Iba en el tren viendo cómo el campo se alejaba
en dirección contraria, campo, campo, campo, una vaca, campo, campo, campo, una
vaca, un arbusto, campo, campo, campo, una vaca, sol, calor, desolación, una
casa en el horizonte, un hilito de humo que ponía su rúbrica en el cielo, la sospecha
de la pobreza, del malestar, más campo, cielo infinito, nubes que delatan al
viento con veloz movimiento, a lo lejos una sombra, que más tarde o más
temprano nos tragará como un túnel, un túnel imposible en la llanura infinita
de nuestro país. Absorbía con los ojos el paisaje y de este modo vaciaba todas
las imágenes desagradables que se me habían quedado incrustadas en las retinas
en los últimos días. Me entregaba a este ejercicio de la mente como quien se
queda flotando sobre el agua, sin ton ni son, dejándose acariciar por la luz
solar y sostener por la masa de agua bajo el propio cuerpo. De a ratos
intentaba sentir la presencia de mi amigo imaginario a mi lado, pero no lo
conseguía. Cada vez que fracasaba en este intento de mi percepción me volvía
otra vez a mirar por la ventanilla en movimiento, solo quería ser ojos, como
una neutral cámara de registro, sin historia y sin persona detrás, dentro de
los ojos, en las cámaras de mi memoria. Empecé entonces a repetirme una y otra
vez que no era nadie, que no existía, que no estaba allí, que sólo era aquello
verde que veía, y aquello blanco y negro y marrón que veía. Sólo era lo que
veía; de este modo digamos que me hipnotizaba a mí mismo y me mantenía en un
cierto estado de ajenidad, de extrañeza respecto de mí mismo. Un estado deseado
cuando lo que quería era no saber nada de nada acerca de mi persona y lo que a
ella le sucediera.
No lo sabía aún, pero este iba a resultar el
método más adecuado que encontré para aislarme de mi entorno y dejar atrás las
preocupaciones más inmediatas, un estado, realmente de transición, como luego
averiguaría; desde el cual saltar, como desde un trampolín, en busca de nuevos
parajes anímicos con mayor alegría y entusiasmo para mi espíritu. Empezaba a
desarrollar recursos extraños para un niño de mi edad, entonces tenía siete
años, Y en dos años más acabaría consolidando estos nuevos aprendizajes, estas
nuevas maneras de colocarme en el medio de la selva de experiencias que me
familia me prodigaba y hacer a partir de aquello algo más o menos llevadero. Colocaba
en mi mente sobre el fondo colorido del paisaje interminable las caras
conocidas y también las caras desconocidas, para verlas con aquellos halos
distorsivos que me permitieran pensar en torno a esas personas que había en mi
vida lo que realmente me diera la gana y no lo que yo suponía que estaba
obligado a percibir y pensar. Incluso cuando pensaba mal de alguien, como era,
en ese momento, el caso de mi papá, yo sentía el pensamiento aquel y la emoción
aledaña, como una obligación, como si me hubiera hecho algo tan terrible que
quedara cancelada cualquier otra opción; tenía que pensar mal y mantenerme
enquistado en su contra. La obligatoriedad del mal. En esos momentos no me era
posible quererlo y la falta de amor era de un tipo tan agudo que no podía
suponer ninguna alternativa. Tenía un padre absolutamente detestable y por
suerte se le había ocurrido tomar aquella decisión que a mí me conducía a una
vida anodina en el medio del campo y a él lo ponía a salvo de mi rechazo
vengativo. Sentía con tal fuerza mis sensaciones de animadversión contra las
personas, que, a veces, me daba la sensación de que las mataba con el
pensamiento, y en el colmo de la omnipotencia imaginaria, creía que podía
ponerlos a salvo del poder de mi mente con alejarme de ellos. Eso era lo que
estaba sucediendo con mi padre; él se estaba poniendo a salvo de la muerte
segura gracias a su irrazonable decisión de alejarme de su vida.
Así que entonces y para poder mantener a todos
los seres queridos y a los momentáneamente odiados, campo, campo, campo, vaca,
campo, vuelve la monotonía, campo, campo, campo, blanco y negro y marrón, nos
mantenemos de este lado de la vida.
Aparte de revisor interesado en mi destino
final, durante el viaje a través del campo, campo, se sentó delante de mí durante
muchos kilómetros, una vieja llena de lana negra por todas partes envolviéndola
y muchas bolsas con distintas hierbas y otras cosas que no pude discernir.
Campo y campo en bolsas llevaba la vieja a todas partes, una colección de
muestras de momentos de su vida, de todas las vidas del campo.
Otro rato largo estuvo allí una mujer más joven
con una nena extremadamente inquieta que quería jugar conmigo y enseguida se
dio cuenta de que era un antipático y me abandonó como compañero de juegos por
inútil.
Luego vino al vagón un perro abandonado o con
pinta de estar abandonado, que no sé exactamente de dónde salió y se estuvo mirándome
fijamente durante muchos kilómetros y luego durante otra cantidad enorme de
kilómetros miro por encima de mi hombro izquierdo, como si detrás de mí y a esa
altura hubiera un loro o un búho o un ángel, en todo caso algún ser comestible
para aquel flaco animal.
En cierto momento el perro se cansó y se largó
a recorrer otra vez el tren, sólo mucho rato más tarde me pareció oírlo en un
andén de una de las muchas estaciones en que se detuvo en convoy y en el
momento de arrancar me pareció que lo veía pasar corriendo y agitado por la
plataforma del andén.
Nos alejamos de esa estación y de su perro
también, como de las muchas estaciones con y sin animales domésticos que
pasamos previamente y continuamos en aquel largo y aburrido viaje de campo,
campo, parecido a la vida.
Hacia el final se sentó delante de mí un
caballero muy atildado que leía un periódico doblado a lo largo y mantenido
entre sus manos como una gruesa caña de pescar, practicaba la lectura cilíndrica.
Leía en curva el señor y usaba para eso unos lentes bastante gruesos que más se
parecían a un telescopio que a unos aumentos de lectura.
Todo esto pasaba ante mi aislada mirada y no me
afectaba, lo miraba como quien mira a una película que no lo emociona e intentaba
al mismo tiempo adelantarme un poco hacia el futuro e imaginar cómo sería mi
nueva vida en el campo, campo alternado con blanco y con negro vaca.
Miraba
de vez en cuando entre vaca y vaca los huecos en busca de mi amigo imaginario,
lo imaginaba muy gracioso queriendo frenar la embestida de uno de aquellos
locos animales desmandados. No lo encontraba, y me preguntaba cuándo volvería a
verlo, y dónde se encontraría en aquel momento, pero no continuaba pensando
porque la larga serie de asociaciones mentales que hacían referencia a él,
acababan conduciéndome al lecho de mi madre.
Cuando al cabo de un tiempo que me pareció dos
siglos enteros llegamos al destino, no final para mí, estuve pateando mi
equipaje en dirección a la puerta y luego le arreé suficientes patadas para
conducirlo a su debido momento en veloz caída gravitatoria hacia el suelo del
andén de la estación. Lugar donde planté la maleta a modo de asiento y
sentándome encima de ella me quedé una vez más mirando el horizonte, en ese
caso, el campo debajo de la gigantesca techumbre metálica de la secular
estación algo destartalada. Sólo un poco destartalada debido a que concurrían a
aquella zona muchos turistas; de otro modo habría caído en la desgracia del
abandono total, con su seguidilla de mal olor y progresiva destrucción de las
instalaciones. El destino final de todo mueble citadino caído en desgracia por
la ausencia de personas que lo doten de vida.
Allí, en mi inalterable papel de niño, sentado
encima de mi valija miraba el paisaje desparramado a mi alrededor, ni una vaca
a la vista, ruido leve de dos trenes estacionados y la gente pululando a su
alrededor contra el colchón de silencio de la tarde campestre —el mar estaba
suficientemente lejos para que no se oyera su constante y demoledor martilleo abatiéndose una y otra vez contra la
espalda del continente.
No me sentía heroico, me sentía banal y quizás
azaroso, en el sentido de que todo lo que pasaba y la interpretación que yo le
daba eran simplemente albures inconsecuentes; podría ser aquello y todo lo
opuesto y a mí me daría igual; quizás ese era el resultado de mi entrenamiento
de horas en el arte de convertirme solo en una mirada que observa el paisaje.
Me arrancó al fin de estas elucubraciones otra
vez el revisor, quien se mostraba especialmente protector de mi persona —pensé por un momento
que quizás era un agente pagado por mi padre, todo lo que tenía que ver con mi
padre me parecía procedente de un estado enemigo en guerra abierta contra mí.
Me dijo que el campo era infinito y que los
pensamientos se volvían del mismo modo mirándolo, o algo parecido. Yo no le
presté demasiada atención; sentía, respecto de aquel revisor y hacia todos
aquellos que demostraran ocuparse en exceso de mi persona, un rechazo
instintivo, los consideraba unos entrometidos en lo que no les importaba.
Continué en consecuencia mirando hacia el
horizonte intentando así que el revisor se fuera de mi lado y ya no me hablara
más con sus esmeradas palabras de protección. Empezaba a sentirme empalagado
con su verborrea insípida y atenta.
Me quedé entonces mirando hacia el horizonte de
vacas negras y blancas, y marrones.
Hacia el verde campo. Hacia la cuadrícula de azul celeste del cielo detrás de
una vaca, de dos vacas, de ninguna vaca por momentos. Como si al retomar el
contacto con la tierra y alejarme del movimiento perpetuo del tren, la tierra
misma se hubiera esmerado en recordarme mi enojo y me obligaba en cierto modo a
vivir en ese estado. Una monja me esperaba en una casa desconocida, austera o
lujosa, casa de ricos, según me indicaban los ojos del revisor, loco de ganas
de rendirse ante la autoridad social, volverse servil por un rato.
Caí en la cuenta de pronto que a alguien
tendría que preguntarle la localización y los horarios de camión de Echeverry.
Y esta duda la satisfice nada más y nada menos que con nuestro amigo el
revisor, loco de contento al poder exhibir su carácter servicial.
El camón de Echeverry paraba justo en la puerta
de la estación, pero faltaban unas seis horas, si era puntual, para que
llegara.
Pero ¿cómo podía tardar casi tanto como lo que
yo mismo tardé viniendo desde la capital del país? Una locura incomprensible.
Decían que Echeverry era gordo, que era lento
mentalmente, que reía todo el rato como disculpándose por sus continuos,
necesarios, inevitables errores de conducción y de puntualidad. Decían que Echeverry
escupía al hablar porque le faltaban unos cuantos dientes. Que chocaba en el
camino contra algún que otro árbol un día sí y otro también y que al hacerlo
reía sin parar, como si hubiera cometido la mayor de las gracias. Decían que
Echeverry se había criado en el campo en una finca abandonada y que él la había
cuidado en compañía de una mujer boba como él, lerda y sin inteligencia
aplicable, risueña y simpática solo para los que se sienten obligados a
encontrarle cualidades positivas y un alma a cualquier planta.
Oyendo estas lamentables opiniones, sin poder
detenerlas en la boca de los hablantes gratuitos, me estuve todas aquellas
horas esperando la llegada de aquel hombre que a esa altura se me aparecía como
un loco inútil que vivía sólo porque el aire es gratis. Un loco capaz de matarnos
en cualquier vuelta del camino sin experimentar culpa ni responsabilidad y
salir al tiempo riéndose a carcajadas de la bestialidad que había cometido. Imaginaba
su risa casi mefistofélica y al tiempo sosa y boba, de retardado asesino por
inconsciencia. Pensaba entonces que el destino a veces está en manos
efectivamente de un idiota con el cerebro de una vaca que ríe mientras conduce
entre campo, campo, campo, y vacas negras, blancas y marrones.
Un campo que ya piensa por sí mismo, absorto en
su propia observación, y unas vacas negras, blancas y marrones que ríen sin
dientes salpicando repugnante saliva, que conducen a veces camiones de
transporte.
Campo, campo, campo.
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