El día que me fui de casa tenía siete años de
edad, me fui sin saber si volvería o no y la excusa que me daba mi padre para
echarme de su lado era la mejor y más loable que podía haber aprobado
cualquier heraldo de la moral y de las buenas costumbres y cualquier estado
decidido a hacer cumplir las normas con el disfraz de las buenas intenciones.
Papá quedaba de este modo como el más bondadoso de los hombres y como el
príncipe de todos los padres. Todo lo que llevaba a cabo era por mi propio
bien, no por el suyo en ninguno de los
casos, sino por el mío. Y yo lo que deseaba llevar a cabo era encontrar la
fórmula para envenenarlo con cianuro y que la policía nunca llegara a
descubrirme.
Nunca llegué a envenenarlo y la verdad es que
al fin llegué a quererlo a pesar de este berrinche en la infancia, pero el día
que me fui quedó tan grabado en mí que durante años sólo estuve yéndome de allí
una y otra vez; incluso cuando la situación real haya sido que yo estaba
llegando a algún sitio, si la lograba leer de modo correcto en su textura
psíquica profunda sólo estaba yéndome. He estado yéndome de los sitios durante
años; tanto tiempo y tantas experiencias acumuladas que parecen repetir una y
otra vez aquel día.
El sol estaba momentáneamente oculto y yo
estaba embargado por tal antipatía hacia mi padre que si hubiera tenido un
revólver lo habría matado de un tiro allí mismo, sin dilación y sin piedad
ninguna. Salí a la calle con los ojos y la cara ardiendo del llanto y de la
rabia, el sol parecía ocultarse de vergüenza detrás de unas nubes negras que se
desplazaban con bastante velocidad detrás de los chalets de nuestros vecinos.
Nadie salió a la calle a despedirme, ninguna persiana se movió en nuestro
barrio de chalets de estilo californiano y calles anchas como pequeños campos
de fútbol infantil, tachonadas de grandes árboles que a veces caían víctimas de
la sierra eléctrica cuando se propasaban con sus raíces y amenazaban los
cimientos o la estructura de alguno de los chalets. Miré todo ese mundo idílico
y limpio y me sentí asqueado y sucio. No sentía que hubiera verdad emocional
pura en lo que me estaba haciendo papá, realmente sentía que papá quería
matarme de un modo muy cruel. Subí al taxi que me llevó a la estación del ferrocarril,
ni siquiera me acompañó hasta la puerta del vehículo que me alejaba no se sabía
por cuánto tiempo de mi hogar. Mi equipaje ya estaba colocado en el maletero
trasero del coche cuando me instalé en el asiento trasero; aquel hombre
intentaba mostrarse simpático conmigo, se ve que mi cara de pocos amigos era una imagen poco
menos que deleznable, no me miraba más que de reojo a través del espejo
retrovisor y emitía algún que otro suspiro y algún sonido más o menos gutural.
No sonreía. Sabía en el fondo que el horno no estaba para bollos. Arrancó y al
hacerlo se elevó aquel coche largo, largo, con un bramido de caimán, subió la
trompa, roncó un ratito y se precipitó adelante a lo largo de mi espléndida
calle llena de florecitas caídas de los árboles tachonando el camino. El taxi
se desplazaba sobre aquella mullida alfombra de tiernas flores esponjosas que
nos suavizaban el sonido y el camino. A nuestro paso se mezclaban el caliente
aroma de los neumáticos quemándose contra el macadam ardiente y el dulce aroma
procedente del puré de flores que se deslizaba por debajo del coche. Las nubes,
cubriendo el sol, semejaban un cortinado extendido subrepticiamente por un
mayordomo cuidadoso de las buenas formas.
Miraba el paisaje que recorríamos intentando
grabármelo en la memoria, tenía la sensación de que no lo volvería a ver en
mucho tiempo, y por eso lo hacía.
No sabía a dónde iba y todo lo concerniente a
mis próximos pasos se cernía por encima de mi cabeza como un gigantesco paisaje
oscuro. Nada temía porque nada sabía sobre el futuro y las personas que allí me
encontraría. Lo que me inquietaba de alguna manera era saber si mi amigo
imaginario, una presencia constante y monótona de mi vida a esta altura, podría
llegar a donde yo iba, si allí habría, por decirlo de alguna manera, buena
conexión para poder estar con él y para que él se pudiera adaptar y vivir a mi
lado en ese contexto. Este dilema me hacía reír, se me presentaba como un
fenómeno técnico, como preguntarse si el ancho de banda o el Wifi de la zona
alcanzarían para que mi amigo pudiera conectarse y vivir a mi lado. No lograba entender a cabalidad cómo se daba
nuestra extraña comunicación pero me la imaginaba como un problema o situación
de “conexión inalámbrica”. Esas cosas que los padres no pueden comprender.
Al llegar a la estación de trenes que en su día
construyeron los colonialistas el taxista continuaba mirándome con carita de
pena, parecía querer una propina o quizás un azote. Se lo habría dado de buen
gusto; me sentía muy tirano y serlo era un placer en ese momento. Necesitaba
que el universo entero me prestara atención y se rindiera ante mis órdenes. El hombre intentó resultar simpático y lo hice
fracasar con método y una sonrisa fría y cruel de insoportable cretino. Permití
que depositara mi maleta en el suelo y no me acerqué a la misma hasta que el
hombre, campechano en definitiva, no se alejó, como si fuera la víctima de una infecciosa
y mortal peste contagiosa. El me miraba y en cierto momento sus ojos parecían
evaluarme como objeto de su ira, parecía decir con los ojos: “¡Pedazo de niño
cabrón, maleducado! ¡Ya te enseñaría yo con cuatro azotes bien pegados!” Algo
así me llegaba desde su cerebro destartalado de taxista. Y lo miraba en consecuencia
con un desprecio que le hacía aumentar más aun la intensidad del odio en sus
ojos. A la gente para hablarle no se necesita dirigirle la palabra, a veces,
con dirigir adecuadamente la antena emisora alcanza y sobra. Ese era el tipo de
ataque que yo le estaba realizando al sector hipotalámico del cerebro del
taxista. Y él me respondía con sus resoplidos y sus bufidos de hombre airado y
con deseos de descargar su malestar.
Me habría ocupado de él pero ahora no podía,
podría haberle encargado a mi amigo imaginario procedente de otras dimensiones
intergalácticas, pero, ahora, que lo pensaba, mi amigo no estaba. ¿Se habría
quedado en la casa junto a mamá? Dónde estabas en ese momento querido amigo,
compañero de todas las horas.
Empezaba a hilvanar un hilo de pensamiento de
este estilo cuando el ruido inmenso y abrumador de los grandes paquidermos de
hierro comenzaba a rugir en la bóveda colonial de la estación y ese ruido me
llenó de miedo, me convertí en un enano del tamaño de Gulliver en un país de
gigantescas máquinas de oscuro metal.
Me introduje entonces en el vientre de la
gigantesca construcción imperial y busqué con la mirada cuál era el tren que me
conduciría a mi destino y en qué vía estaba listo para partir.
Aún faltaba un rato y lo aproveché para
sentarme en un banco de hierro y madera bastante sólido que allí había y dejé
que mi mente comenzara su ronroneo habitual, que siguiera con su renegar continuo
de los últimos días. Empecé a oír las quejas que tenía contra mi padre, contra
mi madre, contra todo el universo entero que no quería moverse en el mismo
sentido en el que yo deseaba. Mientras escuchaba a mi mente despotricar, la
gente pasaba arriba y abajo, algunos trenes empezaban a calentar motores y
avanzaban con tímidos movimientos de arranque. Solo amagaban, no acababan de
hacerlo. Yo dejaba a mi cabeza que se dejara aturdir por la música de las
gigantescas máquinas.
Con ese sonido me sumergí en una espera que me
depositó en nuevas playas, una espera que me hizo ver por primera vez, en
aquella tarde nublada, que sí existían posibilidades de olvidar, cambiar y pensar
en qué posibilidades habría de diversión y pasatiempo en el nuevo lugar de
vivienda. Este paisaje nuevo se me aparecía de momento como un paraje hueco e
incoloro donde aún no lograba colocar objetos ni adivinar presencias. Donde aún
no sabía quién sería al funcionar en ese contexto, y una parte de mí apostaba a
que retornaría pronto, con lo cual no acabaría de formarse una personalidad
nueva en mí, adaptada a esa circunstancia. Sólo sabía que en el sitio hacia
donde me dirigía se encontraba viviendo una tía abuela por parte de mi padre
que, si no me equivocaba, era monja y por algún motivo caritativo en lugar de alojarse
en su convento correspondiente con otras monjas, se encontraba en esta casa en
el campo que mi padre mantenía ocupada con diferentes personas y con el objeto principal
de que se la cuidaran. Nunca la había visto, y sabía que tendría que llegar a
un pueblo enfrente al océano Atlántico y que si la suerte me acompañaba con la
puntualidad del tren, allí debía tomar un camión que tenía en la zona de carga
hasta cuatro banquetas atadas con cadenas para que la gente viajara al interior
de las casa del campo más alejadas, dando saltos y todo tipo de tumbos en
caminos de barro seco o mojado según la hora del día. La certeza que tenía además
era la de que el mejor modo de llegar era con el territorio a recorrer en
estado de sequedad, porque de lo contrario nos podíamos ver atrapados en un légamo
gelatinoso de donde quizás no pudiéramos volver a salir sin riesgo de volcar en
toda una noche de lluvia. Esta perspectiva me animaba de varios modos, en una
de las versiones que más me animaba, moría, moría aplastado por el camión,
atrapado allí mientras me devoraban unas fieras desconocidas. Moría de un modo
bien cruel para mayor castigo de mi papá, por lo que me había hecho. De esa
manera aprendería mediante el dolor lo que era no haber visto lo que es tener
un hijo digno de tal nombre y tratarlo como si fuera una bolsa de papas. Con mi
muerte me vengaría de la falta de amor a que había sido sometido; ya verían.
En estos pensamientos estaba cuando se acercó
un circunspecto revisor de boletos del tren para preguntarme a dónde me
dirigía. Le dije que a Magnolia, la ciudad de la costa atlántica. Me inquirió
acerca de si ese era mi destino final. Me sentó un poco tremenda esta pregunta.
¿Destino final? Si enlazaba con algún otro tren en dirección a alguna otra ciudad
del interior del país. ¡Ah! Vaya torpeza la mía, queriendo oír frases con
trascendencia y el revisor sólo me preguntaba acerca de transbordo. Cuanta
ilusión la mía, cuanta creencia en un destino más digno dentro de la existencia
humana. Empezaba a no entender bien qué hacía en medio de todo este trasiego.
No, le respondí, me quedo allí, luego tomaré el camión de Echeverry. ¡Ah!
Exclamó el hombre como si conociera a Echeverry de toda la vida y como si eso
explicara algo crucial acerca de mi persona y mi aspecto. Me refistoleó de
arriba abajo y me preguntó si iba a alguna “estancia”, esa era la manera en que
llamaban a las grandes fincas de terratenientes. En ese momento y ante tal
pregunta decidí que debía disimular por seguridad, decidí que debía responder
que no, que iba a una pequeña casita de una finca pequeña, una “chacra” para
que no pensaran que yo andaba transportando dinero por millones en mi maleta o
que si me secuestraban obtendrían algo por mi cuerpo escueto. No, insistí, voy
a una modesta chacra.
El hombre entonces preguntó: ¿La de quién?
—No sé el apellido porque no soy de esa familia,
respondí, estoy invitado.
El hombre entonces
acabó de mirar mi boleto y me indicó en qué vagón debía subir y me indicó
asimismo que estaría paseando arriba ay abajo y que cualquier cosa que
necesitara no vacilara en pedírsela a él. Me dijo su apellido y agregó que
estaba para servirme.
Subí entonces en mi
vagón inglés con mullidos asientos forrados con un terciopelo verde oscuro y me
instalé allí dispuesto a vivir aquel viaje de ocho horas hasta la costa del océano
Atlántico del mejor modo posible. Quería mirar el paisaje y llenarme del mismo,
sentirme una persona nueva y dejar que poco a poco el aire y la visión del
campo extenso me limpiara del dolor vivido en los últimos días antes de mi
partida.
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