¿Sería acaso ese modo de vida el que le
permitía casi adivinar lo que yo estaba pensando? Así fue, con esa pregunta,
que me metí de nuevo en la interacción con mis parientes. ¿Cómo puedo hacer tía
Teresa para saber lo que otras personas están pensando?
—
Sabiendo
con honestidad lo que estás pensando tú.
—
Y ¿cómo
voy a hacer para no saber lo que pienso?
—
Teniendo
miedo a tus propios pensamientos.
—
¿Andrés
Juárez le tiene miedo a sus pensamientos?
—
No.
—
El primo
Alberto sí, ¿verdad?
—
No está en
mí la voluntad de afirmarlo porque entonces sólo veré eso en él, pero puedo
saberlo para perdonarme por haber optado por ver eso y solo eso.
—
Y si yo tengo un gran temor ¿cómo sabré que
empiezo a no ver todo lo que puedo ver?
—
Porque en
lugar de ver lo que hay ahí fuera, permanecerás más tiempo mirando fotos fijas
en tu mente de todo lo que temes y ni siquiera existe.
Así fue que volví a mirar todo con mi ojo derecho, para ver cómo se
desarrollaban las cosas antes que verlas fijas, y cada vez que me desviaba de
mi intención, rectificaba mi visión de inmediato. Así fue que empecé a ver a mi
primo Alberto con los ojos de la comprensión. Estábamos sentados a la mesa del
desayuno cuando percibí que se encontraba apenado y que no quería dejar que el
río de la pena se desbordara y causara una inundación en la cocina o en nuestra
vida. Le dije: “Tú tienes pena, primito, y no quieres sentirla”. Él me dijo que
tenía razón pero que era muy difícil su vida ahora como resolverla. Cuando dijo
eso tuve la sensación de que se incrementaba en él un cierto olor agrio y
desagradable, un olor que lo acercaba a la decadencia y a la muerte.
Esa noche soñé que caminaba por una bóveda
oscura de la cual no se conocía la salida y a cierta altura empecé a sentir una
sombra conocida que andaba a mi lado. Un humor de aquella sombra me llegaba
hasta mí como una vibración que me tocaba y me atravesaba con sensaciones
familiares.
Me desperté y me vino a la mente la imagen de
mi tía abuela, pero ella no me resultó una fuente de preocupación, luego me
vino a la mente Andrés Juárez montado en su caballo, y él tampoco corría
peligro alguno, por último apareció Alberto y él continuaba allí moviéndose en
su mundo nebuloso de inestabilidad pero no me transmitía ninguna sensación de
inquietud o temor por su estado general o su situación.
Me dormí y volví a despertarme varias veces en
la noche y me levanté totalmente extenuado, como si hubiera estado practicando
algún tipo agotador de deporte en sueños.
Esa mañana me fui temprano al campo, entraba en
el paisaje como quien se pone un traje conocido, así cada día de todos aquellos
meses, casi un año. Me detuve sólo mucho rato luego de caminar y caminar
intentando comprender el origen de mi desasosiego. Y al detenerme después de
tanto rato tuve la sensación de que me detenía luego de todos aquellos meses
deambulando en un bosque de interrogantes; aquel alto en el camino me produjo
la conciencia densa de que un inmenso cansancio empezaba a desatarse en mi
cuerpo. Como si una máquina grande hubiera parado de pronto en su gigantesco
funcionamiento. Todo el cansancio del mundo cayó sobre mi y atravesó en cascada
todos mis músculos.
Caí al suelo de rodillas y luego me dejé ir de
bruces, y tal como caí, allí me quedé esperando a que algo extraño pasara. Pero
nada pasó que no conociera, entorné los ojos como si fuera a vencerme el enorme
sueño, di una cabezada y al cerrar los ojos por unos cuantos segundos que
parecieron una auténtica eternidad soñé con algo que inmediatamente después
olvidé, de modo que al despertar no pude saber si estaba o no relacionado con
la aparición delante de mi pequeña persona de mi amigo oscuro e imaginario,
quien se ve que al fin pudo sintonizar conmigo otra vez, con su larga sotana
negra y su torpeza al caminar, en cierto momento se le cayó un dedo, que, ni
corto ni perezoso, se agachó y se instaló de nuevo en su sitio.
—
¿Al fin
pudimos sintonizarnos? Costó hacerlo aquí.
—
No era por
el espacio, era el tiempo.
Luego
calló la boca y sólo se deslizó a mi lado como permanente compañero, como loro
metafísico posado en mi hombro. Su antigua posición.
Recorrí el campo en su compañía aquel día y
sentí renacer en mi cuerpo la seguridad y la certeza, acabaron las constantes
preguntas que en su mayor parte guiaban mis pasos pero que en términos
generales me mantenían aprisionado.
Y al llegar a casa, como si todos supieran que
yo volvía a contar con mi amigo para apoyarme en él, parecían estar
revolucionados después de tantos y tantos meses viviendo como en una especie de
sopor o alucinación extraña y quizás en el silencio respecto de la vida que a
mí desde lejos me influía, la vida de mis papás. Alberto estaba inquieto y golpeaba
con el puño en la mesa. Parecía querer refrendar alguna cosa, afianzarse, pero
no lo conseguía. En principio parecían hablar de alguna herencia o de algo
relacionado con una herencia. Eso me asustó y le supuse cierta crueldad al
primo porque pensé que le estaba pidiendo a la tía que regularizara su
situación testamentaria. Todos vamos a morir pero a todos nos gusta vivir de
espaldas a la muerte, como si fuéramos inmortales. Me callé la boca y me hice
el distraído porque sospeché que no era un momento adecuado ni la situación
para expresar curiosidad y menos disconformidad con cualquiera de las opiniones
que llegara a escuchar. No se trata de que me adelantara a ninguna de las
frases que ellos iban pronunciando sino de que estuviera en silencio y en una
actitud vagamente aprobatoria; claro que la presencia de mi amigo era por
momentos incómoda para mí porque tenía la sensación de que él se burlaba de
todo lo que allí se conversaba.
No era la típica situación llamada “el niño no
se tiene que meter en las cosas de los adultos” sino algo quizás un poco más difícil
de comprender porque el niño no podía meterse pero los adultos no estaban
dispuestos a revelar demasiado; aminoraban la aceleración de sus palabras a
medida que se acercaban a zonas al parecer peligrosas o evitables de la
conversación. Hacían circunloquios y emitían extrañas exclamaciones parecidas a
sonidos guturales, con las que me daba la impresión que intentaban opacar
algunos contenidos del diálogo, desviar mi atención de los mismos o lisa y
llanamente anular mi capacidad de comprender el tema del que hablaban.
La ausencia, seguro que sólo momentánea, de
Juárez, se debía con la misma garantía de seguridad a que él no podía escuchar
aquella conversación. Y como el capataz era omnisciente seguro que ya se había percatado
de que no podía estar presente durante la escena; por lo cual seguro estaba un
paso por detrás de la acción principal vaya uno a saber dónde demonios, detrás
de qué bambalina.
Por primera vez en mucho tiempo, tenía la
sensación de estar en mi casa nuevamente; y debido a que se estaba evitando que
yo captara una información que se estaba debatiendo ante mis ojos. Eso no se
hacía aquí en casa de la tía abuela Teresa; hasta hoy. Yo me perdía en la
mirada de uno y en la del otro buscando respuestas pero ellos estaban absortos
el uno en el otro, en lo que preguntaría en la siguiente intervención, en lo
que le respondería a su vez en la siguiente intervención. Se encontraban algo
fanatizados u obsesivos.
Volvía a sentirme abandonado por los adultos,
encerrado en mi jaula de silencio, no podía esperar de ellos atención y en el
momento en que esto me sucedía venía mi negro amigo a visitarme. No podía
esperar nada nuevo de lo que viniera a continuación, ya estaba viendo que se
volvía a configurar la vida monótona de siempre. Yo afuera del circuito de la
comunicación; extraño a todo. Me sentía mareado y confuso. No quería volver a
aquello.
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