Desde el primer día que viví en la finca rural
estuve intentando adaptarme de la mejor manera posible a las personas extrañas
que allí vivían; mejor sería decir que me adapté a los pensamientos que yo
traía de la ciudad acerca de ellos. Un conjunto de pensamientos portátiles que
llevaba a donde fuera que me dirigiera y que se reflejaban en mi cara a pesar
de que pudiera en algunos casos intentar disimular. Pensamientos ofensivos para
algunas personas que no atinaban a darse cuenta de que sólo era algo momentáneo
pasando por mi mente. Tuve que aprender nada más conocer a mis parientes y al
capataz a refrenarlos, a impedir que se me notaran de modo tan evidente en la
cara y en los gestos con que suelo acompañarlos. Y ese aprender a disimular
esas expresiones tan desagradables no constituyeron una renuncia por mi parte
ni tampoco un acto de falsedad sino todo lo contrario: un acto de cariño respetuoso
hacia aquellos que me acogían con tan buena voluntad. Aquellos que se abrían
realmente a conocerme, a conocer al chico que estaba alejado de su casa para no
ver sufrir a su mamá durante su agresiva e incomprensible enfermedad. Algo
dentro de mi quería sentirse mimado y acompañado en el dolor, una parte víctima
de mi personalidad quería ser querida por sufrida y me sobornaba con la
facilidad de acceder a las caricias justamente porque estaba pasando un mal
momento. En ese momento fue que apareció la hermana Teresa y me mostró lo mejor
de su personalidad; ella veía que un día y otro yo me abandonaba al sufrir y
ponía cara de cordero degollado para que me mimaran y me trataran bien, cocinándome
incluso las comidas que más me gustaban. Ella me observaba como si yo fuera una
hormiga o algún otro tipo de insecto digno de estudio, pero un día, en el
momento menos pensado, saltó de su inmovilidad y me espetó a la cara que por mi
bien y por amor no podía tolerar más esas caras que yo ponía. Que no podía
acompañarme en el dolor, en la inmovilidad del dolor, en la petrificación del
dolor. Que así, no. Yo nunca había escuchado palabras tan severas ante la
manifestación de estos sentimientos de pena. Pero lo que me frenó en mi posible
y vana defensa, fue que no me sentí atacado, ninguna parte de mi cuerpo se
alteró, ni inició un movimiento de ataque o de repulsa, simplemente me quedé
quieto, como un animal al acecho. Esperaba a comprobar cuál era la intención de
aquellas palabras. Si había un ataque escondido en ellas, si representaban algún
tipo de peligro para mi ser o si se trataba de una amenaza a futuro. Todas
estas elucubraciones y cálculos no me servían de nada ante la inmutabilidad de
mis tripas que no acusaban golpe alguno.
Así entendí, con mi estómago, que mis parientes
me querían y querían lo mejor para mí.
Los miré, quizás con un rostro de azoramiento absoluto,
y vi en sus caras que sonreían a la espera de mi reacción, pero todos, incluso
el locuaz primo Alberto, me transmitían una sensación de respeto a mí y a mis
ritmos. Juro que fue la primera vez en mi vida en que, teniendo una tan corta
edad como nueve años, sentí que era una persona mucho mayor. Una persona tomada
por el espíritu de la vejez, una vejez atenazadora que me estrangulaba el
espíritu y me hacía ver en todo un problema o una amenaza o una dificultad
insalvable. Esta frenado, y sentía que mi edad era la de los abuelos amargados
y desmemoriados que se cagan encima, reniegan por todo y no saben ni como se
llaman. Y sentí eso porque por un momento en lugar de ser simplemente yo mismo,
con todo lo que eso suponía, me sentí como alguien sometido a juicio, una
persona atrincherada detrás del miedo a la mirada ajena (¡Sartre otra vez! Aunque
no lo conocía, ni había oído hablar de él.), entre los ojos de los otros y la
pared. Y ese extraño sometimiento de mi persona por parte de los demás, un
sometimiento sólo imaginario, puesto que solo se daba dentro de mi mente, me
hacía sentir como un animal acorralado, como si a espaldas mías se estuviera
fraguando una imagen real acerca de mi persona, una imagen que yo desconocía,
un futuro envase para mi personalidad, una versión de mí en la que tendría
necesariamente que creer. Un yo que se me estaba imponiendo como un castigo o
una obligación y que al aceptarlo me debilitaría, me haría sentir enfermo y
griposo, como a punto de caer en cama con fiebre y delirio. Me haría sentir que
me traicionaba y que cediendo a las exigencias de los otros empezaba a morir en
mi algo muy valioso. Todo yo era una bolsa de miedos que se agitaban como
cachorros aprisionados; y a pesar de ello entiendo que mis parientes, cada uno
a su manera, y el amigo Juárez, casi de la familia, pusieron todo de sí para
que yo no huyera de mí mismo. Quizás ellos mismos no tenían estas palabras en
su haber para relatar lo que estaba sucediendo porque estas palabras las
aprendía yo con el paso de las décadas para relatar lo que me pasó, pero en
definitiva, antes y después de las palabras están los fuertes movimientos emocionales
que se suscitaban entre nosotros eran la respuesta a mi pregunta no formulada.
¿Me quieren y me cuidan de una manera beneficiosa para mí? Y la intuición que
yo tenía era afirmativa. Cómo supe eso solo mirándolos aquella noche de
terrores recónditos y escondidos en el fondo de mi ser, no lo sé, pero el caso es que lo supe, de un
modo misterioso per concluyente y que me decidió a relajarme y adaptarme a las
vivencias que se vinieran encima, fueran estas las que fueran.
Como para suavizar los momentos de tensión emocional
ambiental, la tía me pidió aquella noche que si quería recogiera los platos y
los pusiera dentro de la pileta de la cocina para lavarlos. Ese simple
movimiento me sacó de mi ensimismamiento asustadizo y me hizo verlos como
personas en lugar de como a unos terroríficos muñecos de cera en un museo.
No sólo
llevé los platos a la pileta de la cocina, además me puse a fregarlos, un poco
a modo de agradecimiento por la cena y otro poco para mostrarle que yo quería
colaborar y que esa era mi manera por el momento. Ellos me miraban desde la mesa
aún dispuesta, la tía seguía sentada y se restregaba las manos como
preparándose para futuros momentos deliciosos, mi primo Alberto sonreía de un
modo tenue, apenas esbozado y me observaba con curiosidad en la mirada, se
movía un poco y acomodaba unos objetos sobre una repisa. En cambio el capataz
Juárez sonreía con su enorme y bella sonrisa gardeliana y me miraba, supongo,
con la misma comprensión con que miraba a los animales en el campo, sopesando
ritmos y tiempos.
Esas eran maneras nuevas de mirar y yo estaba
acostumbrado a la manera de mirar de mamá, sobre todo la de mamá; ahora, la
vida me brindaba la oportunidad de experimentar otros modos.
Esta sensación paranoide de que estaban
hablando de mí a mis espaldas, de que todo lo que se decía era en el fondo un
indirecta, de que todo confluía en el objetivo de influirme y cambiarme a
voluntad de ellos, modificar mi sentir y otros propósitos que se me ocurrieron
como posibles, se fueron diluyendo detrás de acciones cotidianas sencillas y
sin vueltas, como tomar el desayuno. Aprendí, por vez primera en mi vida, a no
suponer que, cuando me ofrecían azúcar o más torta, me estaban en realidad
ofreciendo o hablándome de otra cosa que yo no pudiera descifrar porque se
encontraba escondida en el la caja fuerte de las mentes ajenas. Sobre todo lo
entendí mirando los ojos de Teresa que me confirmaba varias veces al día que
podía confiar en lo que me estaban diciendo, ella sonreía como si se burlara de
mis paranoias y rápidamente mis tribulaciones se disipaban.
En los primeros días tuve que hace un ejercicio
enorme de contención y aislamiento, pasaba el momento de locura y me alejaba,
cuando lo hacía, Teresa, como si me adivinara el pensamiento, me decía “puedes
ir al campo y estarte por donde quieras todo el día, aquí no tienes
restricciones, cuando tengas hambre vienes”.
Esas palabras me hacían suponer que ella en
realidad quería otra cosa y solo por probarlo yo me fui al campo a la primera de
cambio, y me pasé casi cinco horas divagando por los más alejados sitios, me
asusté en un par de ocasiones porque algunos animales, no sé si fieras
peligrosas o no, se movieron entre el ramaje con gran ruido y estrépito y no
supe reaccionar a tiempo. Sólo me dejé invadir por el miedo, un miedo extraño y
visceral que no tenía objeto alguno. Nada había en los alrededores que me
pudiera ocasionar aquella primaria emoción.
Recuerdo que al fin, harto de caminar en un
sentido y otro, sin rumbo alguno, y teniendo una noción muy vaga de por dónde
quedaba el camino de regreso a la casa, me tumbé en el suelo sobre una pequeña
loma y me estiré a mirar al cielo e intenté no pensar, sino solo entregarme al vaivén
agradable de lo que estaba viendo, que era nada menos que el cielo celeste
tapado por algunas nubes que eran empujadas levemente por la suave brisa.
Así fue que me quede dormido y soñé que era un
enorme pájaro que sobrevolaba el campo y desde allá arriba todo era más suave y
llevadero y podía viajar a un sitio en donde yo ya no existía y no existía
tampoco ninguno de los que en la estancia compartían su tiempo conmigo sino que
habíamos entrado en una suerte de no tiempo o no existencia en la que no
importaban nuestras historias personales por extrañas o importantes que fueran
u hubieran resultado para nosotros. No importaba nada en absoluto que mi mamá
estuviera enferma lejos de mí y que yo no pudiera verla, no importaba en
absoluto que teresa hubiera estado cincuenta o más años de su vida entregada a
dios para al final claudicar de una manera extraña que la había dejado varada
un tiempo en un país llamado “fracaso existencial”, no, no importaba nada la
historia de Alberto que se reeditaba cada lunes o cada viernes, y no importaba
en absoluto que esa reedición semanal fuera un fiasco humano, no importaba que
Juárez se encubriera bajo la bandera del heroísmo patricio, sus antepasados
estaban muertos y habían sido olvidados y nadie los iba a traer aquí como una
pandilla agresiva para defender a su hombrecito, el peón o capataz Andrés
Juárez, no lo iban a defender y no estarían tampoco allí cuando el a su vez
enfrentara a la muerte y se doliera por su propio destino, no estarían siquiera
cuando llorara de dolor por un martillazo que se dio en el dedo haciendo unas
reparaciones en el campo de la tía abuela Teresa. No estaría tampoco mi papá
para verme a mí convertido también en una nube que derivaba para aquí y para
allá arrastrada por el viento y mutilada en sucesivos empujones hacia el este o
el oeste. Nadie mira las nubes. A nadie le importa el destino de las nubes. Así
hablaba una voz escondida entre bambalinas y que me susurraba su discurso al
oído, en el sueño flotaba encima de un campo, flotaba encima de un río, de una
pequeña población, de un mar y de una casa grande que me resultaba conocida.
Flotaba sin rumbo hasta que algo sopló con mucha energía y pude entender que una
fuerza superior se había introducido en el campo de fuerzas de mi mundo onírico.
Una sombra pasó roncando con una grave voz, luego fue un alarido y finalmente
un bramido ensordecedor que me hizo llevarme a las orejas mis manos, presa de
la alarma.
Fue entonces que un miedo ancestral, visceral y
al tiempo neutro como un tajo limpio, me atravesó por completo de arriba a abajo
de mi cuerpo y me hizo vibrar con frio y con terror, un terror líquido que me
penetraba las venas y me hacía sentir en la sienes una insoportable sensación
de estar siendo reventadas literalmente por algún torno metálico y al mismo
tiempo se me estaban congelando como si me hubiera caído en el mar Ártico.
Grité y mi propio grito me sacó del onirismo
vespertino. No sabía dónde me encontraba y no quería volver a la casa, quería
que esto que había sucedido se asentara en el fondo de mi ser y me dejara un
seguro regusto de tranquilidad final para poder ir a la casa y hacer frente a
las miradas de mis parientes y de mi amigo.
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