Sor Teresa era una mujer fuerte y huesuda, sus
músculos se habían convertido en unas fibras sometidas a una alta tensión.
Parecían auténticas cuerdas tensadas entre puntos; las que iban desde la muñeca
hasta el hueco posterior al codo mostraban realmente un exceso de trabajo
acumulado en ellas durante todas las décadas de su vida. Yo no me atrevía a
preguntarle su edad. Le suponía coquetería por ser mujer antes que monja. Mientras
caminábamos en dirección a la casa y habiendo dejado atrás al patán del chajá,
me dediqué a observarla en detalle, me gustaba mirar a aquella mujer canosa y
fuerte, con sonrisa deliciosa y nada aburrida sino muy vital en sus movimientos
y en la firmeza de sus expresiones. No dudaba en utilizar una mala palabra para
retratar con claridad una situación o a una persona. Más de una vez la oí
cagarse en el almacenero que nos enviaba el pedido de comida quincenal con
errores insalvables que motivarían nuevos viajes para aquel hombre descuidado.
El mundo Carnap. Un mundo donde te dormías por la noche con un tamaño
determinado para tu horizonte y te levantabas al día siguiente con un tamaño el
doble o el triple de grande. Todo era barrido por el entrevero de los nuevos
objetos del mundo que se colaban y se entremezclaban con los del mundo de la
noche previa.
Quizás por ese motivo, Teresa era cada día más
fuerte y probablemente más grande que el día previo; y seguro que se fortalecía
con el paso de los años.
En el camino me contaba algunas de las cosas
que ella hacía a lo largo del día; en un principio yo pensé que se trataba de
una publicidad subliminal acerca de lo que me tocaría hacer a mí, pero luego me
di cuenta de que no, simplemente me estaba enumerando el conjunto de las tareas
de las cuales se sentía orgullosa de realizar; en realidad, orgullosa de
realizarlas y sobrevivir a ellas.
Me dijo también que allí me podía quedar todo
el tiempo que quisiera, pero que si quería irme, ella se encargaría
personalmente de llamar a mi padre de inmediato y me podía largar. Esas
palabras me serenaron y le otorgaron de inmediato a la mujer un estatus ante
mis ojos superior al de mi padre, puesto que podía con sus decisiones,
literalmente, arruinar una decisión de mi padre, y eso era algo que no
habiéndolo deseado jamás de modo expreso, me sorprendía, sin embargo, con mucho
placer.
A cada paso que dábamos, más me aferraba yo a
su brazo y con más cariño sentía a aquella vieja monja dicharachera cercana a
mi corazón. Me contó que harta de dios, del convento y de las otras monjas,
arterioescleróticas todas, se dijo que para llegar a aquella edad y tener que
compartir sus días con una viejas atontadas que la confundían un día con una
aparición y al día siguiente con un mueble, prefería venirse a la finca de la
familia y reírse con su sobrino y con el peón rural que gestionaba aspectos
materiales de la estancia. Al menos así estaría en compañía de personas lúcidas
y no con fantasmas alelados y carentes de memoria. Luego me explicó un poco
sobre la cosecha que se avecinaba de las papas, algo que ella misma había
gestionado y realizado en compañía del capataz Andrés Juárez, te lo presentaré
como tal y tu llámalo así hasta que él te permita llamarlo Andrés o Juárez,
según como a él le parezca, desciende de libertadores y tiene su ritmo, el
hombre. Al primo no, al primo le podés llamar Alberto desde el primer momento
porque es un desorejado, pero como es tan divertido y cariñoso todo se le
perdona.
Seguía siendo una suerte de priora, solamente
que, como ella misma decía, de personas vivas y no de fantasmas enloquecidos.
Me hacía la composición del lugar y
circunstancias y la verdad era que vivir con un desorejado, un descendiente de
héroes patrios y una ex madre superiora de convento que se cagaba en lo que
había que cagarse como había que hacerlo, me animaba bastante.
De este modo, recibiendo las nuevas acerca de
mi entorno y circunstancias, caminábamos animados por el campo, bajo el cielo
inabarcablemente azul y el sonido de pájaros extraños y lejanos, que parecían
vigilarnos. Un camino largo, como de media hora hasta empezar a ver las casas a
lo lejos y toda una serie de vehículos destartalados tirados por aquí y por
allá, restos de camiones de camionetas, de tractores y hasta de coches lujosos
adornaban todo el frente del patio, algunos de ellos funcionaban pero la tía
Teresa, como me pidió que la llamara, no los utilizaba para no perder la forma
y así era que se dedicaba a diario a caminar varias horas, paseos de los cuales
podría si así lo quería, participar, y sí quise.
Yo necesitaba con urgencia admirar a quienes
cuidaran de mí y en Teresa encontraba un ejemplo de ser humano difícilmente
alcanzable en méritos y digno de toda mi admiración; con lo cual yo sumaba
elementos a mi felicidad. Tanto que una parte de mi corazón empezó de inmediato
a ser ocupada por el recuerdo de mi padre y además con mucho amor, porque, aun
en el error de su decisión de alejarme de casa, me había dado un buen destino.
Algo en mí empezaba a perdonarlo y quería volver a quererlo aunque otra parte
de mí aún luchaba por mantenerse en difícil equilibrio caminando sobre el hilo
de la discordia.
Nada más llegar a la casa, se nos acercó el
primo Alberto, que quería saludarme y disculparse por no haber ido a buscarme,
pero la tía Teresa se lo había prohibido, de este modo ella se garantizaba el
que nadie la ayudar y poder valerse sola. Algo que necesitaba confirmar varias
veces por día. El primo se peinaba con gomina y gastaba elegantes camisas
planchadas, se ponía agua de colonia muy refinada, caminaba por el campo con
unos zapatos más dignos de una sala de baile y se ponía un pañuelo de seda muy
fino en el bolsillo de la chaqueta: parecía prepararse para una fiesta
formidable que allí nunca se produciría. Reía y sacaba los lentes RayBan para
protegerse del sol en pleno patio de las gallinas y los patos, acompañados de
unas ranas verdes, gordas y grandotas que andaban saltando por todos los
alrededores de la casa y que en los días de lluvia se metían incluso en la
cocina a mirarnos cocinar. Entre un croar y una cacareo, el primo hablaba con un
tono engolado pero campechano de algunos planes que tenía para el próximo fin
de semana cuando fuera a la ciudad. Esa visita semanal a la ciudad era una
parte muy importante de su vida. Era su refresco y su aliciente y además era el
momento en que conocía historias y anécdotas para contarnos al regreso y donde
también él mismo vivía en buena parte sus propias historias memorables que no
nos contaba en su totalidad y las cubría a veces, cuando de modo involuntario
se le iban a escapar, con un manto de silencio discreto. A veces, no tenía
ganas de hablar, esto sucedía los lunes y los martes, y andaba con el pelo
reseco y mal peinado y con ojeras y palabras de despecho y tristeza. Se ve que
alguna cosa que deseaba no la había conseguido o se había visto contrariado en
sus deseos con alguien, seguramente con alguna chica.
Cuando
estaba en ese estado de ánimo había que hacer silencio y dejar que llegando el
miércoles, día de Mercurio, su mente se aclarara y volviera a lucir su
brillante gomina y su sonrisa preciosa de galán feliz.
Otras veces, el primo Alberto estaba tan locuaz
que nos cansaba y sólo deseábamos que se callara la boca de una vez, y lo
mirábamos y nos mirábamos entre nosotros, como diciendo: “Pero bueno, ¿cuándo
va a acabar esta letanía?
Sin embargo, Alberto no se daba por aludido a
raíz de nuestras miradas y seguía con su hablar atropellado y volcánico,
histriónico y vocinglero, seguía hasta que se quedaba solo porque o bien nos
marchábamos o nos quedábamos dormidos delante suyo sentados en los sofás de la
gran sala de estar. Esto último, si habíamos comido abundante carne en el
almuerzo, era seguro que sucediera.
Nos mirábamos, la tía y yo, el uno al otro,
intercambiábamos sonrisas cada vez más alicaídas, hasta el punto en que sonreír
representaba un esfuerzo tan grande que era insostenible; entonces cerrábamos
los ojos manteniendo la sonrisa y cada tanto abríamos un ojo para mantener el
humor de la complicidad y finalmente desaparecíamos dentro del sueño que bajaba
como un raptor tranquilo y suave a llevarnos al mundo onírico.
Detrás del primo Alberto, muchas veces, se
hacía presente el silencio de Juárez, un hombre fuerte y firme como el tronco
de un árbol; con su poncho azul con un débil ribete rojo, parecía un héroe
nacional acompañante de las patriadas que dieron origen a nuestro país, su lujo
primordial era el derecho a montar un caballo elegantísimo y lustroso de nombre
Atila, que lo acompañaba a diario a relucir juntos por el campo; nunca se podía
discernir de lejos qué brillaba más, si el pelo del animal o las botas de caña
alta del gaucho. Juárez hablaba poco, apenas se limitaba a hacer anotaciones,
al final de las frases ajenas. Verbalmente en retaguardia, tenía una sonrisa de
actor de cine que alegraba la tarde cuando te la dedicaba; tuve la suerte de
que me la dedicara muchas veces cuando aprendía a montar a acaballo y sólo
buscaba su aprobación, dado que él era realmente el entendido y su juicio era
el que pesaba en materia de jinetes.
Al comienzo pensé que aquel hombre era poseedor
de una sabiduría secreta y de un don para contar cuentos, pero la verdad es que
no contaba nada. Su poncho y su caballo eran sus prendas amadas y los equivalentes
en su vida de los trajes de dandi y a los lentes RayBan de mi primo Alberto.
A poco de estar allí me di cuenta de que mi tía
abuela vivía, según me pareció, en una
suerte de soledad acompañada, porque aquellos dos estaban totalmente acorazados
dentro de su propia mentalidad y mientras uno hablaba hasta por los codos, el
otro hablaba menos que un pedernal. No creía que se pudiera hablar de
comunicación ni de compañía con aquellos dos.
La primera noche, en torno a la mesa de la cena
y abrigados de la fresca humedad que nos rodeaba desde el atardecer, mi primo Alberto
me atosigaba con preguntas sobre la vida en la capital y las posibilidades,
decía, de una sociabilidad de alta rotación, términos que yo no entendía pero
que me imaginaba y en mis cálculos esas expresiones hacían referencia a
relaciones entre las personas con un contenido de tipo sexual o más o menos
censurable. Mi tía se reía de mi cara una y otra vez a cada ocasión que Alberto
usaba una expresión que me dejaba boquiabierto y con los ojos como dos platos.
Al primo no parecía importarle demasiado de mi ignorancia, porque continuaba
con su larga perorata y no se detenía ante mis muecas de duda, sino que, muy
por el contrario, parecía tomar esos rostros que se me dibujaban como una
aquiescencia implícita. Se le notaba que hacía tiempo que deseaba hablar con la
gente de la urbe como él decía, porque no paraba en todo el día. Y cuando
volvía de la ciudad, los lunes en que no se encontraba deprimido, estaba verdaderamente,
un eufemismo para no invocar la palabra “aplastante”.
Entendí, a mi manera, y eso era señal de que
algo en mi interior estaba cambiando aceleradamente, que esa era su manera de
mostrarme el contento por mi presencia. Una manera de mostrarme su cariño. Así
quise entenderlo porque era la manera en que no me hacía daño a mí mismo
suponiendo intenciones en los otros que me dejaban fuera del cariño, del
compartir auténtico y de la fraternidad del amor familiar. Esta era mi gran
lucha con los demonios, los demonios de la falta de amor y la desconsideración
hacia el otro; todo eso de lo que acusaba tanto a mi papá últimamente y que
nada más atravesar los portones campestres donde me aguardaba un taimado chajá
que me haría compañía durante mucho tiempo empezaron a parecerme (las acusaciones
que yo mismo hacia) actos desmesurados, y las argumentaciones que yo mismo me
brindaba, me parecían exageraciones imposibles de sostener durante un tiempo excesivo.
De hecho, si me hubiera mantenido en mis trece,
en la rabieta que alimentaba contra mi padre por alejarme de la ciudad y de mi
madre, estoy seguro que habría juzgado del mismo modo al señor Juárez,
descendiente de héroes de la patria y lo habría puesto con los colores más
terribles y adornado con los más desagradables calificativos debido lisa y
llanamente a su hermético silencio. Sólo por no hablarme le habría caído una de
insultos, al menos en el secreto de mi mente y mi diálogo conmigo mismo, y
además de esos insultos le habría caído el severo juicio de estar tramando algo
contra mí en su interior y de tener respecto de mi personas no sólo repugnantes
pensamientos sino además las más terribles de las horrendas intenciones.
Seguramente por las noches me habría encerrado
en mi habitación presa de un estado de paranoia y habría aseverado con
contundencia que aquel hombre abrigaba contra mi persona un oculto deseo
asesino. No me quedaba corto yo a la hora de suponer películas criminales. Las imaginaba
en colores muy vivos. Y el silencio de una persona funcionaba realmente como un
auténtico agujero negro que se devoraba todo mi pensamiento racional y dejaba
que entrara allí, en los huecos que iba dejando mi capacidad de pensar con
sensatez, todo tipo de terrores irracionales e imágenes horrendas de un futuro
calamitoso y seguramente fúnebre. Temblaba por las noches, cuando se me
presentaba la oportunidad de vivir una película en vivo tan intensa; y me
procuraba buenos sustos a mí mismo, aderezándolos con los más variados recursos
cinematográficos que mi mente, cansada y nerviosa, asustada, ávida de emociones
exaltantes y loca por vibrar presa de la adrenalina, pudiera inventar.
Mientras cenábamos, aquella primera noche, yo
miraba de reojo al héroe de la patria y notaba la acechanza de mis propias
malignas suposiciones que iban tomando posiciones y cavando trincheras prontas
a atacarme de modo definitivo y mortal. Podía observar cómo mi mente luchaba
dividida en dos bandos y procurando hacer de mi un esclavo miserable.