—
¿Quieres
comer?
Así me recibió mi tía
y me llamó la atención porque estaba acertando de pleno en lo que yo quería; en
los últimos metros de camino hacia la casa el hambre estaba retorciendo mi
estómago como si se tratara de un trapo, y no podía explicarme las razones o motivos
de esa acuciosa sensación. Era más que hambre, era una necesidad de llenarme
con algo y no sabía ni podía adivinar con qué.
—
Sí, tía.
Ella comenzó a servir
platos para que yo picara y mientras lo hacía comentaba los sucesos del día con
el señor Juárez. Mientras hablaban, yo estaba presente en sus mentes, porque
cada vez que yo acababa algo, la tía, continuando con su charla, se levantaba y
me rellenaba el plato o el vaso; y cuando yo necesitaba alcanzar algo como el
salero, el señor Juárez sin necesidad siquiera de mirarme lo sabía y continuaba
hablando mientras me lo acercaba. De esa manera yo sabía que ellos estaban
pendientes de mí, y lo más extraño era que sabiendo que ellos me tenían en
cuenta, permanecía en mi la sensación paranoide de que ellos sabían mucho más
acerca de los procesos que yo estaba viviendo que yo mismo. Pensé durante mucho
tiempo que ellos habían pasado antes por todas las etapas que yo pasaba.
Suponía que estaba pasando por una suerte de adaptación a la vida campestre y
que ellos ya la conocían por experiencia; la diferencia no la noté en mucho
tiempo.
No noté que ellos me
tenían en una consideración diferente a la que yo estaba acostumbrado, hasta mucho tiempo luego. Hasta que un día,
aturdido por el silencio, cobré consciencia del modo energético en que ellos se
comunicaban conmigo; a diferencia de mis padres, quienes se comunicaban
mediante palabras y con comentarios entre ellos que muchas veces no lograba
descodificar ni comprender si estaban dirigidos a mi persona o hablaban de
cosas misteriosas. El caso es que en casa de mis papás era el sonido de sus
voces lo que me guiaba a la hora de comprenderme y de alguna manera saber quién
soy; en cambio, con mi tía abuela y Alberto y Juárez, el silencio constituía el
decorado desde el comienzo al fin donde se iban depositando los capítulos de
nuestra vida juntos.
En ese mar de silencio
yo desarrollaba mis movimientos, mis pensamientos y mis planes de niño y estos
eran acogidos por esa especie de colchón que todo lo juntaba como el marco de
un cuadro. Allí, en el silencio almohadillado, yo y mis actos no teníamos forma
ni nombre con que definirlos a los actos
y definirme a mí, y como no teníamos forma nadie esperaba nada de nosotros ni
nos sentíamos impulsados a cumplir ninguna expectativa. En ese mar sin forma,
crecí durante casi un año, y al hacerlo de ese modo se iba solidificando en mi
ser una manera de estar sin que se notase, sabiendo, en el centro de mi cuerpo
y de mi corazón, qué era lo que sucedía a todo mi alrededor y sabiéndolo, lo
esperaba, esperaba todo, a que todo viniese hasta mí y me alcanzara con el
abrazo de su llegada, de su alcanzarme. Así aprendí a quedarme quieto y a
esperar para que el entorno se me revelara como un negativo fotográfico al
salir de la cubeta de su natación química.
Allí las cosas eran de
tal manera que a cierta altura si no recibía las llamadas de mi padre y las
novedades de mi madre, que me hablaba cuando se encontraba saludable, no me
importaba mayormente. Empecé a desapegarme de los míos, a no importarme por
ellos, pero sobre todo por su estilo mental de vida, a alejarme de la manera
que tenía mi padre de generar recriminaciones y su capacidad para encontrar
culpables para luego encontrar soluciones, pero dejando en medio una estela de
manchas de palabras negativas, como un pato que a cada paso hiciera una cagada.
Todo eso empezó a mostrárseme como una especie de locura infame que había
tenido que soportar, luego como una suerte de pasaje aburrido de mi vida y al
fin como algo que de vez en cuando me hacía resoplar un poquito porque todo lo
que había aguantado, pero ya estaba bien de tanto aguantar y eso ya no era para
mí en absoluto.
En el fondo de mi
corazón me sentía dolorido y bastante seco, me faltaban mis padres, pero la
novedad de mi crianza campestre y natural vino a mitigar el dolor y a potenciar
otros aspectos de mi vida que no conocía. Contra todo pronóstico, aquella noche
al volver, mientras comía me puse a observar detenidamente a Juárez, y lo vi
realmente como a un gato sigiloso que acechaba con sigilo y meticulosidad. Cada
suceso que se producía en el día parecía que lo tuviera a él detrás como un
testigo silencioso. Se caía algún objeto, allí estaba para recogerlo. Se
accidentaba algún animal, allí aparecía él para entablillarlo o sacrificarlo.
Crecía el río y caía una tormenta tremenda, allí aparecía él, una vez más
surgido de la nada, para solucionar las posibles situaciones calamitosas. Parecía, a veces, tener una conexión directa
con el epicentro de los fenómenos naturales y, aliado con ellos, se les podía
adelantar con el objetivo de protegernos. Llegaba con la lluvia, y parecía
venir volando al lado mismo de la lluvia. Llegaba con el viento y parecía que
lo traían en brazos hasta nosotros. Estaba al lado de un caballo moribundo y
nadie sabía cómo había llegado hasta el costado del animal de tal manera que parecía
haber nacido junto al bicho muerto, como si se tratara de una planta del camino
de las que crecen al lado de la podredumbre.
—
¿Cómo
haces para estar en todos lados?
—
No intento
estar, —fue su respuesta.
Me di cuenta entonces
de que no sacaría jamás nada en limpio hablando con aquel hombre sino que
simplemente debía seguirlo y observarlo; mirar en secreto como él, qué es lo
que hacía para tener ese don de la ubicuidad. Descubrir esto me abocó a una
especie de investigación en la que ponía casi toda mi energía y en la cual
sospechaba que me llevaría un gran premio al encontrar lo que andaba intentado
descubrir. No era una herramienta secreta la que él tenía, ni era tampoco un
método sino una suerte de don que aprendió sin palabras, por eso no lo podía
transmitir con palabras.
Él no era como yo, un
bicho de ciudad que además estaba escolarizado y que en todo lo que hacía
intentaba jugar al gran químico, un juego infantil, y descubrir la fórmula
secreta de las cosas y establecer recetas adecuadas para alcanzar a esas cosas.
Fue así que me dediqué, una parte del tiempo de mi estancia con mis parientes, a perseguir al peón o capataz, o peón y capataz a la vez; esto merece explicación: era, por el tipo de tareas que realizaba, un peón, y, al ser el único existente, no le quedaba más remedio que ser el que mandaba sobre la tropa de peones inexistentes, en este caso, sobre sí mismo, por lo tanto, le cabía también el cargo de capataz. Pero a él lo que le gustaba era que llamaran Juárez; ese era su nombre de poder, por decirlo de alguna manera, cuando se lo llamaba de esa manera se apelaba a lo mejor de su persona, de hecho al oír mencionar su honorable apellido en alta voz, el hombre se cuadraba como un militar y miraba a un horizonte de gloria donde supongo que veía a sus antepasados heroicos. Cuando me dedicaba a perseguirlo toda la tarde por el campo lo veía que montado a caballo jamás se dejaba caer sobre la crin del animal, sino que se mantenía erguido de un modo estatuario inaguantable para otro ser humano, pero él se mantenía allí, recto, mirando al horizonte, y poseído del orgullo de tener un pasado honorable depositado en medio de su apellido. En esa postura, recorría el campo durante horas, se iba hasta el horizonte y se perdía más allá entre árboles, vadeando ríos desconocidos y entrando en pequeños bosques que separaban diferentes sectores de la finca. Algunas veces, al seguirlo, me perdía en lugares recónditos y de oculta belleza que se encontraban escondidos detrás de auténticos murallones de piedra detrás de los cuales no habría imaginado que hubiera lagunas o bosques enteros y, al entrar en aquellas zonas, parecía que uno entrara en un reino o dimensión paralela.
Fue así que me dediqué, una parte del tiempo de mi estancia con mis parientes, a perseguir al peón o capataz, o peón y capataz a la vez; esto merece explicación: era, por el tipo de tareas que realizaba, un peón, y, al ser el único existente, no le quedaba más remedio que ser el que mandaba sobre la tropa de peones inexistentes, en este caso, sobre sí mismo, por lo tanto, le cabía también el cargo de capataz. Pero a él lo que le gustaba era que llamaran Juárez; ese era su nombre de poder, por decirlo de alguna manera, cuando se lo llamaba de esa manera se apelaba a lo mejor de su persona, de hecho al oír mencionar su honorable apellido en alta voz, el hombre se cuadraba como un militar y miraba a un horizonte de gloria donde supongo que veía a sus antepasados heroicos. Cuando me dedicaba a perseguirlo toda la tarde por el campo lo veía que montado a caballo jamás se dejaba caer sobre la crin del animal, sino que se mantenía erguido de un modo estatuario inaguantable para otro ser humano, pero él se mantenía allí, recto, mirando al horizonte, y poseído del orgullo de tener un pasado honorable depositado en medio de su apellido. En esa postura, recorría el campo durante horas, se iba hasta el horizonte y se perdía más allá entre árboles, vadeando ríos desconocidos y entrando en pequeños bosques que separaban diferentes sectores de la finca. Algunas veces, al seguirlo, me perdía en lugares recónditos y de oculta belleza que se encontraban escondidos detrás de auténticos murallones de piedra detrás de los cuales no habría imaginado que hubiera lagunas o bosques enteros y, al entrar en aquellas zonas, parecía que uno entrara en un reino o dimensión paralela.
La primera vez que sucedió, pensé realmente que
estaba en otra dimensión, puesto que la confusión que me indujo el perder de
vista a Juárez, me sumergió en un estado en el cual no podía utilizar con
exactitud mi propio pensamiento. No entendía dónde estaba ni si ese lugar
pertenecía a la tierra o a otros mundos.
Al fin, me relajé y me decidí a disfrutar del
entorno que contemplaba, recuerdo que el intenso calor que penetraba en aquella
auténtica olla de piedra llegaba hasta el lugar en el que me encontraba en
forma de dos rayos de sol muy intensos que barrían la zona de modo intermitente
al pasar una y otra vez entre los murallones de piedra. Me quité las ropas y me
dispuse a meterme en una laguna que allí había; el agua, por suerte, estaba bien
fresca. Me zambullí y me fui hasta el fondo negro de la laguna, una olla de
agua limpia pero de aquel color impenetrable, como una alguna que no quisiera
que supiéramos sus secretos. Ese tipo de pensamientos fueron los que me
llevaron a pensar que Juárez iba a aquel sitio justamente porque él también era
un hombre relativamente oscuro e impenetrable; quizás considerara a aquel lago
como suyo propio. Y esto me cuadraba bastante: el agua de aquella gran charca y
el interior de aquel hombre estaban en armonía, y poseían por debajo de la
superficie una identidad común. Al
llegar a esta conclusión, mi entusiasmo personal me llevó a zambullirme con más
energía y sentimiento de poderío. Me sentía orgulloso de contar con tan excelentes
amigos, capaces de realizar hechos tan admirables.
En el fondo oscuro del agua dejé que el zumbido
en mis oídos me transportara a un mundo acuático y sin forma, un mundo en
suspensión donde no tuviera que pensar a dónde se había ido el amigo al que
perseguía. Donde simplemente me entregaba a flotar y dejar que mi mente se
uniera a esas sensaciones de suspensión y vuelo líquido.
Algo en mi
mente habló por mí, y lo que dijo fue: “Aquí estamos fenomenal”.
Y no pude menos que estar de acuerdo con la
voz. Así estábamos de bien y de formidables. Yo y todos los otros a los que la
voz indicaba, estuvieran o no dentro de mí. Agradecí en el fondo de mi corazón
al capataz que se lanzaba a retozar en zonas tan maravillosas y con sus viajes
perseguido por mí, siempre perseguido, él no podía no saberlo, acababa enseñándome
lo mejor del lugar en que vivía. Sólo tenía que seguir a Juárez para conocer
los sitios que hablan directo con el
cuerpo del hombre. Aquella laguna era uno de esos sitios; me hablaba de modo
directo, tocando mi piel y penetrando en mis células en zonas donde ningún otro
elemento ni lugar me había llegado a tocar.
Allí me quedé, y al salir y retornar al lugar
entre peñas y ramas donde había dejado la ropa, me pareció que algo grande —un
hombre y un caballo quizás— se movía y se alejaba en dirección a una de las
salidas del amurallamiento rocoso de la laguna. No sentí inquietud ni
curiosidad. Me sentía en casa y todo lo que alrededor sucedía, tenía un sentido
extraño de acompañamiento. Muchas veces sentí que ya nunca más estaría solo, ya
nunca más me sentiría en un lugar desconocido, detrás de cada arbusto y de cada
roca sentía la presencia de seres o de miradas que de alguna manera velaban por
mi persona y cuidaban que todo el bien me acompañara a cada paso.
A partir de cierto momento empecé a saludar a
cada uno de los árboles y piedras del camino
como si fueran cariñosos vecinos que me encontraba a mi paso, cada
mañana, por el lugar amable que me había acogido. Así, a fuerza de saludos y
hablando con los lugares fue que empecé a oír voces que me respondían y al poco
tiempo podía ver a algunas personas de dimensiones extrañas que volvían a
intimar conmigo una vez más y las veía o escuchaba sus pasos.
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