Los ojos de mi madre
solían ser portadores de mensajes transparentes para mí; era muy extraño y
difícil que yo me perdiera algún mensaje o que no llegara a comprenderlo, no
había secretos para mí detrás de los portales de su mirada, por eso ahora
entraba en una desequilibrante zona de duda, puesto que no entendía realmente
lo que estaba sucediendo, la pasmosa seguridad de que ella estaba viendo a mi
alborotado amigo era de una contundencia clara a mi modo de ver. Aquella
presencia, hasta el momento amistosa, se convertir de pronto en una cierta amenaza emocional. No me quería
a mí, quería más a mi madre, yo no le interesaba: celos, rivalidad, molestia,
frustración, rabia, todo en uno.
Me enfrenté a mamá: ¿tú que ves ahí?
“Nada”, respondió de
manera asaz convincente, pero en mí ya estaba clavada en profundidad la quemante
y mordiente duda. “¿Segura?”, insistía, y al hacerlo sólo lograba cansarla una
y otra vez. Me convertí en esos días en un chico pesado y molesto que estaba
todo el tiempo cansándola con sus preguntas. ¿Cuál podría ser el motivo de que
se presentara en mi vida un amigo imaginario energético y extraño procedente de
quién sabe qué universo o dimensión paralela, totalmente inofensivo pero
ruidoso, torpe, sucio y parco en palabras y que, puesto a desbaratar el cuarto
de herramientas de mi padre, mi madre, viéndolo claramente e inquirida con
claras palabras por aquel ser, se decidiera, ella, sin embargo, a mentirme
diciendo que no lo veía?
No tenía sentido.
Si ella no me
respondía, me dirigía de inmediato a mi amigo a continuar agotándolo a él. De
este modo logré que me hiciera caso y me acompañara en mis juegos. Se sumó
asimismo el hecho de que mamá viéndome tan obsesionado se abocó a la tarea de encontrarme
todo tipo de tareas, juegos y entrenamientos o paseos multitudinarios que me
volvieran un ser social o más bien debería decir gregario, compulsivamente
gregario; algo que no cuadraba ni en la personalidad de mi mamá ni en la de mi
papá, puesto que ambos realmente pasaban la mayor parte del tiempo en casa
juntos o separados y cultivaban poco el trato con las multitudes. Es decir que
todo este movimiento en favor de mi socialización masiva no tenía, a mi
entender, mucho significado. Me inscribieron en aquellos días en una asociación
de índole cristiano destinada a la promoción de la actividad física casi
constante y a la absorción de ciertos valores. ¡Mediante la movilización
general y básicamente física de mi cuerpo a lo largo de casi todo el día!
¿Cómo me van a entrar
valores, mamá, haciendo flexiones o corriendo a conquistar la bandera del ejército
contrario en un juego de guerra sin cuartel?
Y, en caso de que esos
valores “me entren”, como decían allí, en la asociación cristiana, ¿por dónde
me van a entrar, mamá, y de qué manera y cómo sabré que tengo esos valores
alojados, en el hígado, por ejemplo?
Y, ¿para qué necesito
que “me entren” valores?
Estas y otras
preguntas, desbarataban las posibles argumentaciones de mi mamá.
De este modo además yo
iba socavando la voluntad inquebrantable que ella tenía de que yo concurriera a
aquel sitio tan agitado, y mientras iba demoliendo su decisión me divertía
dentro de lo posible, en compañía de mi amigo, quien, ante tanta agitación,
pareció salir del muermo en que se encontraba y rompiendo sus propias reglas se
vino conmigo a aprender a luchar guerras medioevales y también a ayudarme en
las clases de tenis, unas clases incomprensibles para mí. Me hacían correr tras
la pelota enviada por el contrincante imaginario, en realidad una máquina, con
una pelota apretada en mi axila, y no me permitían extender mi brazo más allá
de cierta distancia del tronco. Parecía un entrenamiento para lograr el
objetivo de calzarse un corsé corporal femenino. Imposible para mí, y estaba en
eso de la imposibilidad cuando vi a mi amigo salir de su letargo y lanzarse
detrás de una pelota lanzada por la máquina y agarrándola de un modo invisible
para todos los presentes —otros aburridos aunque algo histéricos alumnos y dos
profesores proactivos hasta un grado colindante con demencia obsesiva, parecía
radios imposibles de apagar, el silencio no era su virtud— desvió su trayectoria
e hizo que la bola esquivara todo tipo de obstáculos imaginarios y cayera poco
menos que en bandeja en el pleno centro de mi raqueta inmóvil.
La exclamación que
solté me sorprendió incluso a mí; a los presentes les pasó inadvertida, dado
que se habían quedado ya boquiabiertos al ver que la bola hacía todo tipo de
evoluciones extrañas, circulares y en espiral, guiada por la mano realmente
invisible de mi amigo.
¡Gracias!
¡Eso es un amigo!
Al decir aquello, por
primera vez vi cómo aquel ser se detenía en un movimiento, se giraba y me
miraba directamente, casi se podría decir, en caso de poder verla, que la
mirada que mantenía oculta, apenas adivinada en el fondo de su capucha, me
había destinado algo de cálida comprensión y alegría ante mi euforia.
Más que nuestras
miradas, fueron nuestros espíritus los que se cruzaron, los que estuvieron de
acuerdo en que pasábamos a formar una suerte de asociación firme y de
colaboración mutua.
Aquella tarde, luego
del entrenamiento individual con la máquina, los profesores tuvieron la loca
idea de ponernos a jugar partidas de tenis a un set, demás está decir que vencí
en todas las que me tocó participar, y que en todos los casos, mis compañeros y
los dos profesores se quedaron totalmente atolondrados al ver aquella extraña
magia cósmica que intervenía en las locas carreras favorables que emprendían
las bolas que yo lanzaba y también en las que me eran lanzadas.
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