sábado, 19 de abril de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 30. Entrada 30.

Me sentí feliz al lado de mi padre despidiéndome de mamá como hacía tiempo no me sentía, un sentimiento de orgullo a la vez, de alegría por tener un padre tan sensible y honorable que me regalaba este momento, sentimiento de orgullo por estar juntos en un acto tan importante y saber llevarlo adelante. Con el paso del tiempo me di cuenta que como niño lo que necesitaba era que me dieran esa importancia, esa sensación de que valgo y de que soy suficientemente grande para afrontar circunstancias difíciles. Ser grande o ser cómo los grandes es probablemente el sueño más motivador que pueda tener un niño a su alcance, el deseo de hacerlo con tanta pericia como ellos saben seguramente hacerlo. Esta idea y las sensaciones de ella derivadas me mantenían en pie ante el cuerpo de mi mamá y me motivaban para seguir animoso y optimista en el futuro. En ese momento una emoción me desgarró de arriba abajo, el deseo enorme, más grande que todo mi cuerpo, de expresarle a mi papá mi amor, de decirle que lo amaba y que le agradecía por ser tan fuerte como un roble. Apreté entonces su mano con la mía, la apreté con toda la fuerza de que era capaz. Él sintió mi apretón y me lo devolvió revolviéndome el cabello con cariño con su enorme mano. Sólo eso alcanzó para inducirme en la suave disolución del amor, del cariño. Gracias. Podía respirar con generosa amplitud.
Allí me mantuve, en pie, recostado contra mi padre, observando el rostro de ojos cerrados de mamá y respirando el aire de la noche urbana que llegaba con prontitud y relajación a envolvernos en la calidez de su nido y conducirnos al mar de la tranquilidad.
Sospeché en ese momento, que ya nunca me volvería a separar de papá, al menos hasta que fuera adulto. Y eso también venía a regalarme una gran paz.
No sé cuánto rato estuvimos mirando el cadáver, estáticos y plácidos, olvidándonos del entorno y de lo siguiente que tuviéramos que hacer, fuera lo que fuera. Al terminar, ninguno tomó la decisión de darnos la vuelta y marcharnos, fue más bien como si la decisión se tomara por sí misma y nos atravesara como un haz de luz o como una onda magnética que tenía su propia capacidad de decisión y movimiento. Salimos de aquel sitio en silencio y tomados de la mano, y en silencio nos dirigimos al coche para ir a la casa donde la tía abuela ya había tomado el mando y la intendencia de nuestros asuntos más cotidianos correspondientes a la alimentación y la higiene.
Nosotros nos dejamos hacer y guiar por su ilustre y venerable mirada que se había vuelto más poderosa, en estas circunstancias. Alberto, nuestro primo, pasó a un papel en la sombra, calladito y anuente, se guardó sus reivindicaciones para otro momento. Andaba apenado y continuamente diciendo que en cuanto no lo necesitáramos se marchaba para la estancia en el campo; parecía en realidad que se quería ir de una buena vez pero que necesitaba que nosotros le diéramos la bendición para hacerlo. Tímido y tristón, cavilaba al poner un piecito delante de otro en su caminar, el otrora hombretón que venía de sus fiestas de fin de semana en la ciudad más cercana, vacilaba ahora con su voz de pajarito en pedir el salero en la mesa y titubeaba para pedir permiso para retirarse de la mesa.
Lo miraba y no podía creerme lo que veía, imaginaba por momentos al fiel y fuerte gaucho Juárez detrás suyo como una marmórea sombra protectora, respaldándolo y a la vez sosteniéndolo en su actual desdicha.
La fuerte sombra  de Juárez nos abarcaba a todos, ahora lo comenzaba a ver en lontananza, miraba su recuero e mi mente con solo mi ojo derecho y sabía, con una sabiduría interior cuyo origen desconocía, que no lo volvería a ver en mi vida, sin saber explicar por qué. Se esfumaba en el mirar de mi ojo derecho y con él se estaban yendo en rápida fuga muchas otras veloces sombras. Las sombras estuvieron volando en huida horizontal, vuelo rasante de arquero de fútbol. Volaban con más velocidad cuando servían de trasfondo al trasiego de la tía abuela, figura enhiesta y fuerte con las cazuelas y los cucharones.
Comenzaron entonces semanas tranquilas. Semanas de paz y azúcar más dulce, de paz y sal más salada. Como si nos entregáramos a los sabores para anclarnos en una puerta segura de la vida. Nos concentrábamos en los sabores como si estos fueran la solución de un extraño acertijo. Cómo si éstos fueran la suela de nuestros zapatos y necesitáramos saber dónde apoyábamos los pies para saber que estábamos en un camino adecuado. Yo sentía por primera vez en mi vida que volvía a querer a alguien a quien le había jurado en lo más hondo de mi corazón no quererlo nunca más: a mi padre. Y eso era, para mí, una renovación absoluta. No hubiera imaginado jamás que podía llegar a hacerlo y sentirlo. Una meta casi imposible. Y la estaba alcanzando, casi sin esfuerzo. Del mismo modo, y sabiendo que volvía a ser un urbanita, fui tomando posesión de nuevo de todos mis juguetes, libros y objetos personales tales como la colección de hojas secas de árboles que tenía guardada en los cajones de mi escritorio. Fui tomando posesión a su vez de relucientes objetos que mi papá me fue regalando para hacerme más agradable y placentera la nueva vida en mi casa antigua.  
En esa época empecé a cambiar mis intereses, pasé de las hojas secas de los árboles a los sellos de correos, y de las fotos de automovilistas de fórmula uno empecé a pasar sutilmente a las de jugadores de fútbol. Seguí aún un tiempo peleándome con las niñas como si estas fueran miembros de un equipo enemigo del de los niños; y aunque quería de todo corazón que esto no fuera así, no podía evitarlo, y ellas tampoco, me provocaban para incitarme a pelear a la mínima.
La tía se quedó aún un tiempo en casa, creo que pasó un año y medio antes de que se marchara nuevamente a la estancia donde prometí ir y nunca cumplí. Alberto se convirtió así en una sombra lejana de la cual llegaban de vez en cuando alguna noticia sobre su estado de ánimo de los días lunes, parecía haberse quedado congelado en alguna edad de su vida y como un disco rayado no podía salirse de ese surco repetitivo. Juárez se disolvió en la niebla del olvido y la confusión y llegó un momento en que llegué a dudar hasta de su propia existencia.
Yo fui dejando atrás poco a poco al dolor que me causaba la ausencia de mi mamá y fui sustituyendo aquella felicidad imposible de sustituir con otras presencias queridas. Me concentré durante algunos periodos en ocuparme de papá, lo vigilaba todo el día como un guardián temeroso de que me lo fueran a robar.
Sólo volvía a ver una vez más a mi extraño y oscuro amigo imaginario. Se me reveló de pronto una noche, cuando ya llevábamos unos cuantos meses de la partida de mamá.
Yo estaba soñando que caminaba por el bosque, el querido bosque subjetivo, y entraba en un camino entre árboles de los cuales se desprendían unas agitadas y volátiles fibras blancuzcas como algodones colgantes, como gigantescas babas del diablo, guedejas de un diablo viejo que jamás hubiera ido a la peluquería. Melenas blancas de los árboles. Las apartaba como a cortinados enormes de los bosques y avanzaba un paso tras otro hasta que comencé a oír un conocido ruido de pasos apresurados. Los pasitos de un ser o unos seres que corrían a esconderse de mi presencia. Miré a un lado y otro de la gran floresta y los poderosos músculos de las ramas de ombúes colgantes por todo alrededor. Comencé a perseguir esos pasitos, me guiaba por el oído y de pronto, sin quererlo, cerré los ojos y eché a correr detrás de aquel familiar sonido, cada vez más cerca, más cerca, sospechando una presencia conocida. Hasta que de pronto pareció acabar el bosque o acabar el sonido del bosque, el sonido de mis propios pasos agitados y abrí los ojos, viendo por un momento pasar la fugaz sombra oscura de mi amigo, no sé cómo en ese momento me di cuenta de que era la última vez que lo veía, entonces abrí muy, muy abiertos mis ojos, como para apreciarlo en toda su plenitud. Y él se detuvo en su huida por el bosque y se giró para mirarme. Lo aprecié entonces en toda su magnitud y grandeza, toda la belleza de su enorme oscuridad. Pude ver el brillo por primera vez procedente del fondo de sus ojos, como la sonrisa de oro de un viejo pirata, y algo me sopló al oído el gran secreto que hasta ahora quizás no quería acabar de ver, y este era que aquella extraña y sombría presencia era la muerte, nada más ni nada menos que la famosísima Muerte, así, con mayúsculas. Me había hecho compañía por algún extraño motivo incomprensible de la vida de mi alma, y como yo era un niño de puro corazón, nada podía asustarme y nada podía provocarme tal molestia como para rechazarlo definitivamente. La Muerte había venido para llevarse a alguien y ese alguien no era yo, era mi mamá y durante casi un año me hizo fiel compañía, familiarizándome con su aroma y con su sutil y a la vez contundente presencia. Todo eso pude ver en mi extraño sueño. Todo eso pude aprender en mi extraño sueño. Y al despertar continuaba a mi lado el sabor de aquel duro y misterioso aprendizaje.
Luego de aquel día, no volví a soñar con mi amiga la Muerte, que tanto me había entretenido mientras yo creía que se trataba de un amigo imaginario. De hecho, comenzó una época diferente, de aristas rectas y luminosas aceras en las cuales la vida pareció deslizarse cada vez más de un modo parecido a las películas, donde todo conduce a un fin y donde todo tiene una razón de ser para estar allí y para explicarse, a la larga o a la corta. Un mundo de luz donde ya no tuvieron más lugar durante muchos años los sueños pegajosos y llenos de las encrucijadas propias de los bosques de la noche. Dejé de ver amigos imaginarios, a medida que cada vez estaba más y más preocupado por unos granos rebeldes que me salían en la cara cuando me extralimitaba en el consumo de salami o comidas picantes. Dejé de verlos también en la medida en que fui entrando en la idea de que tenía que relacionarme más y más con las chicas y si alguien mencionaba en mi presencia esas costumbres propias de niños más pequeños, no diré que cambiara de tema, pero algo en mí se sentía extrañamente molesto, pero no se trataba de una molestia aguda y quisquillosa sino de una vaga molestia que se manifestaba como un susurro de la conciencia, como algo que se iba quedando poco a poco en sordina. Poco a poco en silencio. Hasta apagarse definitivamente, el definitivo de los humanos, que nunca es para siempre, aunque así lo creamos a pie juntillas.
Durante un tiempo me quedó en la mente la imagen evanescente del bosque poblado de sombras blancuzcas de aquellas babas del diablo semejantes a telarañas blancas de algodón que pendían de las copas más altas de aquellos gigantescos ombúes. Yo me deslizaba con breves pasos debajo de aquel bosque de entreveros botánicos. Me alejaba en dirección a alguna corriente de agua que me llamaba con el campanilleo constante y fluido de su corriente golpeando contra unas estribaciones coralinas. Al fin llegué a ese sitio, un sitio perfectamente definido en mi memoria, de tal manera que no sabía a ciencia cierta si se trataba de un recuerdo verdadero o inventado o un sueño de definidos y tenaces contornos. Sólo sé que avancé en aquel sueño o recuerdo verdadero y supe con todas las células de mi cuerpo que no tenía vuelta atrás, que había entrado en una suerte de ciclo vital sin retorno, que quizás no podía mirar hacia atrás so pena de recibir algún tipo de castigo como convertirme en piedra, en sal marina o en un sapo verde. Y al final de aquel sueño sí que había una corriente de agua envuelta en brumas y apartando los cortinados blancos de aquellas guedejas blancuzcas sé que di un paso definitivo que despertó a mi pie con el frio del agua. Sé que crucé aquel rio o arroyo blanco del olvido y algo en mi interior se resignó con calma a dejar atrás para siempre a los seres imaginarios y a la Muerte. Ahora me aprestaba a vivir como si fuera inmortal, tal y como viven los seres humanos adultos, como si fueran a vivir para siempre. Entré en la vida sin fin en la que no te preocupas por la decadencia ni conoces la podredumbre y donde básicamente te olvidas. No sabía cuántos años estaría sin volver a ver nunca a los extraños claros y oscuros seres imaginarios que pueblan todas las infinitas dimensiones que nos rodean. No sabía que estaba postergando para siempre, el para siempre de los humanos adultos, el encuentro con la muerte, pero sí sabía algo muy importante, que había conocido de cerca ese gran tránsito y había venido a mi familia a aprender qué hace uno que cuando pierde al ser más amado, y qué hace uno con pérdida, como se hace para vivir en las propias células la esencia de la gran transformación. No tenía en ese momento en que crucé el río onírico, mucha noción sobre el futuro, pero sí poseía en toda mi carne una convicción aprendida por la experiencia, y esta era que un día volvería a la memoria general de la especie, un día, dentro de mucho tiempo, volvería a ver a mi amiga la Muerte. Y en ese instante, si mi aprendizaje había resultado adecuado, la miraría a los ojos, ahora sí, en aquel momento sí, y mirándola a los ojos me iría con ella, si me venía a buscar, pero lo haría de ese modo, mirándola fijamente, y vivo, bien vivo.
FIN
  
En Librería Rayuela
Xalapa-Enriquez
21 de marzo - 19 de abril de 2014






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