martes, 25 de marzo de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 5. Entrada 6.

Desde la profundidad de aquel abismo, yo vigilaba a perpetuidad los ojos de mi madre. A toda hora, como si tuviera un largo cable invisible de conexión con su mirada, yo no dejaba ni por un segundo —o así me lo parecía— de observar, evaluar y calibrar el posible significado de sus miradas y sobre todo si sus miradas se comunicaban con las de mi amigo imaginario. Llegué a ver el mundo y mi propia experiencia a través de sus ojos. Hubo, incluso, días en que mirando el horizonte, la playa, la montaña, me descubría a mí mismo, de pronto, asaltado por la duda sobre quién estaba mirando a través de mis ojos.
¿Quién está mirando ahora a través de tus ojos?
Creo que todas las personas deberían hacerse esta pregunta fundamental que logra reubicarte en la realidad de la existencia humana; una pregunta que logra reubicarte con más seguridad en el punto exacto que está haciendo la sangre de tu sangre a través de la historia y de ti mismo.
¿Te has parado a preguntarte si realmente eres tú, eso que has acabado creando como un “tú”, el que está mirando a través de tu mirada? Y si pudieras realmente afirmar con cierto grado de consistencia que eres realmente tú quien mira desde allí, ¿podrías discernir, dentro de ese “tú”, qué partes son de verdad tuyas y qué partes en realidad tú crees que son tuyas, pero han sido instaladas allí por la tradición, por un momento de orgullo por un miedo antiguo que hizo a alguien huir apresuradamente de una ciudad en llamas?  
En esos días comencé a abismarme por vez primera en mi vida en pensamientos profundos y dilemáticos sobre la identidad y sobre la realidad de todo eso que veía ahí fuera, pero no lo hacía como puede hacerlo un filósofo adulto, mayor de edad y con capacidad para auto-sustentarse a sí mismo y a una familia, no, lo hacía en cierto modo pre-verbal basado en las sensaciones de certeza o de falta de la misma. M encontraba de pronto apoyado en el borde de la azotea de mi casa, el muro que me separaba del vacío, observaba a mis vecinos trajinar allá abajo, agitarse, discutir, mal entenderse, y de pronto, por ejemplo, sentía un vértigo, un mareo total que abarcaba todo mi cuerpo y mi espíritu, y que me sustraía a una observación tranquila, empezaba a pensar que todo aquel ajetreo que abajo se presenciaba era inútil y absurdo y que de nada valía y que muy probablemente era la repetición rara de una discusión antigua producida en otra ciudad sin ley y sin aceras y sin máquinas de afeitar, sin un idioma muy probablemente.
Y  en ese momento, quien estuviera cerca de mi persona podía presenciar cómo me echaba atrás, me recostaba en el suelo en una parte fresca y exclamaba “¡Vivir sin un idioma! ¡Sí, eso debe ser impresionante! ¡Un mundo de sonidos viscerales y sensaciones!” Y a continuación me quedaba extasiado, tumbado en el suelo, presa de ese supuesto pero fuertemente sentido mundo sin idioma y permitiendo que la vivencia de ese mundo posible fuera tomando posesión de todas las células de mi cuerpo hasta derrotar por completo a mis capacidades de raciocinio, en primera instancia, y de vigilia, en el momento culminante. Luego, mamá me encontraba acostado en el suelo del terrado sin saber qué respuesta tener ante mis desvanecimientos positivos y extáticos. Me llevaba en sus brazos a mi habitación, otras veces me arrastraba o me despertaba y me guiaba en mi somnoliento y malhumorado camino. Y cuando despertaba horas más tarde o al día siguiente, no lograba discernir los últimos mensajes que recibía en sueños, si hacían referencia a algo mío y de mi familiar o estaban hablando de otras personas extrañas y otras familias desconocidas.
En todos los momentos, dentro y fuera del sueño, cuando yo lograba confirmarme en mi existencia y veía a mi madre, buscaba sus ojos para confirmar mi identidad, para saber de mí y de mi destino.
Yo no conocía aún a Sartre y no conocía su famosa frase de que el infierno está o es la mirada de los otros, pero puedo afirmar que si lo hubiera sabido en esa época habría estado totalmente de acuerdo con él en que eso era su verdad, nada más que la suya, pero le habría agradecido de inmediato por el hecho de llamar la atención a la humanidad sobre la importancia de la mirada en la creación de una personalidad y en la creación más extraña y compleja de una suerte de autoafirmación interior, que absurdamente sólo parece interior porque como pretendo dejar esclarecido sólo surge del exterior, de esa mirada preciosa y maravillosa de la mamá que va por el mundo mirando su propio sueño misterioso y desconocido y que yo como hijo pretendo seguir paso a paso y aprehenderla dentro de mí y de todas las moléculas de mi cuerpo y de mi espíritu para que no pueda en ningún caso ser o ver de otro modo, para poder convertirme en el esclavo total del amor que mira con los ojos de la otra persona y que llega a identificarse con ellos de tal manera que le resultan como una segunda piel indiscernible de la propia piel originaria.
Quiero mirar con tus ojos, susurraba yo al paso de mamá ante la puerta de mi habitación por el pasillo en dirección a la sala. Y algo en ella despertaba y se agitaba porque muchas veces se detenía y me decía que me quería, y que no pensara cosas raras porque ella tenía una capacidad extraña de oír mis pensamientos, y al cavar de decir eso reía y su risa sonaba como unos preciosos cascabelitos que me acariciaban y me regalaban aún más y más ternura, tanta que me hacía llorar de amor. Ámame, mamá, para que pueda sentir este dolorcito tenue y agradable en el pecho y así exhalar todo el amor que llevo dentro.
Dame tus ojos para que pueda amar con tu misma intensidad.
¡Pero, si tú ya tienes mis ojos! La oía exclamar en la noche onírica.

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