Literatura líquida
Por
Héctor D’Alessandro
Cuando
llegué a esta familia tuve la sensación de que venía a aprender algo, aunque me
costó bastante tiempo entender en qué consistía exactamente ese aprendizaje.
Nací, aunque al hacerlo aún no conocía el alcance del concepto de “aprendizaje”,
en una familia caracterizada por su inmunidad ante los imprevistos, las rarezas
y sobre todo ante cualquier hábito social establecido. Cosas como los horarios
de comida o la visita diaria al baño con fines excrementicios o con fines
higiénicos eran actividades que a mis padres nos les interesaban en absoluto. A
veces, de madrugada, mi madre despertaba agitada y creyendo recordar en sueños
que me había visto un mal color en el rostro, me preguntaba ¿Hoy moviste el
vientre? Yo contestaba que sí sólo por quitármela de encima y aun a sabiendas
de que es podía perjudicar mi salud. Ella, de todos modos, se conformaba con mi
respuesta y continuaba con el ronroneo permanente de sus actividades diarias.
Sólo al constatar que mi cutis, a lo largo de los días, se iba volviendo
amarillento, luego terroso y al fin decididamente verdoso, ella reaccionaba con
cierta virulencia y exclamaba algo acerca de mi vientre y a continuación me
obligaba a tomar unas pastillas o unos jarabes decididamente repugnantes. En
cierto modo reaccionaba, ella, pero también mi papá, con tardanza ante los
fenómenos que se iban produciendo en nuestra vida; eso me dio durante la mayor
parte de mi existencia la posibilidad de no tener que explicar casi ninguno de
mis comportamientos, por extraños que pudieran resultar, y en caso de que algún
extraño me reclamara alguna explicación o justificación ante alguno de mis
comportamientos o pensamientos, siempre podía remitirlos a mi mamá, que se
encargaba de despacharlos con eficacia, velocidad y a veces con cajas
destempladas. Tenía ella, como una convicción de que su hijo era poseedor de
una infalibilidad poco menos que papal y al tiempo la creencia de que la
conducta de su hijo era por siempre jamás incuestionable. Gracias a estas
licencias vitales que mis padres se concedían a sí mismos y por ende a mi
entrañable personita es que pude mantener, no diré en el anonimato, pero sí en
la inobservancia, a mi amigo imaginario.
Creo que debería explicar aunque más no sea
someramente cómo apareció en mi vida a temprana hora este amigo. Y al intentar
hacer esta pintura de la primera vez en que nos vimos, como sucede con todas
las grandes amistades que pueblan la historia y la literatura, se me hace muy
cuesta arriba, dado que los comienzos se sumergen en un mar de olvido e
inconsciencia. Sí que recuerdo una ocasión en que, estando yo sentado en el
porche de mi casa, escuché o creí escuchar una voz que me llamaba desde dentro
de las oscuras y frescas habitaciones a mis espaldas, pero aquella voz, que
bien podía haber sido la de mi mamá, también podría haber sido el sonido de
unas hojas de árbol al caer o un trozo de papel de periódico viejo y
amarillento que estuviera perdiendo el tiempo revoloteando por la calle. En
todos los casos, aquella voz que me llamaba resultó lo más parecido a unas
hojas estrujadas con violencia o ardiendo en una hoguera. Un sonido quebrado a
breve distancia de mi oído; realmente un sonido que podía venir del más allá tanto
como desde dentro mismo de mi propio cerebro. Este conjunto de impresiones
simultáneas logró confundirme, pero la verdad es que mi infancia, poblada de
confusión y mareo, era en fin de cuentas una infancia divertida justamente por
eso. Todo aquello que lograra distraerme y agitarme lo suficiente, como para perder
el andarivel habitual del equilibrio, tendía a exaltarme y a alegrarme. En nuestra
familia era motivo de alegría lo que en otras infunde un nerviosismo
generalizado. Por ese mismo motivo fue que al levantarme y dirigirme con toda
mi pequeña humanidad hacia el interior de mi hogar no presté una atención
excesiva ni aprensiva a un sombra veloz que cruzó a mis espaldas produciendo
con su paso un sonido como de sotana agitada o más bien sacudida con vibrante
energía, como si alguien quisiera arrancarle de cuajo el polvo estelar a una
chamarra de cuero que hubiera sido utilizada por un héroe de la galaxias. Perdónenme
pero yo, como niño, pensaba así, y en muchas ocasiones me vuelvo a encontrar a
mí mismo pensando en esos términos y utilizando análogas comparaciones.
Recuerdo haber
recorrido la casa en dirección de la exclamativa voz materna —ella sí tenía hábitos—
mientras la trastienda de mi aparato pensador —conocido también, en el colegio
al que no sé bien por qué extraño motivo concurría, como “cerebro”— continuaba
entretenida y distraída en aquel sonido que se desvanecía con mi avance hacia
la parte oscura y fresca de la casa. No logro comprender qué me llevaba a
permanecer en la puerta bajo el radiante y aniquilador sol de verano, creo que
era verano pero si me equivoco sé que sabrán disculparme; quizás se tratase de
la intuición de que un momento crucial de mi vida se avecinaba.
El caso es que a
partir de aquel momento se me borran y se me confunden los momentos sucesivos;
no sé realmente y no podría afirmar con certeza que en el interior me esperase
mi mamá y que me dijera algún tipo de mensaje con sentido o que en cambio no
fuera mi papá el que allí se encontraba y se dirigía a mí con palabras
comprensibles. Podría haberse tratado de algún ser de naturaleza diferente a la
humana y también me habría quedado tranquilo ante la novedad. Hay dos escenas
que se disputan en mi cerebro el protagonismo para aquella tarde soleada, pero
ninguna de ambas logra alcanzar el peso suficiente para que yo pueda decir: “Sí,
eso fue lo que sucedió”. Se me mezclan anécdotas quizás procedentes de otros
días o quizás se trate de recuerdos que ni siquiera son míos y están habitando de
contrabando en los cuartos de mi memoria.
Yo caminaba de una
manera muy decidida hacia el fondo oscuro y húmedo de la casa y a mis espaldas
transcurría aquel conjunto de sonidos novedosos y atrayentes para el niño
curioso y sin prejuicios que yo era en el núcleo amoroso de mi familia.
Recuerdo asimismo que al volver a la puerta de calle a sentarme una vez más en
el escalón de la entrada, el llamado porche, tuve la sensación de que alguien
huía de mí, como si una persona evitara que lo descubriera allí; lo extraño del
fenómeno es que esa presencia huidiza no me ocasionaba aprensión alguna sino
que me producía un cierto cosquilleo emocionante que me atrapaba y me producía
el deseo de saltar y gritar. Una señal más que evidente para mí de que algo
agradable había por allí. Algo deseaba comunicarse conmigo.
Estuvo intentándolo
durante seis días y se ve que al séptimo día se decidió; estaba yo tan
campante, sentado junto a mis papás, mirando la tele o fingiendo que la miraba,
porque hacerlo consistía en una tarea algo complicada, debido a que ellos se
pasaban el rato comentando todo lo que veían y llevando la contraria o
criticando a todos los personajes y personas extravagantes que aparecían en la
enorme pantalla de nuestro aparato de televisión en blanco y negro, un aparato
que se recalentaba tanto que podías freír un huevo poniendo el sartén encima
del mueble.
Estaba yo allí sentado intentando que mi
mente se largara de excursión bien lejos de los diálogos entre mis padres, a un
desconocido paraíso sin audición, cuando sentí claramente la presencia de
alguien sentado a mi lado, alguien cuyo peso hundía el sofá de una manera que
lograba ejercer como atractor de mi pequeña persona, o más bien debería decir
succionador de mi persona, una suerte de agüero negro de la existencia que me
volcaba de lado y lograba que mi exigua humanidad se sintiera inmersa en un
vértigo imposible de parar y en el cual tenía la sensación de que me caería, hundiéndome
definitivamente en parajes oscuros y misteriosos pero al tiempo llenos de
inquietantes novedades.
Miré hacia mi lado
derecho y me pareció ver una presencia oscura e innominable, un cartujo surgido
de los vapores etéreos de la no existencia, avituallado con su enorme sotana
con capucha y todo de la consistencia del cuero, un cuero polvoriento y
resquebrajado, como si se hubiera curtido en largas y extenuantes jornadas bajo
el sol de un implacable desierto.
Lo miré asaltado por
la sorpresa e inmediatamente me giré para ver la cara de mis padres, y hete
aquí que ellos ni se inmutaron; pensé que por lo absortos que se encontraban
ante la televisión, pero en realidad lo que estaba sucediendo era que no se percataron
en absoluto de la extraña presencia voluminosa y pesada además de algo ruidosa
que en ese momento compartía el sofá con nosotros. Brinqué en el sofá para
sacudir la atención de todos, de los tres, pero ninguno se inmutó. A mi
derecha, mi amigo medioeval continuaba rascándose la nariz como queriéndose
arrancar un moco seco y muy bien pegado en el fondo de sus narinas. Además de
ir vestido de un modo heroico, recio e inquietante parecía de hosco carácter y
modales desacostumbradamente libres. Un persona, para mi gusto, enteramente
admirable. De pe a pa. Lo miré y le saqué la lengua y le di un codazo pero mi
codo se hundió en la reciedumbre de sus ropas de cuero sin molestarle en lo más
mínimo. No se rió, pero fue como si lo hiciera. El oscuro silencio que habitaba
dentro de aquellas ropas fuertes y gastadas me atraía y al mismo tiempo me fastidiaba,
hubiera deseado una reacción que fuera para mí menos hermética.
No me hablaba, me
ignoraba, y mis padres no lo veían; esto fue lo más interesante de todo el
asunto; me preguntaba cuánto tiempo duraría aquel secreto. Me preguntaba si
este era otro más de los amigos imaginarios que yo había tenido y que acababan defraudándome
al comprobar que sus voces parecían repetir el discurso intermitente e inconexo
a veces extraño de mis padres dándome alguna indicación u orientación para
moverme en el mundo; un mundo que ellos no acababan de gestionar con auténtica
maestría. Estaba yo ávido de novedades. Y el silencio de mi amigo, además de su
curricular invisibilidad, eran por el momento unos alicientes adorables.
Se me hacía que de
este modo podría guardar más tiempo el secreto ante mis padres y disfrutar de
los sabios consejos o sugerencias que me pudiera brindar este nuevo amigo. Los
amigos imaginarios vienen a ser una suerte de consejeros espirituales la mar de
útiles cuando uno quiere activar una comunicación dormida con los propios
padres o con otros seres humanos que se encuentren en el horizonte de tu
percepción. Ellos sirven a efectos —lo he presenciado en el caso de otros niños
y niñas— de ejercer el derecho de crítica frente a los propios padres sin que
recaiga en uno la responsabilidad —“es que no lo digo yo, lo dice mi amigo
imaginario”. También, frente a unos padres débiles o decididamente pusilánimes,
permite ejercer el llamado principio de autoridad —¡¡Ah! Es que lo dice el
amigo imaginario”. Permite asimismo ejercer el derecho a resguardarse del
contacto con personas momentáneamente indeseables y preservarse en un espacio
inmaculado de soledad —“Ahora no puedo, estoy con mi amigo imaginario”. Da
opción también a hacer uso del derecho a la burla frente a la autoridad o
frente a hechos que en tu familia natural no son causa de risa, o al menos la
opción de reírse contemporáneamente a los hechos que nuestra familia no considera
como dignos de risa —“Disculpen que me ría, pero mi amigo imaginario me está
contando unas historias muy cómicas”. Otorga al mismo tiempo cierto estatus o
carta de naturaleza que te permite ir por el mundo con el carné de raro, pero
un raro que te brinda al mismo tiempo la oportunidad de revestirte de una
aureola de superioridad ganada en largas jornadas de conversaciones misteriosas
y secretas, dignas de un niño o una niña especial. En este caso, ya son tus
progenitores los que directamente intervienen para esclarecer al mundo entero: “Dejen
en paz a mi niño (o niña o lo que sea) que está entregado a elucubraciones con
su amigo imaginario”.
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