El mero hecho de calibrar a mi nuevo amigo como
un potencial aliado en el desconocido mundo —para mí, en tanto niño, el mundo y
las personas resultaban desconocidas y siguen resultándolo igualmente— hizo que me detuviera en mis ataques a su integridad
psíquica o incluso física —me arrepentí del codazo que le propiné— y me
dedicara a practicar la diplomacia de acercamiento con el nuevo habitante de mi
casa. Toda la impresión daba de que se quedaría en nuestras vidas por largo
tiempo, y me daba la sensación de que traía mensajes importantes para mí,
mensajes que me ayudarían a descifrar para qué demonios había venido yo a dar
con mis huesos y mi pequeño cuerpito a aquel hogar divertido y desvencijado a
la vez, cómico y desolado, ridículo pero lleno de sabiduría, una sabiduría rara,
obtenida con ademán cansino. Realmente me convenía la parquedad de mi
acompañante dado que iba a hablarle bien poco y mucho menos delante de mis
padres.
Por primera vez en mi escaso tiempo de vida me
volvía algo elitista y prefería el egoísmo del uso individual antes que el
compartir indiscriminado, aquel amigo era decididamente para mí y para nadie
más; esto me permitiría, entre otras cosas útiles e interesantes, poseer en
exclusividad un consejero personal que me hiciera salir de las situaciones por
inverosímiles que estas resultaran.
Convencido de esto comencé a interrogar a mi
amigo nada más quedarme a solas con él. Le pregunté si podía soplarme al oído
las respuestas en los exámenes del colegio; no es que necesitara esa utilidad
en concreto pero creí que de este modo entraría en el “modo” “niño-normal” y
que así le caería en gracia o al menos propiciaría su locuacidad. Pero me miró
con su oscura e inescrutable cara envuelta en aquella capucha de monje poco
dado a utilizar desodorante axilar. Esta extraña indiferencia —no suelo dejar indiferente a nadie— comenzó a
irritarme, entonces aquel extraño ser hizo por primera vez ante mis ojos un
gesto de desdén y poderío que me molestó y me hizo sentir admiración. Se levantó
de donde estaba sentado, aunque sentado sea nomás un decir porque nunca supe si
estaba sentado o suavemente encogido dentro de su gran sotana con capucha. Al
hacer lo que yo llamo “levantarse” pareció extenderse en vertical bastantes
centímetros, aunque pudiera ser que yo, dada mi corta edad, lo viera en la
realidad y luego en el recuerdo más alto de lo que realmente podía llegar a
ser, y lo digo así por de verdad parecía tener la capacidad de alargarse. Y eso
fue lo que hizo, mientras sacudía su capa-sotana y dando un giro airado de
mosquetero o de súper héroe se giró sobre sí mismo y se alejó con contundente
garbo. Me produjo la desestabilizante impresión de que mis preguntas le
parecían tontas e inútiles. Esa noche estuve pateando la cama y la almohada en
la oscuridad insomne de mi habitación intentando en vano calcular cómo podía
hacer para que ese ser volviera y me dirigiera la palabra de un modo amable y
que me hiciera sentir nuevamente mi autoestima por completo.
Así estaba, dando patadas al azar y resoplando
de fastidio en la oscuridad, cuando a cierta hora, que ni sé cuál fue, pude oír
aquel inconfundible sonido raspado y crujiente de hojas secas resquebrajándose
y batiéndose en ventolera muy cerca de mi oreja. Saltar fue mi primer impulso y
lanzarme también, en medio de la oscuridad y el movimiento de un cuerpo o
varios cuerpos en el corazón de la oscuridad, hacia el interruptor de la luz en
busca de la precisión de su cuerpo gigante y rectilíneo vestido de oscuro cuero
resquebrajado. En lugar de eso, cierto punto de astucia que no se me perdió,
por suerte, me hizo detenerme y aguardar, dejar ahora que se manifestara.
Estuve aguardando a oscuras mucho rato, no sé
cuánto, hasta que pude definir con claridad que aquel ser estaba sentado a un
lado de mi cama a la izquierda y no sé por qué pensé que se encontraba cruzado
de piernas, además estaba seguro de que me veía en la oscuridad.
Me decidí a quedarme allí, quieto y callado, y dejarle
el protagonismo a la hora de tomar la palabra. Creía en esta como en la mejor
de las opciones; avanzada la noche y agotado por mis propias cavilaciones me sobresalté
al escuchar que me dirigía cierto mensaje pronunciado con claras palabras de mi
idioma —una de mis mayores inquietudes era saber qué idioma usaba para
comunicarse, llegué a pensar que si hablaba el lenguaje de alguna provincia galáctica
lejana y no tenía traductor instalado en su cerebro, como lo había visto en
algunas películas, mi aventura tendría una deriva tropezada y gris—; aquel
mensaje llegó a mis oídos como una lluvia de arena que se me metía dentro y me
hacía cierto daño con su presencia en las intimidades de mi cráneo.
—Yo no tengo muchas luces para eso —dijo,
arrastrando esas palabras y presentándolas a la vez como cadáveres de pájaros
recién casados, todos juntos atados con una cuerda por las patitas.
— ¿Qué? ¿Qué?
Esto fue todo lo que atiné a decir y mientras
lo decía sentí la boca y la garganta secas, me incorporé para beber agua y me
levanté, pero en ese momento ya sabía que el ser se había marchado, ya tenía
experiencia con estos seres, y encendí la luz, con la única duda de si lo había
soñado o había hablado realmente con él; llegando a la conclusión de que no
había realmente ninguna diferencia en este caso, a esa hora y en esa circunstancia
que se produce cuando uno emerge de las aguas poco cristalinas del sueño.
Así fue que decidí algo importante; me levanté,
bebí mi agua, me mojé la cara, volví a la cama, me senté allí y me aboqué a
mirar, sin enfocar realmente la mirada en nada, hacia un lado, a la puerta del
ropero, sin pensar en nada en concreto, dejando que las aguas removidas de mi
cerebro y de mis ideas se asentaran nuevamente.
Lo más llamativo e importante de esta
revelación era que “eso” sobre lo cual mi amigo “no tenía muchas luces” no era
algo que yo conociera pero dentro de mi cuerpo sí sabía a base de sensaciones
de qué me estaba hablando. Este modo de comunicarse conmigo se convirtió a
partir de ese momento en el modo más habitual; yo recibía en mi cuerpo la
sensación que me confirmaba en las certezas.
Aquella noche me costó volver a dormirme porque
me quedé mucho rato pensando y dándole vueltas a eso de lo que me había hablado
el amigo imaginario. Y al fin me dormí como solía hacerlo, cayendo en el sueño
como de golpe adentro de un pozo. A la mañana siguiente mi madre detectó en mi
rostro los rastros del mal dormir, lo sé porque me preguntó acerca de lo que me
pasaba, si había dormido bien, si había alguna cosa en el colegio que me
preocupara, etc. Pero por suerte su celo no se extremó más allá de estas
preguntas, no indagó hasta el final, se contuvo en ese nivel de superficialidad
que tanto me ha beneficiado en algunos momentos.
Después de esa ocasión no tuve noticias de mi amigo
en casi una semana, andaba yo mustio y angustiado, pensando que ya no lo volvería
a ver y sintiendo que había desperdiciado la mejor oportunidad que se me había
presentado de comunicarme con un ser realmente excepcional. Empecé a adelgazar
y a mostrarme inquieto y preocupado; mi madre se percató de ello e hizo varios
intentos de entrar en mi corazón obteniendo en todos los casos una negativa y
un fracaso continuo.
Subía yo a la azotea de mi casa y tiraba
piedras contra los tejados vecinos, acabé rompiendo algunas tejas a varios y
todos venían a quejarse a mi padre, quien no podía comprender qué estaba pasando
y se veía desbordado mientras iba soltando el dinero para subvenir a los daños
ocasionados en los techos al alcance de mis pedradas. Sentía yo una inmensa rebeldía
ante las fuerzas desconocidas, que me habían mostrado un dulce y ahora me lo
quitaban de la boca, ya había dejado con el correr de los días de inculparme y
estaba decidido a probar métodos diversos para recuperar la comunicación con
aquel extraño ser. Probé de todo y en diferentes estados de ánimo, rebelde, agresivo,
violento, amargado, rabioso, amable, simpático, pero en ningún caso estaba en
paz. Era como si quisiera recuperar algo muy mío, muy de mi interior y que se
me escapara por los pelos. Pasé una semana que no deseaba por nada en el mundo
volver a repetir, amargado era el sabor de fondo en todo esto. Amargado y
frustrado. Con fugaces conatos de rebelión impotente, siempre impotente.
Recuerdo claramente el día que me di por
vencido y me calmé porque acepté volver a jugar a juego tonto en el cual no
entraba desde hacía mucho tiempo, jugué al niñito pequeño que refugia su
cabecita en el regazo de su mamá. Jugué a empequeñecerme para que me consolaran
y así olvidar mi intensa y dura frustración interior; me olvidé de mi deseo y
esa voluntad de olvidar me resultaba dolorosa pero aun así la mantenía porque
tenía la convicción de que lo contrario —desear con más intensidad si cabe— era
incluso peor. Se ve que mi padre algo le preguntó a mi padre porque un día la
oí responder con un tono misterioso y vagamente comprensivo supongo que hacia
mí, y lo que le decía a papá era:
—Cosas…
Yo me consolaba experimentando la sensación
de que esas “cosas…” que mi madre sugería, eran realmente cosas muy importantes
y tanto lo eran que no podía compartirlas con los demás integrantes de mi
familia. Mi dolor era elitista de algún modo, y lo era tanto que no se atrevía
siquiera a llamarse a sí mismo por ese nombre. Ese elitismo me llevaba a
considerar que mi familia era poco digna realmente de conocer lo que a mí me
pasaba porque no estaban preparados para tomar conocimiento sobre las altas
instancias espirituales o inter-dimensionales con las que yo me comunicaba de
manera natural. En esa actitud estaba, pero esa actitud la verdad es que me
destruía, me causaba dolor, como si llevara una dentadura postiza de esas de
plástico que se ponían los niños de mi barrio, de Drácula, que al rato de
llevarla de duelen las encías y sientes que se están cuarteando como si les
pasaras un cuchillo. No podía más, estaba cansado de mí mismo pero no podía
confesar lo que me pasaba por nada del mundo. Sentía que en ello me iba la
vida, como que me jugaba algo muy preciado. Y aguantaba a como fuera.
Al final de aquellos días aciagos caí con
fiebre en la cama y comenzaba a delirar, me pasaba horas y horas sin fin acostado,
durmiendo y soñando con paisajes extraños, geométricos y que me producían un lacerante
vértigo.
Estaba de alguna manera en mi salsa, porque
esos estados me divertían sobremanera y me aportaban mucho material imaginativo
para mis monólogos constantes, para mis conversaciones con mis amiguitos y
también para mis cuentos que yo no escribía pero que mantenía vivos de manera
constante dentro de mi cajita pensadora; en concreto, en el departamento de imágenes.
Departamento donde pasaba un tiempo sin medida enteramente mío y en el cual
disfrutaba como si estuviera en un parque infantil de juegos, a cual más
divertido. En una de esas subidas y bajadas en la montaña rusa de las emociones
y las alteraciones físicas, mientras me asaba en la parrilla de la fiebre, pude
ver en la velocidad de mi tránsito onírico cómo se asomaba mi oscuro amigo
silencioso vestido con aquellas ropas de cuero medioeval, ajadas y agresivas. Al
verlo, el vértigo se intensificó en mí y sé que agite los brazos como si
quisiera agarrarlo y darle un abrazo y esa agitación se ve que produjo un sacudón
dentro de mi sueño, lo perdí de vista por un instante y giraba mi cabeza
trescientos sesenta grados para rastrearlo con mis ojos, como si yo fuera un
muñeco de plástico, cuando escuché claramente que me decía “no vine por ti”. Y
esa frase me decepcionó, sentí que se estaba despidiendo de mi persona, que yo
no era digno de aquel personaje y que se largaba de mi vida para siempre,
abandonándome en el desierto de la vida normal. No quería eso. Me rebelaba ante
ello. Quería gritar y despotricar contra los seres de la imaginación que no
tenían la suficiente capacidad para distinguir a un ser humano interesante como
yo de otro vulgar. Sentí entonces que mis mandíbulas rompían la tenaza que las
retenían, cobraban cierto brío y estaban hasta dispuestas a gritar para abrir
todas las puertas del misterio. Comenzó entonces aquel grito deslumbrante y cerrajero,
y se interrumpió al despertar empapado en sudor y lleno mi cuerpo aún de la
violencia que experimentaba en la escena onírica.
Mi amigo estaba sentado de piernas cruzadas a
los pies de mi cama.
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