Desde la profundidad de aquel abismo, yo
vigilaba a perpetuidad los ojos de mi madre. A toda hora, como si tuviera un
largo cable invisible de conexión con su mirada, yo no dejaba ni por un segundo
—o así me lo parecía— de observar, evaluar y calibrar el posible significado de
sus miradas y sobre todo si sus miradas se comunicaban con las de mi amigo
imaginario. Llegué a ver el mundo y mi propia experiencia a través de sus ojos.
Hubo, incluso, días en que mirando el horizonte, la playa, la montaña, me
descubría a mí mismo, de pronto, asaltado por la duda sobre quién estaba
mirando a través de mis ojos.
¿Quién está mirando ahora a través de tus ojos?
Creo que todas las personas deberían hacerse
esta pregunta fundamental que logra reubicarte en la realidad de la existencia
humana; una pregunta que logra reubicarte con más seguridad en el punto exacto
que está haciendo la sangre de tu sangre a través de la historia y de ti mismo.
¿Te has parado a preguntarte si realmente eres
tú, eso que has acabado creando como un “tú”, el que está mirando a través de
tu mirada? Y si pudieras realmente afirmar con cierto grado de consistencia que
eres realmente tú quien mira desde allí, ¿podrías discernir, dentro de ese
“tú”, qué partes son de verdad tuyas y qué partes en realidad tú crees que son
tuyas, pero han sido instaladas allí por la tradición, por un momento de
orgullo por un miedo antiguo que hizo a alguien huir apresuradamente de una
ciudad en llamas?
En esos días comencé a abismarme por vez
primera en mi vida en pensamientos profundos y dilemáticos sobre la identidad y
sobre la realidad de todo eso que veía ahí fuera, pero no lo hacía como puede
hacerlo un filósofo adulto, mayor de edad y con capacidad para auto-sustentarse
a sí mismo y a una familia, no, lo hacía en cierto modo pre-verbal basado en
las sensaciones de certeza o de falta de la misma. M encontraba de pronto
apoyado en el borde de la azotea de mi casa, el muro que me separaba del vacío,
observaba a mis vecinos trajinar allá abajo, agitarse, discutir, mal
entenderse, y de pronto, por ejemplo, sentía un vértigo, un mareo total que
abarcaba todo mi cuerpo y mi espíritu, y que me sustraía a una observación
tranquila, empezaba a pensar que todo aquel ajetreo que abajo se presenciaba
era inútil y absurdo y que de nada valía y que muy probablemente era la
repetición rara de una discusión antigua producida en otra ciudad sin ley y sin
aceras y sin máquinas de afeitar, sin un idioma muy probablemente.
Y en ese
momento, quien estuviera cerca de mi persona podía presenciar cómo me echaba
atrás, me recostaba en el suelo en una parte fresca y exclamaba “¡Vivir sin un
idioma! ¡Sí, eso debe ser impresionante! ¡Un mundo de sonidos viscerales y
sensaciones!” Y a continuación me quedaba extasiado, tumbado en el suelo, presa
de ese supuesto pero fuertemente sentido mundo sin idioma y permitiendo que la vivencia
de ese mundo posible fuera tomando posesión de todas las células de mi cuerpo
hasta derrotar por completo a mis capacidades de raciocinio, en primera
instancia, y de vigilia, en el momento culminante. Luego, mamá me encontraba
acostado en el suelo del terrado sin saber qué respuesta tener ante mis
desvanecimientos positivos y extáticos. Me llevaba en sus brazos a mi
habitación, otras veces me arrastraba o me despertaba y me guiaba en mi
somnoliento y malhumorado camino. Y cuando despertaba horas más tarde o al día
siguiente, no lograba discernir los últimos mensajes que recibía en sueños, si
hacían referencia a algo mío y de mi familiar o estaban hablando de otras
personas extrañas y otras familias desconocidas.
En todos los momentos, dentro y fuera del
sueño, cuando yo lograba confirmarme en mi existencia y veía a mi madre,
buscaba sus ojos para confirmar mi identidad, para saber de mí y de mi destino.
Yo no conocía aún a Sartre y no conocía su
famosa frase de que el infierno está o es la mirada de los otros, pero puedo
afirmar que si lo hubiera sabido en esa época habría estado totalmente de
acuerdo con él en que eso era su verdad, nada más que la suya, pero le habría
agradecido de inmediato por el hecho de llamar la atención a la humanidad sobre
la importancia de la mirada en la creación de una personalidad y en la creación
más extraña y compleja de una suerte de autoafirmación interior, que
absurdamente sólo parece interior porque como pretendo dejar esclarecido sólo
surge del exterior, de esa mirada preciosa y maravillosa de la mamá que va por
el mundo mirando su propio sueño misterioso y desconocido y que yo como hijo
pretendo seguir paso a paso y aprehenderla dentro de mí y de todas las
moléculas de mi cuerpo y de mi espíritu para que no pueda en ningún caso ser o
ver de otro modo, para poder convertirme en el esclavo total del amor que mira
con los ojos de la otra persona y que llega a identificarse con ellos de tal
manera que le resultan como una segunda piel indiscernible de la propia piel
originaria.
Quiero mirar con tus ojos, susurraba yo al paso
de mamá ante la puerta de mi habitación por el pasillo en dirección a la sala.
Y algo en ella despertaba y se agitaba porque muchas veces se detenía y me
decía que me quería, y que no pensara cosas raras porque ella tenía una
capacidad extraña de oír mis pensamientos, y al cavar de decir eso reía y su
risa sonaba como unos preciosos cascabelitos que me acariciaban y me regalaban
aún más y más ternura, tanta que me hacía llorar de amor. Ámame, mamá, para que
pueda sentir este dolorcito tenue y agradable en el pecho y así exhalar todo el
amor que llevo dentro.
Dame tus ojos para que pueda amar con tu misma
intensidad.
¡Pero, si tú ya tienes mis ojos! La oía
exclamar en la noche onírica.
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