Cuando mi tía abuela me preguntó si quería
cenar, me giré y mirando a otro lado intenté adivinar si se dirigía a algún
personaje imaginario o me confundía con otra persona; era la primera vez en que
llegando tarde a un lugar y al suponer, yo, que tenía ciertas obligaciones que
nadie me había indicado sobre horarios de comidas, me incliné a estar a la
defensiva, pero aquellas palabras me desarmaron, porque no ponían en absoluto
el énfasis en el hecho de que yo hubiera llegado tarde sino en mi placer y bienestar,
algo a lo que no estaba tan acostumbrado.
Empecé a darme cuenta entonces de que mi tía
era un ser especial y distinto y que no se regía para nada por las reglas de
los otros; al menos para la educación de un niño. Eso me hizo sentir por ella
amor y depositar al mismo tiempo grandes esperanzas en que nuestra convivencia
sería una experiencia fenomenal. Quería con toda mi alma creer en eso y vivir
experiencias como siempre las había estado soñando. Llegué a pensar que podría
hablar con mi tía abuela con toda naturalidad acerca de mis amigos imaginarios,
y sobre todo del último que ahora se encontraba fuera de sintonía al estar
nosotros en el campo. Recuerdo claramente que mientras me llevaba la cuchara y
luego el tenedor a la boca, la miraba con mucha atención y quería provocar su
atención hacia mi persona, quería que ella tuviera ojos y oídos para mi pequeña
persona y que gustara de mi manera de hablar y de comportarme. Ella, por el
contrario, continuaba atenta a la conversación con Juárez acerca de temas del
diario trabajo. En ese diálogo no encontraba yo una lógica que estuviera
referida a mi persona, no encontraba que hablaran pronunciando mensajes
indirectos para afectarme de alguna manera, algo a lo que me había acostumbrado
con mis padres; a decir verdad, tampoco encontraba que me interesara su
conversación, pero sí que me servía de trasfondo agradable a mi estar y pensar
y sentir. A diferencia de otras conversaciones en otros lugares con otras
personas, ella me dejaba a mi aire y entera libertad; no se introducía en mi
mente para modificar ningún contenido, no me corregía en absoluto y estaba
pendiente, sin embargo, de mi pequeña persona con intensidad y con amor, y eso
se notaba. No sabía, yo, agradecer este tipo de gestos porque son de un tipo tan
intangible y de los que poco se agradecían en mi sociedad, por lo cual debía
callar y sonreía, que es lo que, para el caso, sabía hacer. Con el paso de los
días comencé a entender que la tía Teresa era un ser que había pasado décadas y
décadas de su vida en estados de intensa absorción mental, afectiva y
espiritual y haciendo los mínimos movimientos que el cuerpo necesita para
sentirse que está vivo y que está en el planeta Tierra. Esa capacidad de ser
intensa y estar totalmente absorta en sí misma y mantener los portales del amor
abiertos para los otros hacía que todo a su alrededor se sintiera una presencia
imponente, como si una nube densa fuera con ella y esa nube t tocaba cuando te
ponías en sus inmediaciones. Mi tía te tocaba con la mirada, aunque sólo te
rozara durante una millonésima de segundo con la luz de sus ojos. Mi tía te
acariciaba el corazón con su sonrisa, aunque la esbozara apenas durante un
instante más breve que fugaz relámpago. Mi tía te abría las puertas a un mundo
extraño y amable cuando sus palabras volaban hasta tu oído y te hacían oír por
un momento sílabas claves que te revelaban la felicidad y la paz.
Colocándome a su lado y quedándome en silencio,
aprendía a llenar mi cuerpo y mi espíritu del halo de esas décadas que la
habían vuelto muy profunda; tanto que a veces te daba miedo perderte en su
interior o pensabas cuán fuerte era esa mujer para haber sobrevivido a todos
esos viajes hasta el fondo de su corazón. En esos momentos sentía en con un
conocimiento que escapaba a mi propio análisis y que brotaba de lo más hondo de
mi ser, que mi papá, sabiéndose con poca energía y apelando a un poco de
sabiduría que seguramente poseía dentro de su alma, había tomado la mejor
decisión de su vida en lo que a mí hacía referencia. Sentí entonces en momentos
como ese, que mi papá se alejaba de mí con dolor pero con una felicidad mayor
que radicaba en el hecho de hacerme el mayor bien posible. Ese pensamiento me
hacía muy feliz porque me reconciliaba con papá; me hacía perder los
resquemores que contra él abrigaba y me hacía ganar espacio en mi pecho y en mi
corazón para querer más.
—Quiero quererte mucho, tía Teresa.
—Eso ya lo estás haciendo,
todo el tiempo.
—Y tú ¿te das cuenta
aunque yo no te lo diga?
—De
eso se da cuenta uno, porque lo siente.
—Yo también me doy
cuenta de que tú me quieres.
—Gracias.
—Es la verdad.
—Pero aunque lo sea es de
agradecer que lo reconozcan.
Me lanzaba a estos diálogos como un nadador torpe a la piscina, aunque
creo que un niño jamás puede resultar torpe para expresar su amor y su cariño.
Luego de que torpedeaba un rato a mi tía con preguntas y afirmaciones
contundentes y torpeaba otro rato sintiéndome mareado y perturbado ante tanta
expresión emocional, me largaba a recorrer el campo. Le daba un beso, agarraba
un trozo de pan, me lo guardaba en una bolsita de arpillera que me había cosido
yo mismo siguiendo la última moda de una serie de televisión sobre exploradores
y habitantes humanos de los bosques, y me iba a mis aventuras con una sonrisa.
Corría buena parte del bosque y me emocionaba solo pensando que vivía de una
manera espléndida, que estaba contento, y todo esto lo sabía porque tenía unas
ganas locas de saltar.
Con el cuerpo vibrante de afables emociones, me
lanzaba a recorrer el campo, me llegaba hasta mi laguna negra rodeada por los
imponentes murallones de piedra, me lanzaba en sus oscuras aguas a dejar que mi
mente se volviera infinita con el disfrute sin freno de la tranquila suspensión
submarina. Nada me importaba del futuro y comenzaba a no importarme tampoco el
pasado, había en mi nueva vida una manera de gastar el tiempo en una suerte de
ocupación espiritual en la que uno podía disolverse a diario libre de
actividades molestas. Hacíamos todo lo que era necesario hacerse, pero sin
sentirlo en absoluto como algo que estuviéramos obligados a hacer. Aunque
quizás yo hablo porque en realidad no me tocaba parte de nada que resultara
importante en las tareas de la estancia. Creo que el noventa por ciento de esas
probablemente duras tareas las resolvía Juárez, envuelto en su silencio de
siempre trajinaba desde el amanecer, cuando aún no había salido el sol, y
procuraba casi sin que se notara que todo estuviera preparado para que nuestra
vida fuera cómoda.
Quizás fuese ese mismo vacío que había en mi
vida que me permitía viajar mentalmente a cualquier sitio lo que hiciera que a
cierta altura me iba obsesionando con uno o con otro de los habitantes de la
casa o con fenómenos que sucedían en el campo; cosas que no entendía, como el
misterio del señor Juárez, del cual no podía entender dónde se metía todo el
día y como hacía para aparecer justo donde uno menos se lo podía imaginar en el
momento más adecuado.
Llegué a ponerme contento con la idea de que el
señor aquel era una especie de fantasma que cohabitaba con nosotros en aquella
gran casa y en aquellos maravillosos y desconocidos alrededores. Le calculé
toda la posible raigambre ancestral y me surgió la duda sobre qué hacía un
fantasma con aquellas características viviendo en nuestra compañía.
—
¿Sabías
tía Teresa que Andrés es un fantasma?
—
Sí. ¿Cómo
te diste cuenta?
—
Esas cosas
se notan, no sé explicarte cómo lo sé.
—
¡Ah!
Entonces esa verdad que lo sabes por experiencia. Bueno, no se lo digas a
nadie.
Juré, con especial solemnidad, que no lo diría; era mi tía abuela, la
sor, la que me lo estaba solicitando. Y me fui para el campo tan contento de
tener un secreto compartido con ella, como si de ese modo me llegara a querer incluso
más; no sé de dónde sacaba esas ideas de medir la cantidad de amor de la gente
y estimar que me querían más o menos o que yo mismo quería más o menos a unos y
otros. No me recuerdo aprendiendo esa modalidad de evaluación; sólo me recuerdo
midiendo cantidades de amor. Las piedras del camino, los bichitos del camino
que escondían sus cabecitas a mi paso, las aves que desplegaban sus alas en lo
alto de la bóveda del cielo y las que volaban de rama en rama acompañándome en
mi largo paseo por los bosques, todos ellos escuchaban y me parece que sentían
en sus cuerpitos la alegría que yo sentía por la nueva situación.
¿De dónde vendría aquel fantasma? ¿Cómo podía
trabajar en esta dimensión? ¿Mi abuela lo tenía para no tener que pagar a la
seguridad social por su eficaz labor? ¿Se lo acabaría contando a alguien? ¿A
quién? ¿Podría refrenar mi lengua si llegaba a encontrar algún amigo de mi edad
en el medio del campo? ¿Mi abuela me estaba tomando el pelo? ¿Me consideraba
idiota?
No, definitivamente no. Era verdad, yo lo sabía
sin poder explicarlo.
Aquel hombre era muy raro y yo me había dado
cuenta desde el primer día que lo vi.
“A mí no se me escapa un fantasma, pensaba, si
lo veo”.
Y me fui al campo dispuesto a descubrir cómo
era ese momento especial en el cual Juárez se aparecía o desaparecía; me
propuse descubrir como hacía la transformación o mejor decir el traslado de una
dimensión a la otra. Porque la verdad
era que de pronto aquel hombre aparecía delante de ti o a un lado o detrás y,
en el momento inmediatamente anterior, no estaba por ningún sitio. Intentaba
detectar en mi memoria los momentos en que habiéndolo visto aparecer, no podía
sin embargo determinar dónde estaba aquel hombre unos momentos antes. Recordé
entonces la vez en que saliendo yo del agua de la laguna negra escuché un
sonido como de jinete y caballo que se alejaban latigueando entre las ramas de
los árboles y los arbustos que por allí había. Nadie podía afirmar que fuera Andrés
Juárez quien se alejaba en aquel momento como el jinete fantasma. Me obligaba a
indagar, esa recordación, oscura y fugaz como la aparición nocturna; de fácil olvido,
como un personaje onírico que se escurre entre los dedos de la conciencia y es
tragado por la porosa tierra y los cauces subterráneos de la inconsciencia. Si aquella
sombra caballera no eran él y su bravío animal, ¿quién podía ser? No conocía,
yo, quién pudiera ser aquella persona en cabalgadura. ¿Qué es lo que realmente
pude ver? Lo que alcancé a ver fue un jinete de espaldas y el trasero de un
caballo oscuro, pero ¿era marrón o negro? Que fustigaban con potente energía
las hojas y las ramas de los árboles al apartarlos de su camino. Aquellos
golpes medio botánicos medio animales eran la prueba de que algo se movía y se
alejaba al galope. ¿Pude escuchar los cascos dando contra el suelo firme o los
imaginé? Vi a aquel jinete o se configuró a partir de un juego de luces y
sombras y extrañas formas entre las que estaban los objetos y la flora
circundante en una danza perpetua de inquietante movimiento. ¿Había visto lo
que quería ver o algo real? ¿Cómo es que me transmitía seguridad aquella visión
que se alejaba? Dado que su movimiento era de huida, podía llegar a pensar, con
bastante sensatez, que se trataba de un enemigo amilanado. O al menos un ser o
unos seres que no querían o no les convenía en ningún caso que yo los viera, y
seguramente mi visión podía hacerles daño o algo así, porque de otro modo se
podrían quedar, sin problemas y sin temor. No podía afirmar que me tuvieran
temor, pero su gesto señalaba en esa dirección. Yo no sentía temor; ellos
huían. Y ¿Qué los movió a esa acción de escape? ¿El ruido de mi cuerpo saliendo
del agua? ¿Tal vez me confundieron con algún animal lacustre de carácter maligno
o peligroso? ¿Se habría asustado sólo el caballo y no así el jinete? Me parecía
absurdo, tenía entendido que los caballos sólo se asustan con las víboras y las
serpientes, pero, sí así fuera, el jinete, una vez pasado el susto lo podría
haber dominado y lo habría retornado al punto desde el cual me observaban: ¿Me
observaban? ¿De dónde procedía esa certeza? No era la única vez en que me
sentía observado; de hecho, me sentía bastante observado, casi todo el tiempo,
pero no podía afirmar de dónde procedían las miradas de aquella vigilancia
campestre.
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