Se ve que yo estaba poseído con carácter
crónico sobre el alcance todopoderoso de mis capacidades de comunicación en
este y otros mundos, en esta y otras dimensiones. No había ningún ser o ente,
por extraño que parezca en su aspecto o en su modo de comunicarse, fuera del
alcance de mi antena. Estuviera donde estuviera me llegaba la onda de cualquier
amigo procedente de cualquier galaxia y si el caso era mi propia madre, por
lejos que se encontrara con su mente en otras zonas inaccesibles de la
realidad, más temprano que tarde yo podía llegar a sintonizar con ella. Esto
constituía el motivo principal de mis discusiones con mamá y la enfermera, una
señora muy convencida de sus capacidades parciales y privadas y el modo en que
las aplicaba. Nadie me quería dejar al lado de mi mamá, sin embargo me exigían
el amor incondicional hacia ella; yo no podía amarla sin impotencia,
frustración y rabia, si no me la dejaban ver y aunque amarla implicara la
visión de una imagen suya excesivamente deteriorada, no me importaba nada. No
era un amor malsano ni un amor que se pudiera ver afectado, según expresión de
mi papá, por la visión de imágenes espantosas; era un amor que estaba más allá
de cualquier imagen desagradable.
Al fin, yo era un niño, un niño implacable que
no se daba por vencido ante ningún desafío y continuaba allí, al pie del cañón,
junto a la cama de mamá, mirándola atentamente en todos sus movimientos y
preguntando a cada segundo si necesitaba algo si podía ayudarla, si me escuchaba
para poder contarle una historia, una historia que la ayudara en el trance y le
recordara que yo estaba allí a su lado y que velaba por ella, que la quería.
Miraba sus ojos con embeleso, detenimiento y
constancia infinita. Le preguntaba a sus ojos con los míos, Seguía su mirada
con la mía y establecía lo que creía un diálogo de miradas, aunque en el fondo
sabía que su mirada estaba fría y dura y quieta y que aquel ser cariñoso que
habitaba dentro de su cuerpo estaba emprendiendo un viaje en el cual yo no
tenía participación ni entendimiento y por lo tanto no podía seguirla ni acompañarla. El viaje que emprenden los seres
cuando se enfría su mirada y a todas luces ya no están. Pero yo sabía que mamá
todavía estaba y que estaría un tiempo y confundía a veces mi deseo con lo que
realmente estaba viendo; papá y la enfermera aquella eran dos seres más bien
pesimistas que muchas veces fruncían los labios dando a entender que no
acababan de confiar en las posibilidades de sobrevivencia de mi madre. Ver
aquel gesto me dolía y me debilitaba de un modo máximo, me derrotaba para todo
esfuerzo y para todo animo entusiasta, me caía dentro de mí mismo y la caída
era extensa y profunda y vertiginosa. Me caía sin fin dentro de mí mismo en una
oscuridad triste que hasta ese año no había conocido. A veces le susurraba “mamá,
mamá, yo sé que me estás escuchando”. Pero esa afirmación no me salvaba del
abismo y de las dudas tremendas que me tenían preso. Era más una afirmación
cuya veracidad yo deseaba creer que la realidad de lo que sucedía. Mamá estaba
en otros mundos. Cuando me enojaba de verdad con contundencia y enérgica
violencia pasaba por diferentes estados, en los cuales por momentos me sentía
omnipotente y creía de verdad que podría revivirla como Jesucristo a Lázaro y
en otros momentos me arrepentía mucho de todas las bobadas que llegaba a creer
y renegaba rompiendo objetos a mi paso en la casa y en mi habitación y me decía
a mí mismo que nunca, nunca más me encariñaría con alguien porque las personas
mueren. Llegué a sentirme profundamente traicionado por la ausencia de mi
madre, no estaba viva pero no estaba muerta y estaba en un limbo de inacción en
el cual sólo se encontraba para perjudicarme, para joderme literalmente, solo
por romper un poco los huevos. La acusaba de estar en ese estado sólo por
molestarme. Recuerdo mis diálogos a su lado, pretendidos diálogos
evidentemente, “mamá, yo sé que puedes oírme, yo sé que me estás oyendo, si
esto lo haces para perjudicarme porque alguna vez te dañé, por favor, te pido
que reconsideres todo otra vez y que…” Y así horas y horas, me grabé en el
cerebro un disco rayado que hoy día si quisiera podría repetirlo con absoluta
comodidad y hasta con exactitud. Las palabras y sobre todo el tono en que eran
pronunciadas, ese tono me infundía una borrachera emocional penosa de la cual
era casi imposible evadirse, me cercaba como una jauría de perros y me iba
arrinconando en una estado inevitable hasta que por fuerza del sonido de mi
propia voz caís exhausto de emociones negativas y hundía mi cara contra el
cobertor de la cama de mamá, hundía ahí mi cara y dejaba que las lágrimas se
secaran, respiraba las pelusas de aquella ropa de cama y dejaba que me
invadiera el aroma dela cama de mamá y el aroma de mamá, un aroma que parecía
ir desvaneciéndose junto con toda ella, su espíritu se volatilizaba y muy pronto,
si no lograba olerla, tampoco podría sentir que ella estaba presente, no quería
pronunciar una frase ridícula que había escuchado en las telenovelas y que
venía a decir “no me dejes” o “no te vayas”; sentía que si las pronunciaba
empezaría de alguna manera misteriosa y malsana a empujarla un poco hacia fuera
de este mundo y no quería sentirme criminal de mi madre. En aquella habitación,
de la cual, por suerte, un día salí para no volver nunca más, aprendí el miedo
a muchas palabras y a muchas frases, palabras y frases cargadas de profecía y
que me sumieron en más y más trabajo para el futuro, trabajo para desencantarme
de sus maleficios, desasirme de sus terrores.
Iba a tener que aprender a pronunciar muchas
palabras y frases, en el futuro, libres de un sinfín de emociones atenazadoras.
Me tenían que despegar, literalmente, muchas
noches, de la cama e mi madre, arrancarme del último sitio donde hubiera dejado
apoyado mi rostro contra la cobija. Y lo peor se venía encima si en el momento
de desasirme de su manta se les ocurría hablarme a la vez, brindarme un
discurso moralizante o algo por el estilo, esto desataba a todas las furias en
mi interior y comenzaba a patear y a dar desgarradores aullidos, insoportables
para los oídos de papá y la enfermera.
La agitación desesperada de la que era
repentinamente presa me asfixiaba y al mismo tiempo me impelía con una fuerza
sobrehumana a rebelarme chillando a más no poder hasta lograr desesperar
también a todos los que estaban bajo el mismo techo e incluso a algunos
vecinos. A cambio, su respuesta progresiva como una escalada militar fue una
cada vez más aguda preocupación por mí y por mi salud emocional y física. “Me
preocupa mi hijo”, pronunciaba toda la tradición de automatismos verbales de mi
papá a quien quisiera oírlo, y a mí me desquiciaba esa frase, llegué a odiarla
con todo mi corazón. ¿Por qué tenía que preocuparse por mí de palabra? ¿Por qué
no me abrazaba y me transmitía de ese modo una certeza que viniera de la
sangre? Le habría dicho estas palabras y le habría hecho estas preguntas si
hubiera estado a mi alcance, pero sólo era una sensación sin palabras y no
lograba articularlo como ahora lo hago. El resultado era cada vez más y más
impotencia, porque mi papá era un animal de palabras.
Cuando uno conoce, con el tiempo, a varios
animales de palabras, se da cuenta de que lo peor no es que manifiesten
verbalmente la preocupación en torno a un tema o acerca de una persona, lo
peor, cuando esas palabras llegan a pronunciarse, aún está por venir. Lo peor
aparece en escena cuando el animal de palabras se decide y dice a continuación
que se va a entregar a la tarea de encontrar una solución. Una solución para su
preocupación, no para su aparente origen. Pero lo más extraño e hiperbólico es
que la solución se aplica en el supuesto origen; en este caso: yo.
Yo me lo temía y de alguna manera lo intuía
desde mucho tiempo antes que fuera pronunciada la temible frase.
Había decidido enviarme a pasar una temporada
con unas tías al campo, bien lejos de casa; aquello representaba para mí un castigo
equivalente a arrancarme la piel a tiras. Sin embargo, a papá le parecía lo más
natural del mundo. No diré nada de la enfermera que parecía aprobarlo todo;
mientras procedieran, las decisiones, de mi padre.
Esa arbitraria decisión me alteró, haciéndome
oscilar entre la ira y la triste decepción; no sabía bien, bien, si romper todos
los muebles de la casa a patadas o dejarme abatir por la depresión. Y al mismo
tiempo que tendía querer desahogarme con un arranque de profunda ira visceral,
me frenaba porque un pensamiento me decía que esa reacción sólo haría que
precipitar la decisión que había tomado respecto de mi pequeña persona. Me
encontraba, en consecuencia, en una especie de inamovible jaque. Inmovilizado
por el temor y para ahuyentar el temor, también inmovilizado.
De esa situación no puede salir nada positivo.
Acumulé, viviendo de ese horrible modo durante
meses, un rencor agudo pero a la vez continuo contra mi padre; empecé a echarle
la culpa, no sólo de lo que en ese momento sucedía en nuestras vidas, sino de
todo lo pasado, que realmente desconocía en su mayor parte pero que me lo inventaba
al efecto de hacerle caer encima toda la culpa universal. Pasé a considerarlo
un sujeto indigno de todo punto de vista y nuestra relación se resintió por mi
parte durante muchísimo tiempo.
No nos hablábamos casi, y esto no era mayor
obstáculo para mí. Creo que para él sí llego a significar un motivo de
incomodidad continua, dolor y enojosa molestia. Lo intentaba conmigo una mañana
y otra, a la hora del desayuno, al mediodía, a la hora de comer, cuando me
llevaba al colegio —algo que antes no hacía— cuando me encontraba haciendo los
deberes escolares. A toda hora mi padre parecía un hombre adulto instigado por
algún tipo de terapeuta o psicólogo con buena voluntad que le sugiriera
fórmulas verbales anodinas cuando estúpidas y vulgares; todo lo procedente de
mi papá empecé a considerarlo de este modo. Y aunque eso debería haberme dolido
un poco, logré que eso no sucediera, inmunizándome así ante sus extravagantes
intentos de congratularse conmigo. Lo mantenía a raya con mis silencios o con
parcas palabras neutrales referidas a las tareas y acciones propias de la casa,
indicaciones o frases formales y a veces burocráticas, frías en todos los
casos.
Construimos durante ese tiempo un hogar frío y
sin sentimientos en el cual papá sí podía sobrevivir pero no yo; por eso, y
aunque durante años me negué a reconocerlo, la marcha significó para mí una
renovación de mi experiencia cotidiana, volviéndola más viva y vibrante, mas
colorida, más animada y sobre todo más intensa. Pero nada de eso acepté ver; y
cuando un corazoncito se cierra y no quiere experimentar pasa algo muy raro y
contradictorio; y es que se quiera o no se experimenta igualmente, pero la
negación como un freno está allí puesta como un candado en un portal y no hay
quién pueda abrirlo, se mantiene sellado a rajatabla y por mucho que te
intenten convencer de lo contrario, no lo lograrán. Es dolor pero se disfraza
de fortaleza, es fortaleza pero hecha de pura fragilidad; es una fragilidad,
pero no te hace fuerte sino que te debilita, te debilita de continuo como si te
comiera los glóbulos rojos pero te convence de que en realidad te está haciendo
más fuerte que nunca antes. Te hace sentir débil al fin, de golpe o en cuotas,
y te engaña para que pienses que eso sólo es el resultado de la fragilidad; y
te lo crees, con lo cual te conviertes en tonto, y siendo ignorante frente a tu
propio estado, te crees sin embargo dueño absoluto del conocimiento sobre ti mismo.
Te ignoras entonces, pero crees saberlo todo; no tienes solución, entonces,
porque no puedes conocerla. Pero conociendo otros estados, alterados realmente,
de los cuales no puedes evadirte, no conoces nada en realidad porque esos
estados no son el conocimiento. Te diriges entonces con ese saber acerca de ti en
busca de respuestas pero nada puedes encontrar porque en donde te encuentras no
existe la respuesta porque no existe la sabiduría solo el dolor inconsciente de
sí.
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