martes, 1 de abril de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 12. entrada 15

Desde el primer día que viví en la finca rural estuve intentando adaptarme de la mejor manera posible a las personas extrañas que allí vivían; mejor sería decir que me adapté a los pensamientos que yo traía de la ciudad acerca de ellos. Un conjunto de pensamientos portátiles que llevaba a donde fuera que me dirigiera y que se reflejaban en mi cara a pesar de que pudiera en algunos casos intentar disimular. Pensamientos ofensivos para algunas personas que no atinaban a darse cuenta de que sólo era algo momentáneo pasando por mi mente. Tuve que aprender nada más conocer a mis parientes y al capataz a refrenarlos, a impedir que se me notaran de modo tan evidente en la cara y en los gestos con que suelo acompañarlos. Y ese aprender a disimular esas expresiones tan desagradables no constituyeron una renuncia por mi parte ni tampoco un acto de falsedad sino todo lo contrario: un acto de cariño respetuoso hacia aquellos que me acogían con tan buena voluntad. Aquellos que se abrían realmente a conocerme, a conocer al chico que estaba alejado de su casa para no ver sufrir a su mamá durante su agresiva e incomprensible enfermedad. Algo dentro de mi quería sentirse mimado y acompañado en el dolor, una parte víctima de mi personalidad quería ser querida por sufrida y me sobornaba con la facilidad de acceder a las caricias justamente porque estaba pasando un mal momento. En ese momento fue que apareció la hermana Teresa y me mostró lo mejor de su personalidad; ella veía que un día y otro yo me abandonaba al sufrir y ponía cara de cordero degollado para que me mimaran y me trataran bien, cocinándome incluso las comidas que más me gustaban. Ella me observaba como si yo fuera una hormiga o algún otro tipo de insecto digno de estudio, pero un día, en el momento menos pensado, saltó de su inmovilidad y me espetó a la cara que por mi bien y por amor no podía tolerar más esas caras que yo ponía. Que no podía acompañarme en el dolor, en la inmovilidad del dolor, en la petrificación del dolor. Que así, no. Yo nunca había escuchado palabras tan severas ante la manifestación de estos sentimientos de pena. Pero lo que me frenó en mi posible y vana defensa, fue que no me sentí atacado, ninguna parte de mi cuerpo se alteró, ni inició un movimiento de ataque o de repulsa, simplemente me quedé quieto, como un animal al acecho. Esperaba a comprobar cuál era la intención de aquellas palabras. Si había un ataque escondido en ellas, si representaban algún tipo de peligro para mi ser o si se trataba de una amenaza a futuro. Todas estas elucubraciones y cálculos no me servían de nada ante la inmutabilidad de mis tripas que no acusaban golpe alguno.
Así entendí, con mi estómago, que mis parientes me querían y querían lo mejor para mí.
Los miré, quizás con un rostro de azoramiento absoluto, y vi en sus caras que sonreían a la espera de mi reacción, pero todos, incluso el locuaz primo Alberto, me transmitían una sensación de respeto a mí y a mis ritmos. Juro que fue la primera vez en mi vida en que, teniendo una tan corta edad como nueve años, sentí que era una persona mucho mayor. Una persona tomada por el espíritu de la vejez, una vejez atenazadora que me estrangulaba el espíritu y me hacía ver en todo un problema o una amenaza o una dificultad insalvable. Esta frenado, y sentía que mi edad era la de los abuelos amargados y desmemoriados que se cagan encima, reniegan por todo y no saben ni como se llaman. Y sentí eso porque por un momento en lugar de ser simplemente yo mismo, con todo lo que eso suponía, me sentí como alguien sometido a juicio, una persona atrincherada detrás del miedo a la mirada ajena (¡Sartre otra vez! Aunque no lo conocía, ni había oído hablar de él.), entre los ojos de los otros y la pared. Y ese extraño sometimiento de mi persona por parte de los demás, un sometimiento sólo imaginario, puesto que solo se daba dentro de mi mente, me hacía sentir como un animal acorralado, como si a espaldas mías se estuviera fraguando una imagen real acerca de mi persona, una imagen que yo desconocía, un futuro envase para mi personalidad, una versión de mí en la que tendría necesariamente que creer. Un yo que se me estaba imponiendo como un castigo o una obligación y que al aceptarlo me debilitaría, me haría sentir enfermo y griposo, como a punto de caer en cama con fiebre y delirio. Me haría sentir que me traicionaba y que cediendo a las exigencias de los otros empezaba a morir en mi algo muy valioso. Todo yo era una bolsa de miedos que se agitaban como cachorros aprisionados; y a pesar de ello entiendo que mis parientes, cada uno a su manera, y el amigo Juárez, casi de la familia, pusieron todo de sí para que yo no huyera de mí mismo. Quizás ellos mismos no tenían estas palabras en su haber para relatar lo que estaba sucediendo porque estas palabras las aprendía yo con el paso de las décadas para relatar lo que me pasó, pero en definitiva, antes y después de las palabras están los fuertes movimientos emocionales que se suscitaban entre nosotros eran la respuesta a mi pregunta no formulada. ¿Me quieren y me cuidan de una manera beneficiosa para mí? Y la intuición que yo tenía era afirmativa. Cómo supe eso solo mirándolos aquella noche de terrores recónditos y escondidos en el fondo de mi ser, no  lo sé, pero el caso es que lo supe, de un modo misterioso per concluyente y que me decidió a relajarme y adaptarme a las vivencias que se vinieran encima, fueran estas las que fueran.
Como para suavizar los momentos de tensión emocional ambiental, la tía me pidió aquella noche que si quería recogiera los platos y los pusiera dentro de la pileta de la cocina para lavarlos. Ese simple movimiento me sacó de mi ensimismamiento asustadizo y me hizo verlos como personas en lugar de como a unos terroríficos muñecos de cera en un museo.
 No sólo llevé los platos a la pileta de la cocina, además me puse a fregarlos, un poco a modo de agradecimiento por la cena y otro poco para mostrarle que yo quería colaborar y que esa era mi manera por el momento. Ellos me miraban desde la mesa aún dispuesta, la tía seguía sentada y se restregaba las manos como preparándose para futuros momentos deliciosos, mi primo Alberto sonreía de un modo tenue, apenas esbozado y me observaba con curiosidad en la mirada, se movía un poco y acomodaba unos objetos sobre una repisa. En cambio el capataz Juárez sonreía con su enorme y bella sonrisa gardeliana y me miraba, supongo, con la misma comprensión con que miraba a los animales en el campo, sopesando ritmos y tiempos.
Esas eran maneras nuevas de mirar y yo estaba acostumbrado a la manera de mirar de mamá, sobre todo la de mamá; ahora, la vida me brindaba la oportunidad de experimentar otros modos.  
Esta sensación paranoide de que estaban hablando de mí a mis espaldas, de que todo lo que se decía era en el fondo un indirecta, de que todo confluía en el objetivo de influirme y cambiarme a voluntad de ellos, modificar mi sentir y otros propósitos que se me ocurrieron como posibles, se fueron diluyendo detrás de acciones cotidianas sencillas y sin vueltas, como tomar el desayuno. Aprendí, por vez primera en mi vida, a no suponer que, cuando me ofrecían azúcar o más torta, me estaban en realidad ofreciendo o hablándome de otra cosa que yo no pudiera descifrar porque se encontraba escondida en el la caja fuerte de las mentes ajenas. Sobre todo lo entendí mirando los ojos de Teresa que me confirmaba varias veces al día que podía confiar en lo que me estaban diciendo, ella sonreía como si se burlara de mis paranoias y rápidamente mis tribulaciones se disipaban.
En los primeros días tuve que hace un ejercicio enorme de contención y aislamiento, pasaba el momento de locura y me alejaba, cuando lo hacía, Teresa, como si me adivinara el pensamiento, me decía “puedes ir al campo y estarte por donde quieras todo el día, aquí no tienes restricciones, cuando tengas hambre vienes”.
Esas palabras me hacían suponer que ella en realidad quería otra cosa y solo por probarlo yo me fui al campo a la primera de cambio, y me pasé casi cinco horas divagando por los más alejados sitios, me asusté en un par de ocasiones porque algunos animales, no sé si fieras peligrosas o no, se movieron entre el ramaje con gran ruido y estrépito y no supe reaccionar a tiempo. Sólo me dejé invadir por el miedo, un miedo extraño y visceral que no tenía objeto alguno. Nada había en los alrededores que me pudiera ocasionar aquella primaria emoción.
Recuerdo que al fin, harto de caminar en un sentido y otro, sin rumbo alguno, y teniendo una noción muy vaga de por dónde quedaba el camino de regreso a la casa, me tumbé en el suelo sobre una pequeña loma y me estiré a mirar al cielo e intenté no pensar, sino solo entregarme al vaivén agradable de lo que estaba viendo, que era nada menos que el cielo celeste tapado por algunas nubes que eran empujadas levemente por la suave brisa.
Así fue que me quede dormido y soñé que era un enorme pájaro que sobrevolaba el campo y desde allá arriba todo era más suave y llevadero y podía viajar a un sitio en donde yo ya no existía y no existía tampoco ninguno de los que en la estancia compartían su tiempo conmigo sino que habíamos entrado en una suerte de no tiempo o no existencia en la que no importaban nuestras historias personales por extrañas o importantes que fueran u hubieran resultado para nosotros. No importaba nada en absoluto que mi mamá estuviera enferma lejos de mí y que yo no pudiera verla, no importaba en absoluto que teresa hubiera estado cincuenta o más años de su vida entregada a dios para al final claudicar de una manera extraña que la había dejado varada un tiempo en un país llamado “fracaso existencial”, no, no importaba nada la historia de Alberto que se reeditaba cada lunes o cada viernes, y no importaba en absoluto que esa reedición semanal fuera un fiasco humano, no importaba que Juárez se encubriera bajo la bandera del heroísmo patricio, sus antepasados estaban muertos y habían sido olvidados y nadie los iba a traer aquí como una pandilla agresiva para defender a su hombrecito, el peón o capataz Andrés Juárez, no lo iban a defender y no estarían tampoco allí cuando el a su vez enfrentara a la muerte y se doliera por su propio destino, no estarían siquiera cuando llorara de dolor por un martillazo que se dio en el dedo haciendo unas reparaciones en el campo de la tía abuela Teresa. No estaría tampoco mi papá para verme a mí convertido también en una nube que derivaba para aquí y para allá arrastrada por el viento y mutilada en sucesivos empujones hacia el este o el oeste. Nadie mira las nubes. A nadie le importa el destino de las nubes. Así hablaba una voz escondida entre bambalinas y que me susurraba su discurso al oído, en el sueño flotaba encima de un campo, flotaba encima de un río, de una pequeña población, de un mar y de una casa grande que me resultaba conocida. Flotaba sin rumbo hasta que algo sopló con mucha energía y pude entender que una fuerza superior se había introducido en el campo de fuerzas de mi mundo onírico. Una sombra pasó roncando con una grave voz, luego fue un alarido y finalmente un bramido ensordecedor que me hizo llevarme a las orejas mis manos, presa de la alarma.
Fue entonces que un miedo ancestral, visceral y al tiempo neutro como un tajo limpio, me atravesó por completo de arriba a abajo de mi cuerpo y me hizo vibrar con frio y con terror, un terror líquido que me penetraba las venas y me hacía sentir en la sienes una insoportable sensación de estar siendo reventadas literalmente por algún torno metálico y al mismo tiempo se me estaban congelando como si me hubiera caído en el mar Ártico.
Grité y mi propio grito me sacó del onirismo vespertino. No sabía dónde me encontraba y no quería volver a la casa, quería que esto que había sucedido se asentara en el fondo de mi ser y me dejara un seguro regusto de tranquilidad final para poder ir a la casa y hacer frente a las miradas de mis parientes y de mi amigo. 

No hay comentarios: