viernes, 4 de abril de 2014

Literatura líquida. Novela. Días 15 y 16. Entrada 18.

Cuando mi tía abuela me preguntó si quería cenar, me giré y mirando a otro lado intenté adivinar si se dirigía a algún personaje imaginario o me confundía con otra persona; era la primera vez en que llegando tarde a un lugar y al suponer, yo, que tenía ciertas obligaciones que nadie me había indicado sobre horarios de comidas, me incliné a estar a la defensiva, pero aquellas palabras me desarmaron, porque no ponían en absoluto el énfasis en el hecho de que yo hubiera llegado tarde sino en mi placer y bienestar, algo a lo que no estaba tan acostumbrado.
Empecé a darme cuenta entonces de que mi tía era un ser especial y distinto y que no se regía para nada por las reglas de los otros; al menos para la educación de un niño. Eso me hizo sentir por ella amor y depositar al mismo tiempo grandes esperanzas en que nuestra convivencia sería una experiencia fenomenal. Quería con toda mi alma creer en eso y vivir experiencias como siempre las había estado soñando. Llegué a pensar que podría hablar con mi tía abuela con toda naturalidad acerca de mis amigos imaginarios, y sobre todo del último que ahora se encontraba fuera de sintonía al estar nosotros en el campo. Recuerdo claramente que mientras me llevaba la cuchara y luego el tenedor a la boca, la miraba con mucha atención y quería provocar su atención hacia mi persona, quería que ella tuviera ojos y oídos para mi pequeña persona y que gustara de mi manera de hablar y de comportarme. Ella, por el contrario, continuaba atenta a la conversación con Juárez acerca de temas del diario trabajo. En ese diálogo no encontraba yo una lógica que estuviera referida a mi persona, no encontraba que hablaran pronunciando mensajes indirectos para afectarme de alguna manera, algo a lo que me había acostumbrado con mis padres; a decir verdad, tampoco encontraba que me interesara su conversación, pero sí que me servía de trasfondo agradable a mi estar y pensar y sentir. A diferencia de otras conversaciones en otros lugares con otras personas, ella me dejaba a mi aire y entera libertad; no se introducía en mi mente para modificar ningún contenido, no me corregía en absoluto y estaba pendiente, sin embargo, de mi pequeña persona con intensidad y con amor, y eso se notaba. No sabía, yo, agradecer este tipo de gestos porque son de un tipo tan intangible y de los que poco se agradecían en mi sociedad, por lo cual debía callar y sonreía, que es lo que, para el caso, sabía hacer. Con el paso de los días comencé a entender que la tía Teresa era un ser que había pasado décadas y décadas de su vida en estados de intensa absorción mental, afectiva y espiritual y haciendo los mínimos movimientos que el cuerpo necesita para sentirse que está vivo y que está en el planeta Tierra. Esa capacidad de ser intensa y estar totalmente absorta en sí misma y mantener los portales del amor abiertos para los otros hacía que todo a su alrededor se sintiera una presencia imponente, como si una nube densa fuera con ella y esa nube t tocaba cuando te ponías en sus inmediaciones. Mi tía te tocaba con la mirada, aunque sólo te rozara durante una millonésima de segundo con la luz de sus ojos. Mi tía te acariciaba el corazón con su sonrisa, aunque la esbozara apenas durante un instante más breve que fugaz relámpago. Mi tía te abría las puertas a un mundo extraño y amable cuando sus palabras volaban hasta tu oído y te hacían oír por un momento sílabas claves que te revelaban la felicidad y la paz.
Colocándome a su lado y quedándome en silencio, aprendía a llenar mi cuerpo y mi espíritu del halo de esas décadas que la habían vuelto muy profunda; tanto que a veces te daba miedo perderte en su interior o pensabas cuán fuerte era esa mujer para haber sobrevivido a todos esos viajes hasta el fondo de su corazón. En esos momentos sentía en con un conocimiento que escapaba a mi propio análisis y que brotaba de lo más hondo de mi ser, que mi papá, sabiéndose con poca energía y apelando a un poco de sabiduría que seguramente poseía dentro de su alma, había tomado la mejor decisión de su vida en lo que a mí hacía referencia. Sentí entonces en momentos como ese, que mi papá se alejaba de mí con dolor pero con una felicidad mayor que radicaba en el hecho de hacerme el mayor bien posible. Ese pensamiento me hacía muy feliz porque me reconciliaba con papá; me hacía perder los resquemores que contra él abrigaba y me hacía ganar espacio en mi pecho y en mi corazón para querer más.
       —Quiero quererte mucho, tía Teresa.
                     —Eso ya lo estás haciendo, todo el tiempo.
                     —Y tú ¿te das cuenta aunque yo no te lo diga?
       —De eso se da cuenta uno, porque lo siente.
                       —Yo también me doy cuenta de que tú me quieres.
                       —Gracias.
                       —Es la verdad.
                      —Pero aunque lo sea es de agradecer que lo reconozcan.
         Me lanzaba a estos diálogos como un nadador torpe a la piscina, aunque creo que un niño jamás puede resultar torpe para expresar su amor y su cariño. Luego de que torpedeaba un rato a mi tía con preguntas y afirmaciones contundentes y torpeaba otro rato sintiéndome mareado y perturbado ante tanta expresión emocional, me largaba a recorrer el campo. Le daba un beso, agarraba un trozo de pan, me lo guardaba en una bolsita de arpillera que me había cosido yo mismo siguiendo la última moda de una serie de televisión sobre exploradores y habitantes humanos de los bosques, y me iba a mis aventuras con una sonrisa. Corría buena parte del bosque y me emocionaba solo pensando que vivía de una manera espléndida, que estaba contento, y todo esto lo sabía porque tenía unas ganas locas de saltar.
Con el cuerpo vibrante de afables emociones, me lanzaba a recorrer el campo, me llegaba hasta mi laguna negra rodeada por los imponentes murallones de piedra, me lanzaba en sus oscuras aguas a dejar que mi mente se volviera infinita con el disfrute sin freno de la tranquila suspensión submarina. Nada me importaba del futuro y comenzaba a no importarme tampoco el pasado, había en mi nueva vida una manera de gastar el tiempo en una suerte de ocupación espiritual en la que uno podía disolverse a diario libre de actividades molestas. Hacíamos todo lo que era necesario hacerse, pero sin sentirlo en absoluto como algo que estuviéramos obligados a hacer. Aunque quizás yo hablo porque en realidad no me tocaba parte de nada que resultara importante en las tareas de la estancia. Creo que el noventa por ciento de esas probablemente duras tareas las resolvía Juárez, envuelto en su silencio de siempre trajinaba desde el amanecer, cuando aún no había salido el sol, y procuraba casi sin que se notara que todo estuviera preparado para que nuestra vida fuera cómoda.
Quizás fuese ese mismo vacío que había en mi vida que me permitía viajar mentalmente a cualquier sitio lo que hiciera que a cierta altura me iba obsesionando con uno o con otro de los habitantes de la casa o con fenómenos que sucedían en el campo; cosas que no entendía, como el misterio del señor Juárez, del cual no podía entender dónde se metía todo el día y como hacía para aparecer justo donde uno menos se lo podía imaginar en el momento más adecuado.
Llegué a ponerme contento con la idea de que el señor aquel era una especie de fantasma que cohabitaba con nosotros en aquella gran casa y en aquellos maravillosos y desconocidos alrededores. Le calculé toda la posible raigambre ancestral y me surgió la duda sobre qué hacía un fantasma con aquellas características viviendo en nuestra compañía.
     ¿Sabías tía Teresa que Andrés es  un fantasma?
     Sí. ¿Cómo te diste cuenta?
     Esas cosas se notan, no sé explicarte cómo lo sé.
     ¡Ah! Entonces esa verdad que lo sabes por experiencia. Bueno, no se lo digas a nadie.
             Juré, con especial solemnidad, que no lo diría; era mi tía abuela, la sor, la que me lo estaba solicitando. Y me fui para el campo tan contento de tener un secreto compartido con ella, como si de ese modo me llegara a querer incluso más; no sé de dónde sacaba esas ideas de medir la cantidad de amor de la gente y estimar que me querían más o menos o que yo mismo quería más o menos a unos y otros. No me recuerdo aprendiendo esa modalidad de evaluación; sólo me recuerdo midiendo cantidades de amor. Las piedras del camino, los bichitos del camino que escondían sus cabecitas a mi paso, las aves que desplegaban sus alas en lo alto de la bóveda del cielo y las que volaban de rama en rama acompañándome en mi largo paseo por los bosques, todos ellos escuchaban y me parece que sentían en sus cuerpitos la alegría que yo sentía por la nueva situación.
¿De dónde vendría aquel fantasma? ¿Cómo podía trabajar en esta dimensión? ¿Mi abuela lo tenía para no tener que pagar a la seguridad social por su eficaz labor? ¿Se lo acabaría contando a alguien? ¿A quién? ¿Podría refrenar mi lengua si llegaba a encontrar algún amigo de mi edad en el medio del campo? ¿Mi abuela me estaba tomando el pelo? ¿Me consideraba idiota?
No, definitivamente no. Era verdad, yo lo sabía sin poder explicarlo.
Aquel hombre era muy raro y yo me había dado cuenta desde el primer día que lo vi.
“A mí no se me escapa un fantasma, pensaba, si lo veo”.
Y me fui al campo dispuesto a descubrir cómo era ese momento especial en el cual Juárez se aparecía o desaparecía; me propuse descubrir como hacía la transformación o mejor decir el traslado de una dimensión a la  otra. Porque la verdad era que de pronto aquel hombre aparecía delante de ti o a un lado o detrás y, en el momento inmediatamente anterior, no estaba por ningún sitio. Intentaba detectar en mi memoria los momentos en que habiéndolo visto aparecer, no podía sin embargo determinar dónde estaba aquel hombre unos momentos antes. Recordé entonces la vez en que saliendo yo del agua de la laguna negra escuché un sonido como de jinete y caballo que se alejaban latigueando entre las ramas de los árboles y los arbustos que por allí había. Nadie podía afirmar que fuera Andrés Juárez quien se alejaba en aquel momento como el jinete fantasma. Me obligaba a indagar, esa recordación, oscura y fugaz como la aparición nocturna; de fácil olvido, como un personaje onírico que se escurre entre los dedos de la conciencia y es tragado por la porosa tierra y los cauces subterráneos de la inconsciencia. Si aquella sombra caballera no eran él y su bravío animal, ¿quién podía ser? No conocía, yo, quién pudiera ser aquella persona en cabalgadura. ¿Qué es lo que realmente pude ver? Lo que alcancé a ver fue un jinete de espaldas y el trasero de un caballo oscuro, pero ¿era marrón o negro? Que fustigaban con potente energía las hojas y las ramas de los árboles al apartarlos de su camino. Aquellos golpes medio botánicos medio animales eran la prueba de que algo se movía y se alejaba al galope. ¿Pude escuchar los cascos dando contra el suelo firme o los imaginé? Vi a aquel jinete o se configuró a partir de un juego de luces y sombras y extrañas formas entre las que estaban los objetos y la flora circundante en una danza perpetua de inquietante movimiento. ¿Había visto lo que quería ver o algo real? ¿Cómo es que me transmitía seguridad aquella visión que se alejaba? Dado que su movimiento era de huida, podía llegar a pensar, con bastante sensatez, que se trataba de un enemigo amilanado. O al menos un ser o unos seres que no querían o no les convenía en ningún caso que yo los viera, y seguramente mi visión podía hacerles daño o algo así, porque de otro modo se podrían quedar, sin problemas y sin temor. No podía afirmar que me tuvieran temor, pero su gesto señalaba en esa dirección. Yo no sentía temor; ellos huían. Y ¿Qué los movió a esa acción de escape? ¿El ruido de mi cuerpo saliendo del agua? ¿Tal vez me confundieron con algún animal lacustre de carácter maligno o peligroso? ¿Se habría asustado sólo el caballo y no así el jinete? Me parecía absurdo, tenía entendido que los caballos sólo se asustan con las víboras y las serpientes, pero, sí así fuera, el jinete, una vez pasado el susto lo podría haber dominado y lo habría retornado al punto desde el cual me observaban: ¿Me observaban? ¿De dónde procedía esa certeza? No era la única vez en que me sentía observado; de hecho, me sentía bastante observado, casi todo el tiempo, pero no podía afirmar de dónde procedían las miradas de aquella vigilancia campestre.

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