miércoles, 26 de marzo de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 6. Entrada 9





Se ve que yo estaba poseído con carácter crónico sobre el alcance todopoderoso de mis capacidades de comunicación en este y otros mundos, en esta y otras dimensiones. No había ningún ser o ente, por extraño que parezca en su aspecto o en su modo de comunicarse, fuera del alcance de mi antena. Estuviera donde estuviera me llegaba la onda de cualquier amigo procedente de cualquier galaxia y si el caso era mi propia madre, por lejos que se encontrara con su mente en otras zonas inaccesibles de la realidad, más temprano que tarde yo podía llegar a sintonizar con ella. Esto constituía el motivo principal de mis discusiones con mamá y la enfermera, una señora muy convencida de sus capacidades parciales y privadas y el modo en que las aplicaba. Nadie me quería dejar al lado de mi mamá, sin embargo me exigían el amor incondicional hacia ella; yo no podía amarla sin impotencia, frustración y rabia, si no me la dejaban ver y aunque amarla implicara la visión de una imagen suya excesivamente deteriorada, no me importaba nada. No era un amor malsano ni un amor que se pudiera ver afectado, según expresión de mi papá, por la visión de imágenes espantosas; era un amor que estaba más allá de cualquier imagen desagradable.
Al fin, yo era un niño, un niño implacable que no se daba por vencido ante ningún desafío y continuaba allí, al pie del cañón, junto a la cama de mamá, mirándola atentamente en todos sus movimientos y preguntando a cada segundo si necesitaba algo si podía ayudarla, si me escuchaba para poder contarle una historia, una historia que la ayudara en el trance y le recordara que yo estaba allí a su lado y que velaba por ella, que la quería.
Miraba sus ojos con embeleso, detenimiento y constancia infinita. Le preguntaba a sus ojos con los míos, Seguía su mirada con la mía y establecía lo que creía un diálogo de miradas, aunque en el fondo sabía que su mirada estaba fría y dura y quieta y que aquel ser cariñoso que habitaba dentro de su cuerpo estaba emprendiendo un viaje en el cual yo no tenía participación ni entendimiento y por lo tanto no podía seguirla  ni acompañarla. El viaje que emprenden los seres cuando se enfría su mirada y a todas luces ya no están. Pero yo sabía que mamá todavía estaba y que estaría un tiempo y confundía a veces mi deseo con lo que realmente estaba viendo; papá y la enfermera aquella eran dos seres más bien pesimistas que muchas veces fruncían los labios dando a entender que no acababan de confiar en las posibilidades de sobrevivencia de mi madre. Ver aquel gesto me dolía y me debilitaba de un modo máximo, me derrotaba para todo esfuerzo y para todo animo entusiasta, me caía dentro de mí mismo y la caída era extensa y profunda y vertiginosa. Me caía sin fin dentro de mí mismo en una oscuridad triste que hasta ese año no había conocido. A veces le susurraba “mamá, mamá, yo sé que me estás escuchando”. Pero esa afirmación no me salvaba del abismo y de las dudas tremendas que me tenían preso. Era más una afirmación cuya veracidad yo deseaba creer que la realidad de lo que sucedía. Mamá estaba en otros mundos. Cuando me enojaba de verdad con contundencia y enérgica violencia pasaba por diferentes estados, en los cuales por momentos me sentía omnipotente y creía de verdad que podría revivirla como Jesucristo a Lázaro y en otros momentos me arrepentía mucho de todas las bobadas que llegaba a creer y renegaba rompiendo objetos a mi paso en la casa y en mi habitación y me decía a mí mismo que nunca, nunca más me encariñaría con alguien porque las personas mueren. Llegué a sentirme profundamente traicionado por la ausencia de mi madre, no estaba viva pero no estaba muerta y estaba en un limbo de inacción en el cual sólo se encontraba para perjudicarme, para joderme literalmente, solo por romper un poco los huevos. La acusaba de estar en ese estado sólo por molestarme. Recuerdo mis diálogos a su lado, pretendidos diálogos evidentemente, “mamá, yo sé que puedes oírme, yo sé que me estás oyendo, si esto lo haces para perjudicarme porque alguna vez te dañé, por favor, te pido que reconsideres todo otra vez y que…” Y así horas y horas, me grabé en el cerebro un disco rayado que hoy día si quisiera podría repetirlo con absoluta comodidad y hasta con exactitud. Las palabras y sobre todo el tono en que eran pronunciadas, ese tono me infundía una borrachera emocional penosa de la cual era casi imposible evadirse, me cercaba como una jauría de perros y me iba arrinconando en una estado inevitable hasta que por fuerza del sonido de mi propia voz caís exhausto de emociones negativas y hundía mi cara contra el cobertor de la cama de mamá, hundía ahí mi cara y dejaba que las lágrimas se secaran, respiraba las pelusas de aquella ropa de cama y dejaba que me invadiera el aroma dela cama de mamá y el aroma de mamá, un aroma que parecía ir desvaneciéndose junto con toda ella, su espíritu se volatilizaba y muy pronto, si no lograba olerla, tampoco podría sentir que ella estaba presente, no quería pronunciar una frase ridícula que había escuchado en las telenovelas y que venía a decir “no me dejes” o “no te vayas”; sentía que si las pronunciaba empezaría de alguna manera misteriosa y malsana a empujarla un poco hacia fuera de este mundo y no quería sentirme criminal de mi madre. En aquella habitación, de la cual, por suerte, un día salí para no volver nunca más, aprendí el miedo a muchas palabras y a muchas frases, palabras y frases cargadas de profecía y que me sumieron en más y más trabajo para el futuro, trabajo para desencantarme de sus maleficios, desasirme de sus terrores.
Iba a tener que aprender a pronunciar muchas palabras y frases, en el futuro, libres de un sinfín de emociones atenazadoras.
Me tenían que despegar, literalmente, muchas noches, de la cama e mi madre, arrancarme del último sitio donde hubiera dejado apoyado mi rostro contra la cobija. Y lo peor se venía encima si en el momento de desasirme de su manta se les ocurría hablarme a la vez, brindarme un discurso moralizante o algo por el estilo, esto desataba a todas las furias en mi interior y comenzaba a patear y a dar desgarradores aullidos, insoportables para los oídos de papá y la enfermera.
La agitación desesperada de la que era repentinamente presa me asfixiaba y al mismo tiempo me impelía con una fuerza sobrehumana a rebelarme chillando a más no poder hasta lograr desesperar también a todos los que estaban bajo el mismo techo e incluso a algunos vecinos. A cambio, su respuesta progresiva como una escalada militar fue una cada vez más aguda preocupación por mí y por mi salud emocional y física. “Me preocupa mi hijo”, pronunciaba toda la tradición de automatismos verbales de mi papá a quien quisiera oírlo, y a mí me desquiciaba esa frase, llegué a odiarla con todo mi corazón. ¿Por qué tenía que preocuparse por mí de palabra? ¿Por qué no me abrazaba y me transmitía de ese modo una certeza que viniera de la sangre? Le habría dicho estas palabras y le habría hecho estas preguntas si hubiera estado a mi alcance, pero sólo era una sensación sin palabras y no lograba articularlo como ahora lo hago. El resultado era cada vez más y más impotencia, porque mi papá era un animal de palabras.
Cuando uno conoce, con el tiempo, a varios animales de palabras, se da cuenta de que lo peor no es que manifiesten verbalmente la preocupación en torno a un tema o acerca de una persona, lo peor, cuando esas palabras llegan a pronunciarse, aún está por venir. Lo peor aparece en escena cuando el animal de palabras se decide y dice a continuación que se va a entregar a la tarea de encontrar una solución. Una solución para su preocupación, no para su aparente origen. Pero lo más extraño e hiperbólico es que la solución se aplica en el supuesto origen; en este caso: yo.
Yo me lo temía y de alguna manera lo intuía desde mucho tiempo antes que fuera pronunciada la temible frase.
Había decidido enviarme a pasar una temporada con unas tías al campo, bien lejos de casa; aquello representaba para mí un castigo equivalente a arrancarme la piel a tiras. Sin embargo, a papá le parecía lo más natural del mundo. No diré nada de la enfermera que parecía aprobarlo todo; mientras procedieran, las decisiones, de mi padre.
Esa arbitraria decisión me alteró, haciéndome oscilar entre la ira y la triste decepción; no sabía bien, bien, si romper todos los muebles de la casa a patadas o dejarme abatir por la depresión. Y al mismo tiempo que tendía querer desahogarme con un arranque de profunda ira visceral, me frenaba porque un pensamiento me decía que esa reacción sólo haría que precipitar la decisión que había tomado respecto de mi pequeña persona. Me encontraba, en consecuencia, en una especie de inamovible jaque. Inmovilizado por el temor y para ahuyentar el temor, también inmovilizado.
De esa situación no puede salir nada positivo.
Acumulé, viviendo de ese horrible modo durante meses, un rencor agudo pero a la vez continuo contra mi padre; empecé a echarle la culpa, no sólo de lo que en ese momento sucedía en nuestras vidas, sino de todo lo pasado, que realmente desconocía en su mayor parte pero que me lo inventaba al efecto de hacerle caer encima toda la culpa universal. Pasé a considerarlo un sujeto indigno de todo punto de vista y nuestra relación se resintió por mi parte durante muchísimo tiempo.
No nos hablábamos casi, y esto no era mayor obstáculo para mí. Creo que para él sí llego a significar un motivo de incomodidad continua, dolor y enojosa molestia. Lo intentaba conmigo una mañana y otra, a la hora del desayuno, al mediodía, a la hora de comer, cuando me llevaba al colegio —algo que antes no hacía— cuando me encontraba haciendo los deberes escolares. A toda hora mi padre parecía un hombre adulto instigado por algún tipo de terapeuta o psicólogo con buena voluntad que le sugiriera fórmulas verbales anodinas cuando estúpidas y vulgares; todo lo procedente de mi papá empecé a considerarlo de este modo. Y aunque eso debería haberme dolido un poco, logré que eso no sucediera, inmunizándome así ante sus extravagantes intentos de congratularse conmigo. Lo mantenía a raya con mis silencios o con parcas palabras neutrales referidas a las tareas y acciones propias de la casa, indicaciones o frases formales y a veces burocráticas, frías en todos los casos.
Construimos durante ese tiempo un hogar frío y sin sentimientos en el cual papá sí podía sobrevivir pero no yo; por eso, y aunque durante años me negué a reconocerlo, la marcha significó para mí una renovación de mi experiencia cotidiana, volviéndola más viva y vibrante, mas colorida, más animada y sobre todo más intensa. Pero nada de eso acepté ver; y cuando un corazoncito se cierra y no quiere experimentar pasa algo muy raro y contradictorio; y es que se quiera o no se experimenta igualmente, pero la negación como un freno está allí puesta como un candado en un portal y no hay quién pueda abrirlo, se mantiene sellado a rajatabla y por mucho que te intenten convencer de lo contrario, no lo lograrán. Es dolor pero se disfraza de fortaleza, es fortaleza pero hecha de pura fragilidad; es una fragilidad, pero no te hace fuerte sino que te debilita, te debilita de continuo como si te comiera los glóbulos rojos pero te convence de que en realidad te está haciendo más fuerte que nunca antes. Te hace sentir débil al fin, de golpe o en cuotas, y te engaña para que pienses que eso sólo es el resultado de la fragilidad; y te lo crees, con lo cual te conviertes en tonto, y siendo ignorante frente a tu propio estado, te crees sin embargo dueño absoluto del conocimiento sobre ti mismo. Te ignoras entonces, pero crees saberlo todo; no tienes solución, entonces, porque no puedes conocerla. Pero conociendo otros estados, alterados realmente, de los cuales no puedes evadirte, no conoces nada en realidad porque esos estados no son el conocimiento. Te diriges entonces con ese saber acerca de ti en busca de respuestas pero nada puedes encontrar porque en donde te encuentras no existe la respuesta porque no existe la sabiduría solo el dolor inconsciente de sí.

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