Para cuando llegó el
camión de Echeverry, ya había experimentado con varias decenas de objetos y
personas a ponerlos en la órbita de mi ojo derecho para ver sus posibles
desarrollos y en la del izquierdo con el objeto de inmovilizarlos. El conductor
desdentado en cambio era renuente a los cambios y cuando yo le apuntaba con mi
arma letal perceptiva, él reía de un modo que parecía considerarme algo subnormal.
Me miraba con los ojos del que no comprende a un niño, del que no puede llegar
a comprenderlos jamás. Echeverry no tiene hijos y se le nota, porque él mismo
tiene un aspecto de humano no acabado de formar, los brazos combados y cortos,
la sonrisa alelada de un babeante bebé indicaba la ausencia de capacidades para
profundizar en el pensamiento. Mi padre nunca me había dicho que hubiera
hombres a medio hacer. Y ahí tenía uno, delante de mí. Su cerebro caminaba con
sus pensamientos a lo largo y ancho de una sola ruta, la ruta que recorría a
diario desde hacía décadas con su camión. Y sólo podía hablar de esa ruta y de
las alteraciones que la misma podía sufrir Ver esto, mirarlo con el ojo derecho y
comprobar que no había solución vital para el hombre aquel, era todo uno, y era
uno con la inmediata pena y rebelión que surgían en mis tripas. Esa insurrección
de mis vísceras era el primer síntoma de que yo no aceptaba la realidad tal y
como esta se presentaba. Mi deseo de cambiar a las personas surgió en ese
momento paralelo al deseo de cambiar a mi papá que no me permitía ver y
experimentar estos hechos de la vida. Al menos hasta ese momento y curiosamente
en nombre de que no experimentara otros hechos como la enfermedad de mi madre. Una
vez más el mundo se mostraba acorde con el mundo “naranja de Carnap”, lo
cortaban de determinada manera que lo volvía demasiado grande para encajar en
el molde anterior. Un poco a la manera de esos que se ponen a reparar un
aparato y cuando ya lo tienen a punto para cerrarlo, ya reparado, se encuentran
con que les sobra un montón de piezas.
Por suerte para mí,
este deseo de desmontar y volver a montar el mundo conocido de una manera que,
para personas como mi padre, resultara controlada, se había vuelto algo
imposible de manejar en sus resultados.
Podía ahora ver y
experimentar dimensiones de la existencia que no eran gustosas; que eran profundamente
penosas, y sin embargo todo esto me estaba enriqueciendo de alguna manera. Me
sentía como si hubiera encontrado un desván secreto de la casa y me hubiera
lanzado a explorarlo, consiguiendo encontrar un gran tesoro secreto. Miraba,
durante el largo viaje constituido por silencio, olor a mugre, a leche cortada,
a vómito, a jabón en polvo y tumbos constantes que nos llevaban a golpear en
algunos momentos en el techo con nuestras cabezas. Una mujer le estuvo dando
casi todo el tiempo la teta a su bebé y yo me preguntaba todo el tiempo en qué
instante el bebé cercenaría con sus dientitos el pezón de su mamá con aquellos
vertiginosos saltos que nos proyectaban contra el toldo y los hierros que nos cubrían
en loa alto de la cabina. Cuando ella me miraba yo le sonreía y entendí que
ella me devolvía la sonrisa pensando quizás que yo me enternecía con la imagen
de una madre amamantando. Luego había dos paisanos muy grandes, con botas de
lluvia muy altas, preparados para atravesar lagunas, pantanos y cenagales,
llevaban en su calzado las huellas del barro recogidos por toda la comarca.
Ellos sonreía cuando sus ojos se cruzaban con los míos y cuando lo hacían,
miraban inmediatamente hacia el suelo, como regocijándose con una idea que se
encontraba allí a ras del piso mezclada con el polvo y los diferentes detritus
dejados allí por las pisadas infinitas de personas y más personas que usaban
aquel transporte rudimentario. A Echeverry, dejé de verlo en pleno nada más
subir al camión, sólo podía atisbar su sonrisa pícara de medio lado por el
agujero en la lona que comunicaba su cabina con la nuestra. A través de aquella
abertura la gente le comunicaba dónde querían bajar. Aunque realmente no
necesitaba que se lo dijeran porque conocía de memoria los itinerarios de todas
las personas; la única novedad pudiera ser mi camino pero aun así tampoco se
dejó sorprender porque ya estaba avisado. No sé exactamente avisado por quién,
pero sí que se le notaba el saber de antemano esas cosas. Y me lo confirmó cuando me acerqué para
decirle dónde bajaba y me dijo que ya sabía, que en lo de doña Teresa, que no
me preocupara, que ya sabía. Doña Teresa, agregó como para tranquilizarme, la
ex madre superiora.
Después de decir eso,
sonrió.
Y su sonrisa me
comunicó que la ex madre superiora era querida en la zona.
Ese dato significaba
para mí una gran esperanza. Quizás la esperanza resultara en que aquella señora
me dejara hacer lo que me diera la gana; aunque empezaba a preguntarme qué
podría hacer en aquel campo infinito. Nada se me ocurría que no fuera jugar con
mi propia mirada, realizando aquellos experimentos que tanto me atraían y
alteraban mi modo de percibir. Mientras avanzábamos por aquel camino desparejo
y lleno de curvas, dándonos golpes contra todas las partes sólidas el camión,
yo me entretenía en mirar a los paisanos y a la señora de la teta y el bebé con
un ojo y luego con el otro. Llevábamos mucho rato viajando juntos, se había
establecido cierta complicidad, parecíamos hasta parientes. Creo que viajando
en aquel camión y viendo siempre el
mismo paisaje, se le queda a uno aquella cara de aburrimiento total que me
parecía ver en todos aquellos rostros inanimados.
Afuera, más allá de la
lona agujereada en varios sectores que nos protegía, se veían pasar alambradas
y más alambradas de las distintas propiedades, y entre vacas y ovejas, cada
tanto alguna fiera tranquila después de haber comido nos observaba somnolienta
desde lo alto de alguna roca o de un cerro, con los ojos entornados, a punto de
ser vencida por el sueño y su propia digestión.
Eso me dio para pensar
en las fieras y en la noche, en pensar que durante la noche estaríamos en la
finca rodeados y acechados por fieras que nada podrían hacernos, pero cuya
omnipresencia allí estaba, para avisarnos que somos frágiles y débiles ante el
zarpazo instintivo de un animal nocturno.
Esta perspectiva de
inquietud me animó sobremanera. Me sentí como un explorador de territorios
desconocidos y salvajes, con esa misma carga de adrenalina cognitiva.
Estuvimos dando tumbos
por aquí y por allá durante unas tres horas, hasta que el camión llegó a la
puerta de la finca de mis parientes. Allí frenó, me dio tiempo a tirar mi
maleta al medio del camino desde lo alto del camión y luego saltar, me giré
para saludar a mis ex compañeros de ruta cuando ya el camión tosía y se alejaba,
dando sacudones a un lado y otro de tal magnitud que cada uno parecía el último
que aquella máquina daría, que luego se rompería literalmente en mil pedazos. Me
d yaba la risa viendo aquel bulto grandote sacudiendo a uno y otro lado de la
carretera, inclinándose por momentos de un modo que parecía una reverencia
definitiva ante el paisaje. Cuando hizo un giro a la derecha y desapareció, el
camioncito, detrás de un cactus, de una loma y de un perro, o algo parecido a
un perro, me giré yo también y enfoqué la casa. Bueno, “la casa” es un decir,
no se veía ninguna casa, sólo una nueva alambrada, pero esta tenía a mi altura
una arandela grandota de hierro que venía a servir de cerradura, enroscando un
poste móvil con uno fijo y garantizando así la continuidad de la alambrada y el
encierro de las bestias. De las posibles bestias. Me acerqué y quitando aquella
argolla pasé el equipaje al otro lado, fui yo detrás, lo dejé en medio del
camino que conducía, según me era dado suponer, a la famosa “casa”, y volví
sobre mis pasos para trancar otra vez la entrada, procuré que esta se quedara
bien cerrada y que la argolla ajustara y me regresé con la maleta. Al hacerlo
empecé a oír un grito de pajarraco antediluviano, entre grito y alarido, se despedazaba contra
las rocas que alteraban cada pocos metros el paisaje y parecía romperse en carne
viva al seguir la huella de sus ecos rebotando aquí y allá. Era sin duda un “chajá”,
un bicho grande y repugnante que da nombre a un postre pero que es más malo que
los perros cimarrones y tiene unas púas o espolones en las patas que si logra
ensartártelas seguro que te corta con un mal tajo. Ese chajá andaba cerca el
muy taimado y si me tocaba enfrentarlo pasaría un rato amargo. Ojalá viniera
pronto mi tía abuela la sor Teresa, porque seguro que ese chajá era de ella; lo
usan en el campo para cuidar las casas y resultan más bravos y eficaces que los
perros. Estaba dispuesto a perder todo mi equipaje bajo el embate de sus
espolones y su pico pero a no dejarme mutilar por aquel asqueroso pajarraco. Doble
de gordo que un perro grande, no levanta vuelo, cuando vive en las fincas
porque le cortan las plumas a propósito, apenas levanta del suelo lo suficiente
para ensartarte sus púas, pájaro con función de perro me inspiraba enorme miedo
porque me había creído toda su leyenda. La realidad fue que cuando apareció en
una vuelta de camino andaba el bicho embullando la tarde con sus gritos pero
solo por avisar de la presencia de una extraño. Basto el primer valijazo que le
propiné para que se alejara con sus chillidos a una distancia prudencial,
entendió que de mí sólo podía dar aviso, no me podía dañar porque era él quien saldría
más perjudicado en la lucha.
Así continué caminando
varios quilómetros hasta la entrada de la casa, repartiendo golpes con la valija
y patadas de costado para mantener a raya a aquel condenado de la zoología. Temía
causarla un daño excesivo que le ocasionara la muerte, pero realmente desconocía
cuál era el tamaño del golpe que aquel bicho podía recibir en niveles de mero
amedrentamiento. Imaginen por un momento lo que yo pensaba: igual yo le doy una
patada y creo que lo estoy dañando y para el bicho apenas es una cosquilla en
su cuerpo. No sabía qué hacer y sólo deseaba que apareciera al fin alguien de
la casa y se hiciera cargo del animal custodio del lugar, y sobre todo que lo
instruyera al pajarraco acerca de quién era yo y de ser posible que lo enseñara
a no meterse conmigo.
En cierto momento me
encontré tan cansado de la insistencia del puto bicho que tuve ganas de
aplastarle la cabeza golpes, tantos golpes que ya no le quedaran ganas de
moverse. En ese momento, en una vuelta del camino, caminando inclinada pero con
gran presencia de ánimo y fortaleza apreció una anciana con un palo, y supe de
inmediato que era sor Teresa. Mi tía abuela duela y amorosa, y lo supe porque
me miró riendo y me llamó cariñosamente por mi nombre y a continuación me dijo “¡Dale
una patada a ese desgraciado!” refiriéndose al pájaro guardián. Una frase que
me refrescó el ánimo y me dio muchas ganas de quererla. Ella quería que ese
inmundo bicho me dejara en paz, coincidíamos desde el comienzo en un área de interés.
Además de eso y por si fuera poca cosa, aprobaba la violencia para defenderme
de la bestia. Eso me reconfortaba más, si cabe.
Me acarició el pelo,
como queriendo secarme el sudor y me preguntó por el viaje. Me miraba con
alegría y parecía interesarse por esos fenómenos concretos del sudor y del
calor y de la comodidad del viaje. Me pidió disculpas por no haber llegado a
tiempo al portalón de entrada y haber permitido que el antipático del pájaro saliera
a recibirme antes que ella.
Me dijo que soy
parecido a mi papá, que ella no se acordaba más que de las caras de las fotos
porque hacía mucho tiempo que no iba a la ciudad pero que de la foto de mi papá
si se acordaba. Yo tuve muchas ganas de decirle que le podía enseñar un método cerrando
los ojos que le permitiría averiguar o imaginar cómo ha evolucionado una cara que
de antiguo no ve; pero la verdad es que consideré verde a nuestra relación para
decirle aquello. ¿Qué edad tendría aquella mujer? ¿Noventa, cien años? Era
fuerte como un roble y su voz era la de alguien de cuarenta, una voz joven que
brotaba del fondo de su cuerpo, un cuerpo que por el sonido de su voz, de
inmediato consideraría sano, pero sano desde la misma raíz. Me gustaba mucho mi
tía abuela ex madre superiora. No tenía esa cara perpetuamente sonriente y
ligeramente boba de los iluminados sino la cara feliz de alguien satisfecho
vital y espiritualmente, para ser una ex esposa de dios, lucía carnalmente
vibrante y sanota.
Comenzaba a tener unas
ganas locas de preguntarle muchas cosas sobre su vida y cómo era la vida
espiritual que había vivido. Cómo era la experiencia divina. Mientras caminábamos
ella se me acercó mucho y me rodeo con el brazo, y con otra persona habría
sentido cierto rechazo, pero no con ella, que no parecía necesitarme como bastón
sino más bien divertirse conmigo. Me dijo que era una suerte para todos que
hubiera llegado porque hacía tiempo que estaban solos. Los solos eran un primo
mío hijo de una hermana suya muera hacía muchos años y un peón rural que las
ayudaba en las tareas más duras y pesadas, como cortar la leña, acarrear
pesados bultos o la realización de alguna obra de albañilería en la casa. De
ahí no pasa, agregó Teresa con tono de orgullo, queriendo así destacar que todo
el resto de actividades las podía realizar ella misma con sus propias manos. Supongo
que a su edad era un orgullo demostrar esa valía y esas capacidades. Mucho
tiempo luego ella me dijo que nada tenía que ver a esa altura con el orgullo,
sino con la comprobación de que iba a vivir unas semanas más, de que la fuerza
vital no la abandonaba. Sólo comprobar que esa fuerza vital continuaba allí
dentro de su cuerpo era suficiente motivo como para hacer una fiesta de
celebración.
Dijo que mi llegada era un importante motivo de celebración; Dios nos ha querido bendecir con un
niño en la estancia, eso es un regalo grande en esta vida. Con el tiempo lo
entenderás, así me dijo.
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