El impulso que atravesó mi cuerpo
como una vibrante descarga de electricidad me hizo dar un brinco y
quedar sentado casi sin pensarlo ni un segundo; mi impulso era de cariño,
deseaba compartir con mi amigo la alegría al volver a verlo por aquí, en mi
casa, pero de inmediato volvieron a mi todos los recuerdos de los pasados días
en que según yo creía lo había espantado comportándome quizás como un pesado y
logrando así agobiarlo lo suficiente como para que emprendiera la huida o más
bien el alejamiento respecto de mi inquietante y molesta persona. Me dolía
resultar molesto, nada podía ofenderme más que esa opinión; opinión que por
otra parte nadie había vertido acerca de mí, ni en mis oídos ni en un jarro con
agua o seco, pero que de todos modos me rondaba como un mosquito buscando dónde
exactamente darme el picotazo definitivo que me causara una roncha imborrable.
Guardé entonces el silencio que creí necesario para no arruinar el
pastel; y esperé a ver qué me decía, pero mi amigo continuó allí a los pies de
la cama, como un vagabundo intergaláctico, acomodándose su capota sin darse por
enterado de mi presencia y mirándose una y otra el aspecto de arriba abajo con
el mismo prurito de perfección que una madame ante el espejo pero sin la
necesaria meticulosidad que aplicaría una chica al efecto. Sacudía el polvo
celestial en medio de mi habitación pero esto a mí no me importaba mayormente
porque observaba que ese polvo se diseminaba en la atmósfera según podía ver
pero no llegaba a contaminar ni irritar mi aparato olfativo, con lo que supuse
que estaba siendo extraído de la habitación mediante algún artilugio misterioso
y energético que enviaba toda esa contaminación en dirección de algún aparato
absorbente que se lo llevaba al confín de la galaxia. Esto me tranquilizó
porque no tendría que explicar ante mi familia ningún tipo de suciedad
ambiental de origen desconocido.
Me estuve preguntando durante un
larguísimo rato si me escucharía, y elaboré dos hipótesis: una era que padecía
de sordera y la otra era que se encontraba en una dimensión paralela desde la
cual se comunicaba de a ratos pero que en materia de sonido les hacía falta un
buen técnico especialista en esa área: o perdían la señal o bien no existía tal
señal. Pensar esto me arañó causándome daño en el corazón porque recordé
nuevamente que igual no le importaba nada en absoluto de mi persona.
Con el objetivo de no ahondar más en mi propio dolor, decidí cambiar de
actitud y me quedé suavemente recostado en mi cama mirándolo hacer sus extraños
movimientos. Calculando cómo haría en el futuro para llevar una relación con
él, como me comunicaría y sobre todo qué haría cuando me encontrara en
circunstancias como esta, para la cual no tenía respuesta posible ni aprendida.
Él continuaba acicalándose, o algo parecido, y parecía tener algún
dispositivo encendido que lo condenaba a aquella tarea a perpetuidad, como un
motor de movimiento perpetuo que se hubiera puesto en marcha en su persona. Un disco
rayado. Un fallo sistémico que volvía a presentarse una y otra vez hasta que
alguien lo reparara. Grité, sólo por hacer una prueba de sonido: ¿¡Quieres
parar!?
Pero no hubo respuesta alguna, me causó risa, recordándome a los gorilas
y otros monos grandes del zoológico espulgándose meticulosamente ante el
público sin mirarlo en absoluto y deteniendo pensativamente por momentos su
actividad para saborear alguna pulguita. Momento en el cual parecían mirar al
público con cierta curiosidad y desde el fondo de esa curiosidad a veces surgía
un impulso mal sano de ataque que se manifestaba en la impotencia de detrás de
la jaula y el encierro insuperable con golpes en el suelo y amenazas con el
brazo en alto y unos rugidos roncos y furiosos.
Esto mismo parecía hacer mi amigo desde aquel lugar de encierro que era
su dimensión propia. Sólo que no había amenazado a nadie todavía. Sólo se
limitaba a mirar con su cara vacía y oscura y transmitía de un modo misterioso
esa curiosidad o falta total de entendimiento acerca de lo que sucedía de este
lado, el lado humano de la existencia.
Con el paso de los días me acostumbré a esta mecánica casi de aparato
tecnológico; yo lo miraba como si se tratara de una película que tenía en
pantalla continuamente. Sabía que estaba ahí, sabía que no me contestaba,
aunque sospechaba que un día sí me contestaría, al comienzo me mantenía muy
atento a ver si esa respuesta se producía, luego me adapté a las inalterables
circunstancias y le encontré incluso cierta gracia. Aquel gran gorila del
espacio estaba allí para revelarme algo y no se podría ir sin decírmelo, o sea
que quien estaba atrapado por su misión era él y no yo, este pensamiento me
llenaba de serenidad y me permitía aguardar el momento en que necesariamente se
comunicaría conmigo.
Mi madre me hacía preguntas por esos días sobre mi estado de ánimo,
sobre mi salud, sobre mis intereses futuros, y todo este renovado interés me
hizo pensar que mi madre sospechaba o veía algo, quizás me había oído hablando
solo, o habría presenciado alguno de esos momentos en que me venció la
desesperación y le dirigí una larga perorata a mi amigo imaginario
inquiriéndolo para que me hablara.
Eran momentos esos en los que cualquiera que me observara me vería
dirigiéndome de gesto y palabra a una cierta zona vacía de nuestra casa desde
la cual para los ojos humanos nadie podría jamás responderme.
La vida en esos primeros tiempos
con mi patoso, sordo y torpe amigo del medioevo galáctico fue básicamente
silenciosa e inquietante para mí.
Ya estaba profundamente convencido de que nunca escucharía su voz aparte
de aquellas veces en que me pareció o aluciné oír sus mensajes de un modo más
bien telepático, cuando un día al llegar a casa del colegio escuchaba un gran
alboroto dentro del cuarto de herramientas de mi papá en el garaje —un lugar
preferido por mi amigo oscuros y silencioso—, estaba revolviendo con bastante
agresividad y ruido los hierros que allí tenía bajo la forma de herramientas mi
papá y parecía que volcaba al suelo cuanto se encontraba a su paso mientras
gruñía y parecía mantener una discusión con alguien.
Sentí el rubor que subía a mi cara al tiempo que miré a mamá en busca de
una impresión suya, pero me encontré que ella sonreía, como si se encontrara al
tanto de todo lo referido a mi amigo imaginario y los ruidos que estaba
produciendo en el garaje.
Entonces, dejando mis útiles del colegio sobre la mesa de la cocina
corrí a aquel cuarto de herramientas a comprobar el estropicio. Sin embargo mi
asombro fue grande al ver que mientras yo veía un desastre, mi mamá se había
acercado por detrás y apoyaba su mano cariñosamente en mi nuca mientras me
preguntaba qué es lo que miraba con tanta atención. Que mamá no lo viera me
provocaba irritación y frustración, puesto que yo estaba seguro de que ella
lo veía.
Y esta irritación subió al ver como mi amigo imaginario se giraba, me
miraba directamente a los ojos y luego a ella y decía “Finges no verme pero me
ves claramente”. Yo miré entonces enseguida a mamá y me pareció adivinar un
ligero rubor que ella con palabras entrecortadas y nerviosas intentó disimular,
conduciéndome de regreso a la cocina para merendar.
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