devolvió revolviéndome el
cabello con cariño con su enorme mano. Sólo eso alcanzó para inducirme en la
suave disolución del amor, del cariño. Gracias. Podía respirar con generosa
amplitud.
Allí me mantuve, en pie, recostado contra mi
padre, observando el rostro de ojos cerrados de mamá y respirando el aire de la
noche urbana que llegaba con prontitud y relajación a envolvernos en la calidez
de su nido y conducirnos al mar de la tranquilidad.
Sospeché en ese momento, que ya nunca me
volvería a separar de papá, al menos hasta que fuera adulto. Y eso también
venía a regalarme una gran paz.
No sé cuánto rato estuvimos mirando el cadáver,
estáticos y plácidos, olvidándonos del entorno y de lo siguiente que tuviéramos
que hacer, fuera lo que fuera. Al terminar, ninguno tomó la decisión de darnos
la vuelta y marcharnos, fue más bien como si la decisión se tomara por sí misma
y nos atravesara como un haz de luz o como una onda magnética que tenía su
propia capacidad de decisión y movimiento. Salimos de aquel sitio en silencio y
tomados de la mano, y en silencio nos dirigimos al coche para ir a la casa
donde la tía abuela ya había tomado el mando y la intendencia de nuestros
asuntos más cotidianos correspondientes a la alimentación y la higiene.
Nosotros nos dejamos hacer y guiar por su
ilustre y venerable mirada que se había vuelto más poderosa, en estas
circunstancias. Alberto, nuestro primo, pasó a un papel en la sombra, calladito
y anuente, se guardó sus reivindicaciones para otro momento. Andaba apenado y
continuamente diciendo que en cuanto no lo necesitáramos se marchaba para la
estancia en el campo; parecía en realidad que se quería ir de una buena vez
pero que necesitaba que nosotros le diéramos la bendición para hacerlo. Tímido
y tristón, cavilaba al poner un piecito delante de otro en su caminar, el
otrora hombretón que venía de sus fiestas de fin de semana en la ciudad más
cercana, vacilaba ahora con su voz de pajarito en pedir el salero en la mesa y
titubeaba para pedir permiso para retirarse de la mesa.
Lo miraba y no podía creerme lo que veía,
imaginaba por momentos al fiel y fuerte gaucho Juárez detrás suyo como una
marmórea sombra protectora, respaldándolo y a la vez sosteniéndolo en su actual
desdicha.
En Librería Rayuela
Xalapa-Enriquez
21 de marzo - 19 de abril de 2014
La fuerte sombra de Juárez nos abarcaba a todos, ahora lo
comenzaba a ver en lontananza, miraba su recuero e mi mente con solo mi ojo
derecho y sabía, con una sabiduría interior cuyo origen desconocía, que no lo
volvería a ver en mi vida, sin saber explicar por qué. Se esfumaba en el mirar
de mi ojo derecho y con él se estaban yendo en rápida fuga muchas otras veloces
sombras. Las sombras estuvieron volando en huida horizontal, vuelo rasante de
arquero de fútbol. Volaban con más velocidad cuando servían de trasfondo al
trasiego de la tía abuela, figura enhiesta y fuerte con las cazuelas y los
cucharones.
Comenzaron entonces semanas tranquilas. Semanas
de paz y azúcar más dulce, de paz y sal más salada. Como si nos entregáramos a
los sabores para anclarnos en una puerta segura de la vida. Nos concentrábamos
en los sabores como si estos fueran la solución de un extraño acertijo. Cómo si
éstos fueran la suela de nuestros zapatos y necesitáramos saber dónde apoyábamos
los pies para saber que estábamos en un camino adecuado. Yo sentía por primera
vez en mi vida que volvía a querer a alguien a quien le había jurado en lo más
hondo de mi corazón no quererlo nunca más: a mi padre. Y eso era, para mí, una
renovación absoluta. No hubiera imaginado jamás que podía llegar a hacerlo y
sentirlo. Una meta casi imposible. Y la estaba alcanzando, casi sin esfuerzo. Del
mismo modo, y sabiendo que volvía a ser un urbanita, fui tomando posesión de
nuevo de todos mis juguetes, libros y objetos personales tales como la
colección de hojas secas de árboles que tenía guardada en los cajones de mi
escritorio. Fui tomando posesión a su vez de relucientes objetos que mi papá me
fue regalando para hacerme más agradable y placentera la nueva vida en mi casa
antigua.
En esa época empecé a cambiar mis intereses,
pasé de las hojas secas de los árboles a los sellos de correos, y de las fotos
de automovilistas de fórmula uno empecé a pasar sutilmente a las de jugadores
de fútbol. Seguí aún un tiempo peleándome con las niñas como si estas fueran
miembros de un equipo enemigo del de los niños; y aunque quería de todo corazón
que esto no fuera así, no podía evitarlo, y ellas tampoco, me provocaban para
incitarme a pelear a la mínima.
La tía se quedó aún un tiempo en casa, creo que
pasó un año y medio antes de que se marchara nuevamente a la estancia donde
prometí ir y nunca cumplí. Alberto se convirtió así en una sombra lejana de la
cual llegaban de vez en cuando alguna noticia sobre su estado de ánimo de los
días lunes, parecía haberse quedado congelado en alguna edad de su vida y como
un disco rayado no podía salirse de ese surco repetitivo. Juárez se disolvió en
la niebla del olvido y la confusión y llegó un momento en que llegué a dudar
hasta de su propia existencia.
Yo fui dejando atrás poco a poco al dolor que
me causaba la ausencia de mi mamá y fui sustituyendo aquella felicidad
imposible de sustituir con otras presencias queridas. Me concentré durante
algunos periodos en ocuparme de papá, lo vigilaba todo el día como un guardián
temeroso de que me lo fueran a robar.
Sólo volvía a ver una vez más a mi extraño y
oscuro amigo imaginario. Se me reveló de pronto una noche, cuando ya llevábamos
unos cuantos meses de la partida de mamá.
Yo estaba soñando que caminaba por el bosque,
el querido bosque subjetivo, y entraba en un camino entre árboles de los cuales
se desprendían unas agitadas y volátiles fibras blancuzcas como algodones colgantes,
como gigantescas babas del diablo, guedejas de un diablo viejo que jamás
hubiera ido a la peluquería. Melenas blancas de los árboles. Las apartaba como
a cortinados enormes de los bosques y avanzaba un paso tras otro hasta que
comencé a oír un conocido ruido de pasos apresurados. Los pasitos de un ser o
unos seres que corrían a esconderse de mi presencia. Miré a un lado y otro de
la gran floresta y los poderosos músculos de las ramas de ombúes colgantes por
todo alrededor. Comencé a perseguir esos pasitos, me guiaba por el oído y de
pronto, sin quererlo, cerré los ojos y eché a correr detrás de aquel familiar sonido,
cada vez más cerca, más cerca, sospechando una presencia conocida. Hasta que de
pronto pareció acabar el bosque o acabar el sonido del bosque, el sonido de mis
propios pasos agitados y abrí los ojos, viendo por un momento pasar la fugaz
sombra oscura de mi amigo, no sé cómo en ese momento me di cuenta de que era la
última vez que lo veía, entonces abrí muy, muy abiertos mis ojos, como para
apreciarlo en toda su plenitud. Y él se detuvo en su huida por el bosque y se
giró para mirarme. Lo aprecié entonces en toda su magnitud y grandeza, toda la
belleza de su enorme oscuridad. Pude ver el brillo por primera vez procedente
del fondo de sus ojos, como la sonrisa de oro de un viejo pirata, y algo me
sopló al oído el gran secreto que hasta ahora quizás no quería acabar de ver, y
este era que aquella extraña y sombría presencia era la muerte, nada más ni
nada menos que la famosísima Muerte, así, con mayúsculas. Me había hecho
compañía por algún extraño motivo incomprensible de la vida de mi alma, y como
yo era un niño de puro corazón, nada podía asustarme y nada podía provocarme
tal molestia como para rechazarlo definitivamente. La Muerte había venido para
llevarse a alguien y ese alguien no era yo, era mi mamá y durante casi un año
me hizo fiel compañía, familiarizándome con su aroma y con su sutil y a la vez
contundente presencia. Todo eso pude ver en mi extraño sueño. Todo eso pude
aprender en mi extraño sueño. Y al despertar continuaba a mi lado el sabor de
aquel duro y misterioso aprendizaje.
Luego de aquel día, no volví a soñar con mi
amiga la Muerte, que tanto me había entretenido mientras yo creía que se
trataba de un amigo imaginario. De hecho, comenzó una época diferente, de
aristas rectas y luminosas aceras en las cuales la vida pareció deslizarse cada
vez más de un modo parecido a las películas, donde todo conduce a un fin y
donde todo tiene una razón de ser para estar allí y para explicarse, a la larga
o a la corta. Un mundo de luz donde ya no tuvieron más lugar durante muchos
años los sueños pegajosos y llenos de las encrucijadas propias de los bosques
de la noche. Dejé de ver amigos imaginarios, a medida que cada vez estaba más y
más preocupado por unos granos rebeldes que me salían en la cara cuando me
extralimitaba en el consumo de salami o comidas picantes. Dejé de verlos
también en la medida en que fui entrando en la idea de que tenía que
relacionarme más y más con las chicas y si alguien mencionaba en mi presencia
esas costumbres propias de niños más pequeños, no diré que cambiara de tema,
pero algo en mí se sentía extrañamente molesto, pero no se trataba de una molestia
aguda y quisquillosa sino de una vaga molestia que se manifestaba como un
susurro de la conciencia, como algo que se iba quedando poco a poco en sordina.
Poco a poco en silencio. Hasta apagarse definitivamente, el definitivo de los
humanos, que nunca es para siempre, aunque así lo creamos a pie juntillas.
Durante un tiempo me quedó en la mente la
imagen evanescente del bosque poblado de sombras blancuzcas de aquellas babas
del diablo semejantes a telarañas blancas de algodón que pendían de las copas
más altas de aquellos gigantescos ombúes. Yo me deslizaba con breves pasos debajo
de aquel bosque de entreveros botánicos. Me alejaba en dirección a alguna
corriente de agua que me llamaba con el campanilleo constante y fluido de su
corriente golpeando contra unas estribaciones coralinas. Al fin llegué a ese
sitio, un sitio perfectamente definido en mi memoria, de tal manera que no
sabía a ciencia cierta si se trataba de un recuerdo verdadero o inventado o un
sueño de definidos y tenaces contornos. Sólo sé que avancé en aquel sueño o
recuerdo verdadero y supe con todas las células de mi cuerpo que no tenía
vuelta atrás, que había entrado en una suerte de ciclo vital sin retorno, que
quizás no podía mirar hacia atrás so pena de recibir algún tipo de castigo como
convertirme en piedra, en sal marina o en un sapo verde. Y al final de aquel
sueño sí que había una corriente de agua envuelta en brumas y apartando los
cortinados blancos de aquellas guedejas blancuzcas sé que di un paso definitivo
que despertó a mi pie con el frio del agua. Sé que crucé aquel rio o arroyo
blanco del olvido y algo en mi interior se resignó con calma a dejar atrás para
siempre a los seres imaginarios y a la Muerte. Ahora me aprestaba a vivir como
si fuera inmortal, tal y como viven los seres humanos adultos, como si fueran a
vivir para siempre. Entré en la vida sin fin en la que no te preocupas por la
decadencia ni conoces la podredumbre y donde básicamente te olvidas. No sabía
cuántos años estaría sin volver a ver nunca a los extraños claros y oscuros
seres imaginarios que pueblan todas las infinitas dimensiones que nos rodean.
No sabía que estaba postergando para siempre, el para siempre de los humanos
adultos, el encuentro con la muerte, pero sí sabía algo muy importante, que
había conocido de cerca ese gran tránsito y había venido a mi familia a
aprender qué hace uno que cuando pierde al ser más amado, y qué hace uno con pérdida,
como se hace para vivir en las propias células la esencia de la gran
transformación. No tenía en ese momento en que crucé el río onírico, mucha
noción sobre el futuro, pero sí poseía en toda mi carne una convicción
aprendida por la experiencia, y esta era que un día volvería a la memoria
general de la especie, un día, dentro de mucho tiempo, volvería a ver a mi
amiga la Muerte. Y en ese instante, si mi aprendizaje había resultado adecuado,
la miraría a los ojos, ahora sí, en aquel momento sí, y mirándola a los ojos me
iría con ella, si me venía a buscar, pero lo haría de ese modo, mirándola fijamente,
y vivo, bien vivo.
FIN
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