lunes, 31 de marzo de 2014

Literatura líquida. Novela Día 11. Entrada 14

Sor Teresa era una mujer fuerte y huesuda, sus músculos se habían convertido en unas fibras sometidas a una alta tensión. Parecían auténticas cuerdas tensadas entre puntos; las que iban desde la muñeca hasta el hueco posterior al codo mostraban realmente un exceso de trabajo acumulado en ellas durante todas las décadas de su vida. Yo no me atrevía a preguntarle su edad. Le suponía coquetería por ser mujer antes que monja. Mientras caminábamos en dirección a la casa y habiendo dejado atrás al patán del chajá, me dediqué a observarla en detalle, me gustaba mirar a aquella mujer canosa y fuerte, con sonrisa deliciosa y nada aburrida sino muy vital en sus movimientos y en la firmeza de sus expresiones. No dudaba en utilizar una mala palabra para retratar con claridad una situación o a una persona. Más de una vez la oí cagarse en el almacenero que nos enviaba el pedido de comida quincenal con errores insalvables que motivarían nuevos viajes para aquel hombre descuidado. El mundo Carnap. Un mundo donde te dormías por la noche con un tamaño determinado para tu horizonte y te levantabas al día siguiente con un tamaño el doble o el triple de grande. Todo era barrido por el entrevero de los nuevos objetos del mundo que se colaban y se entremezclaban con los del mundo de la noche previa.
Quizás por ese motivo, Teresa era cada día más fuerte y probablemente más grande que el día previo; y seguro que se fortalecía con el paso de los años.
En el camino me contaba algunas de las cosas que ella hacía a lo largo del día; en un principio yo pensé que se trataba de una publicidad subliminal acerca de lo que me tocaría hacer a mí, pero luego me di cuenta de que no, simplemente me estaba enumerando el conjunto de las tareas de las cuales se sentía orgullosa de realizar; en realidad, orgullosa de realizarlas y sobrevivir a ellas.
Me dijo también que allí me podía quedar todo el tiempo que quisiera, pero que si quería irme, ella se encargaría personalmente de llamar a mi padre de inmediato y me podía largar. Esas palabras me serenaron y le otorgaron de inmediato a la mujer un estatus ante mis ojos superior al de mi padre, puesto que podía con sus decisiones, literalmente, arruinar una decisión de mi padre, y eso era algo que no habiéndolo deseado jamás de modo expreso, me sorprendía, sin embargo, con mucho placer.
A cada paso que dábamos, más me aferraba yo a su brazo y con más cariño sentía a aquella vieja monja dicharachera cercana a mi corazón. Me contó que harta de dios, del convento y de las otras monjas, arterioescleróticas todas, se dijo que para llegar a aquella edad y tener que compartir sus días con una viejas atontadas que la confundían un día con una aparición y al día siguiente con un mueble, prefería venirse a la finca de la familia y reírse con su sobrino y con el peón rural que gestionaba aspectos materiales de la estancia. Al menos así estaría en compañía de personas lúcidas y no con fantasmas alelados y carentes de memoria. Luego me explicó un poco sobre la cosecha que se avecinaba de las papas, algo que ella misma había gestionado y realizado en compañía del capataz Andrés Juárez, te lo presentaré como tal y tu llámalo así hasta que él te permita llamarlo Andrés o Juárez, según como a él le parezca, desciende de libertadores y tiene su ritmo, el hombre. Al primo no, al primo le podés llamar Alberto desde el primer momento porque es un desorejado, pero como es tan divertido y cariñoso todo se le perdona.
Seguía siendo una suerte de priora, solamente que, como ella misma decía, de personas vivas y no de fantasmas enloquecidos.
Me hacía la composición del lugar y circunstancias y la verdad era que vivir con un desorejado, un descendiente de héroes patrios y una ex madre superiora de convento que se cagaba en lo que había que cagarse como había que hacerlo, me animaba bastante.
De este modo, recibiendo las nuevas acerca de mi entorno y circunstancias, caminábamos animados por el campo, bajo el cielo inabarcablemente azul y el sonido de pájaros extraños y lejanos, que parecían vigilarnos. Un camino largo, como de media hora hasta empezar a ver las casas a lo lejos y toda una serie de vehículos destartalados tirados por aquí y por allá, restos de camiones de camionetas, de tractores y hasta de coches lujosos adornaban todo el frente del patio, algunos de ellos funcionaban pero la tía Teresa, como me pidió que la llamara, no los utilizaba para no perder la forma y así era que se dedicaba a diario a caminar varias horas, paseos de los cuales podría si así lo quería, participar, y sí quise.
Yo necesitaba con urgencia admirar a quienes cuidaran de mí y en Teresa encontraba un ejemplo de ser humano difícilmente alcanzable en méritos y digno de toda mi admiración; con lo cual yo sumaba elementos a mi felicidad. Tanto que una parte de mi corazón empezó de inmediato a ser ocupada por el recuerdo de mi padre y además con mucho amor, porque, aun en el error de su decisión de alejarme de casa, me había dado un buen destino. Algo en mí empezaba a perdonarlo y quería volver a quererlo aunque otra parte de mí aún luchaba por mantenerse en difícil equilibrio caminando sobre el hilo de la discordia.
Nada más llegar a la casa, se nos acercó el primo Alberto, que quería saludarme y disculparse por no haber ido a buscarme, pero la tía Teresa se lo había prohibido, de este modo ella se garantizaba el que nadie la ayudar y poder valerse sola. Algo que necesitaba confirmar varias veces por día. El primo se peinaba con gomina y gastaba elegantes camisas planchadas, se ponía agua de colonia muy refinada, caminaba por el campo con unos zapatos más dignos de una sala de baile y se ponía un pañuelo de seda muy fino en el bolsillo de la chaqueta: parecía prepararse para una fiesta formidable que allí nunca se produciría. Reía y sacaba los lentes RayBan para protegerse del sol en pleno patio de las gallinas y los patos, acompañados de unas ranas verdes, gordas y grandotas que andaban saltando por todos los alrededores de la casa y que en los días de lluvia se metían incluso en la cocina a mirarnos cocinar. Entre un croar y una cacareo, el primo hablaba con un tono engolado pero campechano de algunos planes que tenía para el próximo fin de semana cuando fuera a la ciudad. Esa visita semanal a la ciudad era una parte muy importante de su vida. Era su refresco y su aliciente y además era el momento en que conocía historias y anécdotas para contarnos al regreso y donde también él mismo vivía en buena parte sus propias historias memorables que no nos contaba en su totalidad y las cubría a veces, cuando de modo involuntario se le iban a escapar, con un manto de silencio discreto. A veces, no tenía ganas de hablar, esto sucedía los lunes y los martes, y andaba con el pelo reseco y mal peinado y con ojeras y palabras de despecho y tristeza. Se ve que alguna cosa que deseaba no la había conseguido o se había visto contrariado en sus deseos con alguien, seguramente con alguna chica.
  Cuando estaba en ese estado de ánimo había que hacer silencio y dejar que llegando el miércoles, día de Mercurio, su mente se aclarara y volviera a lucir su brillante gomina y su sonrisa preciosa de galán feliz.
Otras veces, el primo Alberto estaba tan locuaz que nos cansaba y sólo deseábamos que se callara la boca de una vez, y lo mirábamos y nos mirábamos entre nosotros, como diciendo: “Pero bueno, ¿cuándo va a acabar esta letanía?
Sin embargo, Alberto no se daba por aludido a raíz de nuestras miradas y seguía con su hablar atropellado y volcánico, histriónico y vocinglero, seguía hasta que se quedaba solo porque o bien nos marchábamos o nos quedábamos dormidos delante suyo sentados en los sofás de la gran sala de estar. Esto último, si habíamos comido abundante carne en el almuerzo, era seguro que sucediera.
Nos mirábamos, la tía y yo, el uno al otro, intercambiábamos sonrisas cada vez más alicaídas, hasta el punto en que sonreír representaba un esfuerzo tan grande que era insostenible; entonces cerrábamos los ojos manteniendo la sonrisa y cada tanto abríamos un ojo para mantener el humor de la complicidad y finalmente desaparecíamos dentro del sueño que bajaba como un raptor tranquilo y suave a llevarnos al mundo onírico.   
Detrás del primo Alberto, muchas veces, se hacía presente el silencio de Juárez, un hombre fuerte y firme como el tronco de un árbol; con su poncho azul con un débil ribete rojo, parecía un héroe nacional acompañante de las patriadas que dieron origen a nuestro país, su lujo primordial era el derecho a montar un caballo elegantísimo y lustroso de nombre Atila, que lo acompañaba a diario a relucir juntos por el campo; nunca se podía discernir de lejos qué brillaba más, si el pelo del animal o las botas de caña alta del gaucho. Juárez hablaba poco, apenas se limitaba a hacer anotaciones, al final de las frases ajenas. Verbalmente en retaguardia, tenía una sonrisa de actor de cine que alegraba la tarde cuando te la dedicaba; tuve la suerte de que me la dedicara muchas veces cuando aprendía a montar a acaballo y sólo buscaba su aprobación, dado que él era realmente el entendido y su juicio era el que pesaba en materia de jinetes.
Al comienzo pensé que aquel hombre era poseedor de una sabiduría secreta y de un don para contar cuentos, pero la verdad es que no contaba nada. Su poncho y su caballo eran sus prendas amadas y los equivalentes en su vida de los trajes de dandi y a los lentes RayBan de mi primo Alberto.
A poco de estar allí me di cuenta de que mi tía  abuela vivía, según me pareció, en una suerte de soledad acompañada, porque aquellos dos estaban totalmente acorazados dentro de su propia mentalidad y mientras uno hablaba hasta por los codos, el otro hablaba menos que un pedernal. No creía que se pudiera hablar de comunicación ni de compañía con aquellos dos.
La primera noche, en torno a la mesa de la cena y abrigados de la fresca humedad que nos rodeaba desde el atardecer, mi primo Alberto me atosigaba con preguntas sobre la vida en la capital y las posibilidades, decía, de una sociabilidad de alta rotación, términos que yo no entendía pero que me imaginaba y en mis cálculos esas expresiones hacían referencia a relaciones entre las personas con un contenido de tipo sexual o más o menos censurable. Mi tía se reía de mi cara una y otra vez a cada ocasión que Alberto usaba una expresión que me dejaba boquiabierto y con los ojos como dos platos. Al primo no parecía importarle demasiado de mi ignorancia, porque continuaba con su larga perorata y no se detenía ante mis muecas de duda, sino que, muy por el contrario, parecía tomar esos rostros que se me dibujaban como una aquiescencia implícita. Se le notaba que hacía tiempo que deseaba hablar con la gente de la urbe como él decía, porque no paraba en todo el día. Y cuando volvía de la ciudad, los lunes en que no se encontraba deprimido, estaba verdaderamente, un eufemismo para no invocar la palabra “aplastante”.
Entendí, a mi manera, y eso era señal de que algo en mi interior estaba cambiando aceleradamente, que esa era su manera de mostrarme el contento por mi presencia. Una manera de mostrarme su cariño. Así quise entenderlo porque era la manera en que no me hacía daño a mí mismo suponiendo intenciones en los otros que me dejaban fuera del cariño, del compartir auténtico y de la fraternidad del amor familiar. Esta era mi gran lucha con los demonios, los demonios de la falta de amor y la desconsideración hacia el otro; todo eso de lo que acusaba tanto a mi papá últimamente y que nada más atravesar los portones campestres donde me aguardaba un taimado chajá que me haría compañía durante mucho tiempo empezaron a parecerme (las acusaciones que yo mismo hacia) actos desmesurados, y las argumentaciones que yo mismo me brindaba, me parecían exageraciones imposibles de sostener durante un tiempo excesivo.
De hecho, si me hubiera mantenido en mis trece, en la rabieta que alimentaba contra mi padre por alejarme de la ciudad y de mi madre, estoy seguro que habría juzgado del mismo modo al señor Juárez, descendiente de héroes de la patria y lo habría puesto con los colores más terribles y adornado con los más desagradables calificativos debido lisa y llanamente a su hermético silencio. Sólo por no hablarme le habría caído una de insultos, al menos en el secreto de mi mente y mi diálogo conmigo mismo, y además de esos insultos le habría caído el severo juicio de estar tramando algo contra mí en su interior y de tener respecto de mi personas no sólo repugnantes pensamientos sino además las más terribles de las horrendas intenciones.
Seguramente por las noches me habría encerrado en mi habitación presa de un estado de paranoia y habría aseverado con contundencia que aquel hombre abrigaba contra mi persona un oculto deseo asesino. No me quedaba corto yo a la hora de suponer películas criminales. Las imaginaba en colores muy vivos. Y el silencio de una persona funcionaba realmente como un auténtico agujero negro que se devoraba todo mi pensamiento racional y dejaba que entrara allí, en los huecos que iba dejando mi capacidad de pensar con sensatez, todo tipo de terrores irracionales e imágenes horrendas de un futuro calamitoso y seguramente fúnebre. Temblaba por las noches, cuando se me presentaba la oportunidad de vivir una película en vivo tan intensa; y me procuraba buenos sustos a mí mismo, aderezándolos con los más variados recursos cinematográficos que mi mente, cansada y nerviosa, asustada, ávida de emociones exaltantes y loca por vibrar presa de la adrenalina, pudiera inventar.  
Mientras cenábamos, aquella primera noche, yo miraba de reojo al héroe de la patria y notaba la acechanza de mis propias malignas suposiciones que iban tomando posiciones y cavando trincheras prontas a atacarme de modo definitivo y mortal. Podía observar cómo mi mente luchaba dividida en dos bandos y procurando hacer de mi un esclavo miserable.

Gracias a l@s alumn@s de Publicidad y RRPP que me visitaron. Excelente rato compartimos.




                                 Personas maravillosas como Diana, sientes que te leen de verdad.
                                 Gracias,

Escritor uruguayo escribe durante treinta días una novela en la librería RAYUELA de la ciudad de Xalapa, y la performance, que se titula “Literatura líquida”, se televisa ONLINE.
Al término el libro se editará en papel.
Literatura líquida online Del 21 de marzo al 19 de abril de 2014
Héctor D'ALESSANDRO escritor uruguayo residente en Barcelona escribirá un libro en un espacio preparado a tal efecto en la librería RAYUELA. El proceso de la escritura que durará treinta días se transmitirá en directo online y al término el libro que es una novela se publicará en formato papel.
El público podrá pasar a diario a visitar al autor y observarlo mientras escribe en público y charlar con él. 
Acoge el evento la ciudad de Xalapa, caracterizada por su intensa vida cultural.
El libro es una novela y el autor, especialista en entrenar personas con métodos de “coaching neurológico” para que desarrollen su creatividad en el ámbito de la escritura, demostrará de este modo que es posible escribir una obra de calidad en un mes siguiendo unos pasos muy concretos. Estará entre cuatro y seis horas diarias escribiendo en público y transmitiéndolo al mismo tiempo por internet vía Justin tv. La novela se podrá ir leyendo día a día en el blog del autor. Llevará al tiempo dos diarios que se podrán leer también en internet: uno de apuntes sobre la obra propiamente dicha. Y un segundo diario sobre el proceso “sui generis” de la propia escritura. El libro se publicara al término de su escritura en formato papel y ya hay algunas editoriales dispuestas a publicar una obra realizada de un modo nunca antes intentado por autor alguno.
Héctor D’Alessandro ha publicado en México “El cucaracho y otras aventuras” en la editorial Ediciones de Educación y Cultura y actualmente en AMAZON es un éxito su manual “Coaching para escribir con PNL”.
En el futuro el autor continuará escribiendo en público en similares circunstancias y contextos, en otras ciudades de México, país que tan bien ha acogido su iniciativa, y en otros países.
 Cada día, el público puede acercarse a la librería en Xalapeños Ilustres 44, cuya propietaria Aidee Mora Perdomo ha recibido con entusiasmo este evento en pleno Centro Histórico de la ciudad; y al terminar la jornada de escritura, el autor recibirá visitas de la prensa y de personas que deseen conversar sobre el proceso y su desarrollo y también para intercambiar conversaciones con todo el público que así lo desee.
Nos podrán seguir en JUSTIN TV donde estamos con el nombre de usuario: literatura_liquida_2014
Y en el blog: literaturaliquida.blogspot.com
En Facebook en la página: Literatura Liquida en Librería Rayuela
Al término de esta performance Héctor D'Alessandro realizará un curso de coaching para escribir en el que enseñará técnicas que utiliza para escribir. 


domingo, 30 de marzo de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 10. Entrada 13.

Para cuando llegó el camión de Echeverry, ya había experimentado con varias decenas de objetos y personas a ponerlos en la órbita de mi ojo derecho para ver sus posibles desarrollos y en la del izquierdo con el objeto de inmovilizarlos. El conductor desdentado en cambio era renuente a los cambios y cuando yo le apuntaba con mi arma letal perceptiva, él reía de un modo que parecía considerarme algo subnormal. Me miraba con los ojos del que no comprende a un niño, del que no puede llegar a comprenderlos jamás. Echeverry no tiene hijos y se le nota, porque él mismo tiene un aspecto de humano no acabado de formar, los brazos combados y cortos, la sonrisa alelada de un babeante bebé indicaba la ausencia de capacidades para profundizar en el pensamiento. Mi padre nunca me había dicho que hubiera hombres a medio hacer. Y ahí tenía uno, delante de mí. Su cerebro caminaba con sus pensamientos a lo largo y ancho de una sola ruta, la ruta que recorría a diario desde hacía décadas con su camión. Y sólo podía hablar de esa ruta y de las alteraciones que la misma podía sufrir  Ver esto, mirarlo con el ojo derecho y comprobar que no había solución vital para el hombre aquel, era todo uno, y era uno con la inmediata pena y rebelión que surgían en mis tripas. Esa insurrección de mis vísceras era el primer síntoma de que yo no aceptaba la realidad tal y como esta se presentaba. Mi deseo de cambiar a las personas surgió en ese momento paralelo al deseo de cambiar a mi papá que no me permitía ver y experimentar estos hechos de la vida. Al menos hasta ese momento y curiosamente en nombre de que no experimentara otros hechos como la enfermedad de mi madre. Una vez más el mundo se mostraba acorde con el mundo “naranja de Carnap”, lo cortaban de determinada manera que lo volvía demasiado grande para encajar en el molde anterior. Un poco a la manera de esos que se ponen a reparar un aparato y cuando ya lo tienen a punto para cerrarlo, ya reparado, se encuentran con que les sobra un montón de piezas.
Por suerte para mí, este deseo de desmontar y volver a montar el mundo conocido de una manera que, para personas como mi padre, resultara controlada, se había vuelto algo imposible de manejar en sus resultados.   
Podía ahora ver y experimentar dimensiones de la existencia que no eran gustosas; que eran profundamente penosas, y sin embargo todo esto me estaba enriqueciendo de alguna manera. Me sentía como si hubiera encontrado un desván secreto de la casa y me hubiera lanzado a explorarlo, consiguiendo encontrar un gran tesoro secreto. Miraba, durante el largo viaje constituido por silencio, olor a mugre, a leche cortada, a vómito, a jabón en polvo y tumbos constantes que nos llevaban a golpear en algunos momentos en el techo con nuestras cabezas. Una mujer le estuvo dando casi todo el tiempo la teta a su bebé y yo me preguntaba todo el tiempo en qué instante el bebé cercenaría con sus dientitos el pezón de su mamá con aquellos vertiginosos saltos que nos proyectaban contra el toldo y los hierros que nos cubrían en loa alto de la cabina. Cuando ella me miraba yo le sonreía y entendí que ella me devolvía la sonrisa pensando quizás que yo me enternecía con la imagen de una madre amamantando. Luego había dos paisanos muy grandes, con botas de lluvia muy altas, preparados para atravesar lagunas, pantanos y cenagales, llevaban en su calzado las huellas del barro recogidos por toda la comarca. Ellos sonreía cuando sus ojos se cruzaban con los míos y cuando lo hacían, miraban inmediatamente hacia el suelo, como regocijándose con una idea que se encontraba allí a ras del piso mezclada con el polvo y los diferentes detritus dejados allí por las pisadas infinitas de personas y más personas que usaban aquel transporte rudimentario. A Echeverry, dejé de verlo en pleno nada más subir al camión, sólo podía atisbar su sonrisa pícara de medio lado por el agujero en la lona que comunicaba su cabina con la nuestra. A través de aquella abertura la gente le comunicaba dónde querían bajar. Aunque realmente no necesitaba que se lo dijeran porque conocía de memoria los itinerarios de todas las personas; la única novedad pudiera ser mi camino pero aun así tampoco se dejó sorprender porque ya estaba avisado. No sé exactamente avisado por quién, pero sí que se le notaba el saber de antemano esas cosas.  Y me lo confirmó cuando me acerqué para decirle dónde bajaba y me dijo que ya sabía, que en lo de doña Teresa, que no me preocupara, que ya sabía. Doña Teresa, agregó como para tranquilizarme, la ex madre superiora.
Después de decir eso, sonrió.
Y su sonrisa me comunicó que la ex madre superiora era querida en la zona.   
Ese dato significaba para mí una gran esperanza. Quizás la esperanza resultara en que aquella señora me dejara hacer lo que me diera la gana; aunque empezaba a preguntarme qué podría hacer en aquel campo infinito. Nada se me ocurría que no fuera jugar con mi propia mirada, realizando aquellos experimentos que tanto me atraían y alteraban mi modo de percibir. Mientras avanzábamos por aquel camino desparejo y lleno de curvas, dándonos golpes contra todas las partes sólidas el camión, yo me entretenía en mirar a los paisanos y a la señora de la teta y el bebé con un ojo y luego con el otro. Llevábamos mucho rato viajando juntos, se había establecido cierta complicidad, parecíamos hasta parientes. Creo que viajando en aquel camión  y viendo siempre el mismo paisaje, se le queda a uno aquella cara de aburrimiento total que me parecía ver en todos aquellos rostros inanimados.
Afuera, más allá de la lona agujereada en varios sectores que nos protegía, se veían pasar alambradas y más alambradas de las distintas propiedades, y entre vacas y ovejas, cada tanto alguna fiera tranquila después de haber comido nos observaba somnolienta desde lo alto de alguna roca o de un cerro, con los ojos entornados, a punto de ser vencida por el sueño y su propia digestión.
Eso me dio para pensar en las fieras y en la noche, en pensar que durante la noche estaríamos en la finca rodeados y acechados por fieras que nada podrían hacernos, pero cuya omnipresencia allí estaba, para avisarnos que somos frágiles y débiles ante el zarpazo instintivo de un animal nocturno.
Esta perspectiva de inquietud me animó sobremanera. Me sentí como un explorador de territorios desconocidos y salvajes, con esa misma carga de adrenalina cognitiva.    
Estuvimos dando tumbos por aquí y por allá durante unas tres horas, hasta que el camión llegó a la puerta de la finca de mis parientes. Allí frenó, me dio tiempo a tirar mi maleta al medio del camino desde lo alto del camión y luego saltar, me giré para saludar a mis ex compañeros de ruta cuando ya el camión tosía y se alejaba, dando sacudones a un lado y otro de tal magnitud que cada uno parecía el último que aquella máquina daría, que luego se rompería literalmente en mil pedazos. Me d yaba la risa viendo aquel bulto grandote sacudiendo a uno y otro lado de la carretera, inclinándose por momentos de un modo que parecía una reverencia definitiva ante el paisaje. Cuando hizo un giro a la derecha y desapareció, el camioncito, detrás de un cactus, de una loma y de un perro, o algo parecido a un perro, me giré yo también y enfoqué la casa. Bueno, “la casa” es un decir, no se veía ninguna casa, sólo una nueva alambrada, pero esta tenía a mi altura una arandela grandota de hierro que venía a servir de cerradura, enroscando un poste móvil con uno fijo y garantizando así la continuidad de la alambrada y el encierro de las bestias. De las posibles bestias. Me acerqué y quitando aquella argolla pasé el equipaje al otro lado, fui yo detrás, lo dejé en medio del camino que conducía, según me era dado suponer, a la famosa “casa”, y volví sobre mis pasos para trancar otra vez la entrada, procuré que esta se quedara bien cerrada y que la argolla ajustara y me regresé con la maleta. Al hacerlo empecé a oír un grito de pajarraco antediluviano,  entre grito y alarido, se despedazaba contra las rocas que alteraban cada pocos metros el paisaje y parecía romperse en carne viva al seguir la huella de sus ecos rebotando aquí y allá. Era sin duda un “chajá”, un bicho grande y repugnante que da nombre a un postre pero que es más malo que los perros cimarrones y tiene unas púas o espolones en las patas que si logra ensartártelas seguro que te corta con un mal tajo. Ese chajá andaba cerca el muy taimado y si me tocaba enfrentarlo pasaría un rato amargo. Ojalá viniera pronto mi tía abuela la sor Teresa, porque seguro que ese chajá era de ella; lo usan en el campo para cuidar las casas y resultan más bravos y eficaces que los perros. Estaba dispuesto a perder todo mi equipaje bajo el embate de sus espolones y su pico pero a no dejarme mutilar por aquel asqueroso pajarraco. Doble de gordo que un perro grande, no levanta vuelo, cuando vive en las fincas porque le cortan las plumas a propósito, apenas levanta del suelo lo suficiente para ensartarte sus púas, pájaro con función de perro me inspiraba enorme miedo porque me había creído toda su leyenda. La realidad fue que cuando apareció en una vuelta de camino andaba el bicho embullando la tarde con sus gritos pero solo por avisar de la presencia de una extraño. Basto el primer valijazo que le propiné para que se alejara con sus chillidos a una distancia prudencial, entendió que de mí sólo podía dar aviso, no me podía dañar porque era él quien saldría más perjudicado en la lucha.
Así continué caminando varios quilómetros hasta la entrada de la casa, repartiendo golpes con la valija y patadas de costado para mantener a raya a aquel condenado de la zoología. Temía causarla un daño excesivo que le ocasionara la muerte, pero realmente desconocía cuál era el tamaño del golpe que aquel bicho podía recibir en niveles de mero amedrentamiento. Imaginen por un momento lo que yo pensaba: igual yo le doy una patada y creo que lo estoy dañando y para el bicho apenas es una cosquilla en su cuerpo. No sabía qué hacer y sólo deseaba que apareciera al fin alguien de la casa y se hiciera cargo del animal custodio del lugar, y sobre todo que lo instruyera al pajarraco acerca de quién era yo y de ser posible que lo enseñara a no meterse conmigo.
En cierto momento me encontré tan cansado de la insistencia del puto bicho que tuve ganas de aplastarle la cabeza golpes, tantos golpes que ya no le quedaran ganas de moverse. En ese momento, en una vuelta del camino, caminando inclinada pero con gran presencia de ánimo y fortaleza apreció una anciana con un palo, y supe de inmediato que era sor Teresa. Mi tía abuela duela y amorosa, y lo supe porque me miró riendo y me llamó cariñosamente por mi nombre y a continuación me dijo “¡Dale una patada a ese desgraciado!” refiriéndose al pájaro guardián. Una frase que me refrescó el ánimo y me dio muchas ganas de quererla. Ella quería que ese inmundo bicho me dejara en paz, coincidíamos desde el comienzo en un área de interés. Además de eso y por si fuera poca cosa, aprobaba la violencia para defenderme de la bestia. Eso me reconfortaba más, si cabe.    
Me acarició el pelo, como queriendo secarme el sudor y me preguntó por el viaje. Me miraba con alegría y parecía interesarse por esos fenómenos concretos del sudor y del calor y de la comodidad del viaje. Me pidió disculpas por no haber llegado a tiempo al portalón de entrada y haber permitido que el antipático del pájaro saliera a recibirme antes que ella.
Me dijo que soy parecido a mi papá, que ella no se acordaba más que de las caras de las fotos porque hacía mucho tiempo que no iba a la ciudad pero que de la foto de mi papá si se acordaba. Yo tuve muchas ganas de decirle que le podía enseñar un método cerrando los ojos que le permitiría averiguar o imaginar cómo ha evolucionado una cara que de antiguo no ve; pero la verdad es que consideré verde a nuestra relación para decirle aquello. ¿Qué edad tendría aquella mujer? ¿Noventa, cien años? Era fuerte como un roble y su voz era la de alguien de cuarenta, una voz joven que brotaba del fondo de su cuerpo, un cuerpo que por el sonido de su voz, de inmediato consideraría sano, pero sano desde la misma raíz. Me gustaba mucho mi tía abuela ex madre superiora. No tenía esa cara perpetuamente sonriente y ligeramente boba de los iluminados sino la cara feliz de alguien satisfecho vital y espiritualmente, para ser una ex esposa de dios, lucía carnalmente vibrante y sanota.
Comenzaba a tener unas ganas locas de preguntarle muchas cosas sobre su vida y cómo era la vida espiritual que había vivido. Cómo era la experiencia divina. Mientras caminábamos ella se me acercó mucho y me rodeo con el brazo, y con otra persona habría sentido cierto rechazo, pero no con ella, que no parecía necesitarme como bastón sino más bien divertirse conmigo. Me dijo que era una suerte para todos que hubiera llegado porque hacía tiempo que estaban solos. Los solos eran un primo mío hijo de una hermana suya muera hacía muchos años y un peón rural que las ayudaba en las tareas más duras y pesadas, como cortar la leña, acarrear pesados bultos o la realización de alguna obra de albañilería en la casa. De ahí no pasa, agregó Teresa con tono de orgullo, queriendo así destacar que todo el resto de actividades las podía realizar ella misma con sus propias manos. Supongo que a su edad era un orgullo demostrar esa valía y esas capacidades. Mucho tiempo luego ella me dijo que nada tenía que ver a esa altura con el orgullo, sino con la comprobación de que iba a vivir unas semanas más, de que la fuerza vital no la abandonaba. Sólo comprobar que esa fuerza vital continuaba allí dentro de su cuerpo era suficiente motivo como para hacer una fiesta de celebración.
Dijo que mi llegada era un importante motivo de celebración; Dios nos ha querido bendecir con un niño en la estancia, eso es un regalo grande en esta vida. Con el tiempo lo entenderás, así me dijo.   

sábado, 29 de marzo de 2014

Con los alumnos de Publicidad y RRPP

                                  Gracias a l@s alumn@s de Publicidad y RRPP que me
                                visitaron hoy, y gracias por la simpatico entrevista.

Literatura líquida. Novela, Día 9. Entrada 12

En aquel paraje el tiempo se plegaba y todo parecía durar más o extenderse, para hacer la misma actividad se tardaba mucho más tiempo, y ese tiempo era lo más parecido a un actor muy convincente, porque las tardanzas parecían lo natural y que para recorrer una distancia que seguramente eras millonésimas partes de la recorrida en tren, se tardara casi lo mismo en tiempo, aparecía como algo de lo más habitual. Absurdo y asombroso pero verdad empírica al fin. Recordaba con esta extraña experiencia a la famosa naranja de Carnap; una endiablada naranja que, cortada siguiendo unos rigurosos e imposibles métodos de corte en otro lugar que no fuera un laboratorio —un laboratorio imaginario— resultaba luego imposible de volver a recomponer porque al intentar otra vez la juntura de la cascara en gajos abiertos su tamaño había crecido, por el propio corte matemático, a un tamaño mayor que el del Universo, y al parecer este crecimiento hacía imposible la recomposición de la naranja. Imagino que la naranja habría aplastado literalmente al universo. Pues de momento mi vida, expuesta a la próxima llegada de Echeverry, se veía ante el trance de ser aplastada por una naranja más grande que mi vida. El recorrido corto de Echeverry se reconstituía en tanto simple recorrido como una naranja hiperbólica que aplastaba cualquier noción citadina que yo hubiese traído conmigo de contrabando.
¿Cómo se iba a trasplantar esta alternativa vivencia del tiempo a mi convivencia con aquellas personas parientes pero desconocidas? Eso era algo que me alteraba un poco el pensar habitual y me mantenía ocupado. Quizás sólo lo pensara por eso, para mantenerme en una ocupación mental llevadera.
El caso es que me senté sobre mi maleta y me puse a observar el campo, los pájaros que de vez en cuando aterrizaban sobre una piedra, sobre un arbolito, sobre un coche destartalado que extrañamente funcionaba y que se encontraba allí despatarrado en el campo asoleado como un animal moribundo. Los pájaros me miraban, supongo que dentro de su Universo-naranja-de-Carnap yo era una aparición posterior al repliegue de su universo. Azules algunos, y brillantes, se acercaban dando unos pasitos de militar borracho, como queriendo mantenerse firmes a su pesar y se ponían de perfil, que según los manuales zoológicos es la manera que tienen muchos pájaros de verte, de costado y con solo un ojo, o sea, pensé, con sólo una mitad de su cerebro, por eso debe ser que dan dos pasitos, hacen un cambio de frente y te miran del otro lado, como para bañar a las neuronas que se encuentran de ese otro costado con tu imagen. No podía imaginar cómo harían el resumen final de tu presencia en su horizonte doble, por eso mismo comencé a entretener mis horas de esperas por el pájaro Echeverry caminando hacia el horizonte y de regreso del mismo horizonte con parecidos pasos a los de los pájaros —y descubrí así que los pájaros de la zona caminaban parecido sin importar su tamaño y la clase de pájaros de que se tratara—, mientras caminaba de aquel modo, iba cambiando el frente que ofrecía de mi cabeza al paisaje al tiempo que cerraba un ojo, de modo que creo haber logrado ver el mundo aquel como lo veían aquellos bichos.
Y lo que logré percibir es que cuando miraba al frente con mi ojo izquierdo y al tiempo cerrando el derecho, veía un mundo ordenado según el orden en que escribimos: de izquierda a derecha podía leer el mundo circundante sin marearme ni alterar en absoluto mi visión bifocal; pero al cerrar el ojo derecho y encarar el mundo allí delante con el ojo derecho, mi cerebro registraba un ligero y mareador vértigo que me empujaba hacia atrás. Mi ojo y con todo mi cerebro se iban para atrás, que en este caso quería significar que se iba de izquierda a derecha y por lo tanto se registraba un movimiento en todo mi cuerpo. De lo cual deduje que aquellos pájaros que vivían cerca del campo y cerca del mar eran ambidextros a nivel cerebral y que yo en cambio leía literalmente el mundo de izquierda a derecha. Me pregunté cómo lo experimentaría un judío o un árabe que escriben de derecha a izquierda, me habría gustado tener a uno cerca para preguntarle si experimentaban el mareo del otro lado del cerebro, que cuando se produce, por increíble que parezca parece que lo experimenta el cuerpo entero. El cuerpo es el cerebro expandido. Todo el cerebro es todo el cuerpo. Coloqué entonces a continuación allí delante la espera de seis horas por el carnapiano Echeverry y al verla, sintetizada en una sola imagen que me costó bastante crear, al verla con mi ojo derecho adelantado descubrí que esa espera podía prosperar, desarrollarse, cambiar y convertirse en un objeto imaginario capaz de suscitarme distintos tipos de emociones; en cambio, cuando la miraba con el ojo izquierdo adelantado, simplemente se quedaba allí como un comienzo de todas las cosas pero sin crecer, prosperar ni desarrollarse. Tenía, en este segundo caso, que poner más esfuerzo de mi parte para que  creciera y llegara a emocionarme de alguna manera. Así me di cuenta de que el ojo izquierdo mantiene estático el pasado en tanto el derecho crea futuros y que eso se refleja en unos ciertos movimientos casi microscópicos.
De donde se deduce, para los veloces con su cerebro, que acababa de descubrir, gracias a los pájaros, imitándolos, que el mareo se produce ante los posibles futuros de cualquier imagen que esté ahí fuera y que la mejor manera de que algo no se desarrolle de un modo que no nos agrade o que no podamos controlar, es mirarlo preventivamente, sólo con el ojo izquierdo y con el derecho cerrado, porque de este modo se evita un crecimiento de esa imagen en nuestro cerebro fuera de control. Ahora, si lo que deseaba era que una imagen amada creciera y se desarrollara en fantasías múltiples, lo mejor era que la mirara de frente con solo mi ojo derecho, el ojo creador de futuros, y el izquierdo cerrado. Mi infancia, por momentos propia de Tom Sawyer, le debe todo a mi carácter de explorador; de explorador en mi propio cerebro.
Cuando, pasado un rato, se me acercó nuevamente el revisor del tren, a mostrarme su preocupación por mi salud, por mi apetito y por mi estado de ánimo, lo miré sólo con el ojo izquierdo, y ya sea que el hombre se quedó sorprendido de que lo miraran así y se puso a pensar vaya a saber en qué cosas o porque realmente la energía que emite un cerebro puede influir a otros cerebros, el caso es que se quedó quieto y sin palabras y no progresaba en su comunicación para conmigo. Acababa de descubrir un arma letal de la percepción.
Y esta arma consistía en paralizar la actividad de los otros o en ver sus posibles derivaciones, la mayor parte de las cuales no eran derivaciones reales sino meramente imaginarias y exclusivamente mías. Mis miedos casi siempre, mi miedo  a que tal evento se desarrolle de una manera que no resulte de mi agrado o que realmente acabe perjudicándome,
Ese fue el primer aspecto que tomó mi arma, el primer color que adoptó ante mis ojos, luego al encontrarle otras interesantes utilidades fue que adquirió nuevos matices y utilidades; pensé un cierto día que mediante este uso de mi capacidad visual podía, si así lo deseaba, proyectar en las cámaras de mi mente una escena perdida del pasado y ver, observándola sólo con mi ojo derecho, cómo se había desarrollado subrepticiamente hasta hoy sin que yo le concediera atención. De este modo me lancé a hacer un experimento inusual. Recordé, por ejemplo, al comenzar con mi experimentación, un perrito que había tenido cuando era muy pequeño, y recordé su desaparición de mi vida, una desaparición por pérdida, no por muerte, que implicó también la desaparición de otras personas, amigos, de aquella misma vida, entonces me fijé en la escena que más grabada me había quedado de aquella época compartida con el animalito y la fui adornando con la presencia de las personas aquellas que también se habían marchado pero que seguían con sus vida de alguna manera y que yo no sabía de ellos. Sólo miré aquella imagen mental durante largos periodos con mi ojo derecho mientras mantenía el izquierdo herméticamente cerrado, y por el sólo hecho de mirarla de ese modo se comenzaron a desarrollar una cantidad de historias de las cuales yo no sabía si podían ser verdaderas o falsas, si aquella cosas que yo veía con mi ojo había sucedido en las vidas de aquellas personas o no y en la mayor parte de los casos tampoco podía comprobarlo, pero el caso es que un tiempo luego de mirar y remirar a aquellas personas en mi mente, un par de ellas dieron noticias de su existencia y lo hicieron a través de comunicaciones telefónicas que mantenía desde mi nuevo hogar con mi padre. Lo más asombroso es que las historias aquellas que ellos realmente habían finalmente vivido, se parecían y mucho a lo que yo había imaginado mirándolos solamente con mi ojo derecho y manteniendo el izquierdo cerrado por completo. Mi razonamiento, absurdo quizás para personas que no sean tan experimentadoras como yo, era que el ojo derecho estaba conectado a futuro y podía ver no uno sino los múltiples futuros que las personas tienen a su disposición, aunque luego escojan solo uno de los posibles.
A partir de ese momento y de esas elucubraciones comencé a crear en mi mente futuros y futuros cada vez con mayor y más exhaustiva precisión.   
En aquel momento mismo en la estación me imaginaba llegando a la finca en el campo y saludando a mis parientes, fueran estos quienes fueran y me imaginé que estaban a mi disposición de un modo más amable y cariñoso que todo lo último que yo había estado experimentando en mi vida más reciente. Se trataba en mi imaginación de unas personas estupendas que me recibían con gran alegría y que estaban muy contentos de estar conmigo, no solamente por lo que de mí habían podido saber a través de mi padre y de mi madre sino porque me consideraban una persona, algo que últimamente me parecía que nadie hacia conmigo.
Me daba la sensación de que me miraban como un chico que debía comportarse de una manera y no de otra, y que debía hacer ciertas cosas y evitar otras acciones o actitudes. En fin, un mundo de obligaciones, según me parecía sin derechos a expandirme y expresarme tal y como soy. De modo que estas nuevas construcciones en las cuales yo aparecía favorecido eran el alimento de mi alma para sobrellevar lo que hubiera de ser sobrellevado.
Con Echeverry finalmente no tuve la misma suerte en cuanto a mejorar en mi mente su aspecto, Porque Echeverry realmente en su mundo carnapiano se ve que era muy renuente al cambio o al menos era de tal magnitud su densidad que aplastaba todo cambio, y se mostró tal y como la leyenda lo mostraba de antemano.

viernes, 28 de marzo de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 8. entrada 11..

Iba en el tren viendo cómo el campo se alejaba en dirección contraria, campo, campo, campo, una vaca, campo, campo, campo, una vaca, un arbusto, campo, campo, campo, una vaca, sol, calor, desolación, una casa en el horizonte, un hilito de humo que ponía su rúbrica en el cielo, la sospecha de la pobreza, del malestar, más campo, cielo infinito, nubes que delatan al viento con veloz movimiento, a lo lejos una sombra, que más tarde o más temprano nos tragará como un túnel, un túnel imposible en la llanura infinita de nuestro país. Absorbía con los ojos el paisaje y de este modo vaciaba todas las imágenes desagradables que se me habían quedado incrustadas en las retinas en los últimos días. Me entregaba a este ejercicio de la mente como quien se queda flotando sobre el agua, sin ton ni son, dejándose acariciar por la luz solar y sostener por la masa de agua bajo el propio cuerpo. De a ratos intentaba sentir la presencia de mi amigo imaginario a mi lado, pero no lo conseguía. Cada vez que fracasaba en este intento de mi percepción me volvía otra vez a mirar por la ventanilla en movimiento, solo quería ser ojos, como una neutral cámara de registro, sin historia y sin persona detrás, dentro de los ojos, en las cámaras de mi memoria. Empecé entonces a repetirme una y otra vez que no era nadie, que no existía, que no estaba allí, que sólo era aquello verde que veía, y aquello blanco y negro y marrón que veía. Sólo era lo que veía; de este modo digamos que me hipnotizaba a mí mismo y me mantenía en un cierto estado de ajenidad, de extrañeza respecto de mí mismo. Un estado deseado cuando lo que quería era no saber nada de nada acerca de mi persona y lo que a ella le sucediera.
No lo sabía aún, pero este iba a resultar el método más adecuado que encontré para aislarme de mi entorno y dejar atrás las preocupaciones más inmediatas, un estado, realmente de transición, como luego averiguaría; desde el cual saltar, como desde un trampolín, en busca de nuevos parajes anímicos con mayor alegría y entusiasmo para mi espíritu. Empezaba a desarrollar recursos extraños para un niño de mi edad, entonces tenía siete años, Y en dos años más acabaría consolidando estos nuevos aprendizajes, estas nuevas maneras de colocarme en el medio de la selva de experiencias que me familia me prodigaba y hacer a partir de aquello algo más o menos llevadero. Colocaba en mi mente sobre el fondo colorido del paisaje interminable las caras conocidas y también las caras desconocidas, para verlas con aquellos halos distorsivos que me permitieran pensar en torno a esas personas que había en mi vida lo que realmente me diera la gana y no lo que yo suponía que estaba obligado a percibir y pensar. Incluso cuando pensaba mal de alguien, como era, en ese momento, el caso de mi papá, yo sentía el pensamiento aquel y la emoción aledaña, como una obligación, como si me hubiera hecho algo tan terrible que quedara cancelada cualquier otra opción; tenía que pensar mal y mantenerme enquistado en su contra. La obligatoriedad del mal. En esos momentos no me era posible quererlo y la falta de amor era de un tipo tan agudo que no podía suponer ninguna alternativa. Tenía un padre absolutamente detestable y por suerte se le había ocurrido tomar aquella decisión que a mí me conducía a una vida anodina en el medio del campo y a él lo ponía a salvo de mi rechazo vengativo. Sentía con tal fuerza mis sensaciones de animadversión contra las personas, que, a veces, me daba la sensación de que las mataba con el pensamiento, y en el colmo de la omnipotencia imaginaria, creía que podía ponerlos a salvo del poder de mi mente con alejarme de ellos. Eso era lo que estaba sucediendo con mi padre; él se estaba poniendo a salvo de la muerte segura gracias a su irrazonable decisión de alejarme de su vida.  
Así que entonces y para poder mantener a todos los seres queridos y a los momentáneamente odiados, campo, campo, campo, vaca, campo, vuelve la monotonía, campo, campo, campo, blanco y negro y marrón, nos mantenemos de este lado de la vida.
Aparte de revisor interesado en mi destino final, durante el viaje a través del campo, campo, se sentó delante de mí durante muchos kilómetros, una vieja llena de lana negra por todas partes envolviéndola y muchas bolsas con distintas hierbas y otras cosas que no pude discernir. Campo y campo en bolsas llevaba la vieja a todas partes, una colección de muestras de momentos de su vida, de todas las vidas del campo.
Otro rato largo estuvo allí una mujer más joven con una nena extremadamente inquieta que quería jugar conmigo y enseguida se dio cuenta de que era un antipático y me abandonó como compañero de juegos por inútil.
Luego vino al vagón un perro abandonado o con pinta de estar abandonado, que no sé exactamente de dónde salió y se estuvo mirándome fijamente durante muchos kilómetros y luego durante otra cantidad enorme de kilómetros miro por encima de mi hombro izquierdo, como si detrás de mí y a esa altura hubiera un loro o un búho o un ángel, en todo caso algún ser comestible para aquel flaco animal.
En cierto momento el perro se cansó y se largó a recorrer otra vez el tren, sólo mucho rato más tarde me pareció oírlo en un andén de una de las muchas estaciones en que se detuvo en convoy y en el momento de arrancar me pareció que lo veía pasar corriendo y agitado por la plataforma del andén.
Nos alejamos de esa estación y de su perro también, como de las muchas estaciones con y sin animales domésticos que pasamos previamente y continuamos en aquel largo y aburrido viaje de campo, campo, parecido a la vida.
Hacia el final se sentó delante de mí un caballero muy atildado que leía un periódico doblado a lo largo y mantenido entre sus manos como una gruesa caña de pescar, practicaba la lectura cilíndrica. Leía en curva el señor y usaba para eso unos lentes bastante gruesos que más se parecían a un telescopio que a unos aumentos de lectura.
Todo esto pasaba ante mi aislada mirada y no me afectaba, lo miraba como quien mira a una película que no lo emociona e intentaba al mismo tiempo adelantarme un poco hacia el futuro e imaginar cómo sería mi nueva vida en el campo, campo alternado con blanco y con negro vaca.
 Miraba de vez en cuando entre vaca y vaca los huecos en busca de mi amigo imaginario, lo imaginaba muy gracioso queriendo frenar la embestida de uno de aquellos locos animales desmandados. No lo encontraba, y me preguntaba cuándo volvería a verlo, y dónde se encontraría en aquel momento, pero no continuaba pensando porque la larga serie de asociaciones mentales que hacían referencia a él, acababan conduciéndome al lecho de mi madre.
Cuando al cabo de un tiempo que me pareció dos siglos enteros llegamos al destino, no final para mí, estuve pateando mi equipaje en dirección a la puerta y luego le arreé suficientes patadas para conducirlo a su debido momento en veloz caída gravitatoria hacia el suelo del andén de la estación. Lugar donde planté la maleta a modo de asiento y sentándome encima de ella me quedé una vez más mirando el horizonte, en ese caso, el campo debajo de la gigantesca techumbre metálica de la secular estación algo destartalada. Sólo un poco destartalada debido a que concurrían a aquella zona muchos turistas; de otro modo habría caído en la desgracia del abandono total, con su seguidilla de mal olor y progresiva destrucción de las instalaciones. El destino final de todo mueble citadino caído en desgracia por la ausencia de personas que lo doten de vida.
Allí, en mi inalterable papel de niño, sentado encima de mi valija miraba el paisaje desparramado a mi alrededor, ni una vaca a la vista, ruido leve de dos trenes estacionados y la gente pululando a su alrededor contra el colchón de silencio de la tarde campestre —el mar estaba suficientemente lejos para que no se oyera su constante y demoledor  martilleo abatiéndose una y otra vez contra la espalda del continente.
No me sentía heroico, me sentía banal y quizás azaroso, en el sentido de que todo lo que pasaba y la interpretación que yo le daba eran simplemente albures inconsecuentes; podría ser aquello y todo lo opuesto y a mí me daría igual; quizás ese era el resultado de mi entrenamiento de horas en el arte de convertirme solo en una mirada que observa el paisaje.
Me arrancó al fin de estas elucubraciones otra vez el revisor, quien se mostraba especialmente  protector de mi persona —pensé por un momento que quizás era un agente pagado por mi padre, todo lo que tenía que ver con mi padre me parecía procedente de un estado enemigo en guerra abierta contra mí.
Me dijo que el campo era infinito y que los pensamientos se volvían del mismo modo mirándolo, o algo parecido. Yo no le presté demasiada atención; sentía, respecto de aquel revisor y hacia todos aquellos que demostraran ocuparse en exceso de mi persona, un rechazo instintivo, los consideraba unos entrometidos en lo que no les importaba.
Continué en consecuencia mirando hacia el horizonte intentando así que el revisor se fuera de mi lado y ya no me hablara más con sus esmeradas palabras de protección. Empezaba a sentirme empalagado con su verborrea insípida y atenta.
Me quedé entonces mirando hacia el horizonte de vacas negras y blancas, y  marrones. Hacia el verde campo. Hacia la cuadrícula de azul celeste del cielo detrás de una vaca, de dos vacas, de ninguna vaca por momentos. Como si al retomar el contacto con la tierra y alejarme del movimiento perpetuo del tren, la tierra misma se hubiera esmerado en recordarme mi enojo y me obligaba en cierto modo a vivir en ese estado. Una monja me esperaba en una casa desconocida, austera o lujosa, casa de ricos, según me indicaban los ojos del revisor, loco de ganas de rendirse ante la autoridad social, volverse servil por un rato.
Caí en la cuenta de pronto que a alguien tendría que preguntarle la localización y los horarios de camión de Echeverry. Y esta duda la satisfice nada más y nada menos que con nuestro amigo el revisor, loco de contento al poder exhibir su carácter servicial.
El camón de Echeverry paraba justo en la puerta de la estación, pero faltaban unas seis horas, si era puntual, para que llegara.
Pero ¿cómo podía tardar casi tanto como lo que yo mismo tardé viniendo desde la capital del país? Una locura incomprensible.
Decían que Echeverry era gordo, que era lento mentalmente, que reía todo el rato como disculpándose por sus continuos, necesarios, inevitables errores de conducción y de puntualidad. Decían que Echeverry escupía al hablar porque le faltaban unos cuantos dientes. Que chocaba en el camino contra algún que otro árbol un día sí y otro también y que al hacerlo reía sin parar, como si hubiera cometido la mayor de las gracias. Decían que Echeverry se había criado en el campo en una finca abandonada y que él la había cuidado en compañía de una mujer boba como él, lerda y sin inteligencia aplicable, risueña y simpática solo para los que se sienten obligados a encontrarle cualidades positivas y un alma a cualquier planta.
Oyendo estas lamentables opiniones, sin poder detenerlas en la boca de los hablantes gratuitos, me estuve todas aquellas horas esperando la llegada de aquel hombre que a esa altura se me aparecía como un loco inútil que vivía sólo porque el aire es gratis. Un loco capaz de matarnos en cualquier vuelta del camino sin experimentar culpa ni responsabilidad y salir al tiempo riéndose a carcajadas de la bestialidad que había cometido. Imaginaba su risa casi mefistofélica y al tiempo sosa y boba, de retardado asesino por inconsciencia. Pensaba entonces que el destino a veces está en manos efectivamente de un idiota con el cerebro de una vaca que ríe mientras conduce entre campo, campo, campo, y vacas negras, blancas y marrones.
Un campo que ya piensa por sí mismo, absorto en su propia observación, y unas vacas negras, blancas y marrones que ríen sin dientes salpicando repugnante saliva, que conducen a veces camiones de transporte.
Campo, campo, campo.

jueves, 27 de marzo de 2014

Literatura líquida. Novela. Día 7 Entrada 10.

El día que me fui de casa tenía siete años de edad, me fui sin saber si volvería o no y la excusa que me daba mi padre para echarme de su lado era la mejor y más loable que podía haber aprobado cualquier heraldo de la moral y de las buenas costumbres y cualquier estado decidido a hacer cumplir las normas con el disfraz de las buenas intenciones. Papá quedaba de este modo como el más bondadoso de los hombres y como el príncipe de todos los padres. Todo lo que llevaba a cabo era por mi propio bien, no por  el suyo en ninguno de los casos, sino por el mío. Y yo lo que deseaba llevar a cabo era encontrar la fórmula para envenenarlo con cianuro y que la policía nunca llegara a descubrirme.
Nunca llegué a envenenarlo y la verdad es que al fin llegué a quererlo a pesar de este berrinche en la infancia, pero el día que me fui quedó tan grabado en mí que durante años sólo estuve yéndome de allí una y otra vez; incluso cuando la situación real haya sido que yo estaba llegando a algún sitio, si la lograba leer de modo correcto en su textura psíquica profunda sólo estaba yéndome. He estado yéndome de los sitios durante años; tanto tiempo y tantas experiencias acumuladas que parecen repetir una y otra vez aquel día.
El sol estaba momentáneamente oculto y yo estaba embargado por tal antipatía hacia mi padre que si hubiera tenido un revólver lo habría matado de un tiro allí mismo, sin dilación y sin piedad ninguna. Salí a la calle con los ojos y la cara ardiendo del llanto y de la rabia, el sol parecía ocultarse de vergüenza detrás de unas nubes negras que se desplazaban con bastante velocidad detrás de los chalets de nuestros vecinos. Nadie salió a la calle a despedirme, ninguna persiana se movió en nuestro barrio de chalets de estilo californiano y calles anchas como pequeños campos de fútbol infantil, tachonadas de grandes árboles que a veces caían víctimas de la sierra eléctrica cuando se propasaban con sus raíces y amenazaban los cimientos o la estructura de alguno de los chalets. Miré todo ese mundo idílico y limpio y me sentí asqueado y sucio. No sentía que hubiera verdad emocional pura en lo que me estaba haciendo papá, realmente sentía que papá quería matarme de un modo muy cruel. Subí al taxi que me llevó a la estación del ferrocarril, ni siquiera me acompañó hasta la puerta del vehículo que me alejaba no se sabía por cuánto tiempo de mi hogar. Mi equipaje ya estaba colocado en el maletero trasero del coche cuando me instalé en el asiento trasero; aquel hombre intentaba mostrarse simpático conmigo, se ve que mi  cara de pocos amigos era una imagen poco menos que deleznable, no me miraba más que de reojo a través del espejo retrovisor y emitía algún que otro suspiro y algún sonido más o menos gutural. No sonreía. Sabía en el fondo que el horno no estaba para bollos. Arrancó y al hacerlo se elevó aquel coche largo, largo, con un bramido de caimán, subió la trompa, roncó un ratito y se precipitó adelante a lo largo de mi espléndida calle llena de florecitas caídas de los árboles tachonando el camino. El taxi se desplazaba sobre aquella mullida alfombra de tiernas flores esponjosas que nos suavizaban el sonido y el camino. A nuestro paso se mezclaban el caliente aroma de los neumáticos quemándose contra el macadam ardiente y el dulce aroma procedente del puré de flores que se deslizaba por debajo del coche. Las nubes, cubriendo el sol, semejaban un cortinado extendido subrepticiamente por un mayordomo cuidadoso de las buenas formas.
Miraba el paisaje que recorríamos intentando grabármelo en la memoria, tenía la sensación de que no lo volvería a ver en mucho tiempo, y por eso lo hacía.
No sabía a dónde iba y todo lo concerniente a mis próximos pasos se cernía por encima de mi cabeza como un gigantesco paisaje oscuro. Nada temía porque nada sabía sobre el futuro y las personas que allí me encontraría. Lo que me inquietaba de alguna manera era saber si mi amigo imaginario, una presencia constante y monótona de mi vida a esta altura, podría llegar a donde yo iba, si allí habría, por decirlo de alguna manera, buena conexión para poder estar con él y para que él se pudiera adaptar y vivir a mi lado en ese contexto. Este dilema me hacía reír, se me presentaba como un fenómeno técnico, como preguntarse si el ancho de banda o el Wifi de la zona alcanzarían para que mi amigo pudiera conectarse y vivir a mi lado.  No lograba entender a cabalidad cómo se daba nuestra extraña comunicación pero me la imaginaba como un problema o situación de “conexión inalámbrica”. Esas cosas que los padres no pueden comprender.
Al llegar a la estación de trenes que en su día construyeron los colonialistas el taxista continuaba mirándome con carita de pena, parecía querer una propina o quizás un azote. Se lo habría dado de buen gusto; me sentía muy tirano y serlo era un placer en ese momento. Necesitaba que el universo entero me prestara atención y se rindiera ante mis órdenes.  El hombre intentó resultar simpático y lo hice fracasar con método y una sonrisa fría y cruel de insoportable cretino. Permití que depositara mi maleta en el suelo y no me acerqué a la misma hasta que el hombre, campechano en definitiva, no se alejó, como si fuera la víctima de una infecciosa y mortal peste contagiosa. El me miraba y en cierto momento sus ojos parecían evaluarme como objeto de su ira, parecía decir con los ojos: “¡Pedazo de niño cabrón, maleducado! ¡Ya te enseñaría yo con cuatro azotes bien pegados!” Algo así me llegaba desde su cerebro destartalado de taxista. Y lo miraba en consecuencia con un desprecio que le hacía aumentar más aun la intensidad del odio en sus ojos. A la gente para hablarle no se necesita dirigirle la palabra, a veces, con dirigir adecuadamente la antena emisora alcanza y sobra. Ese era el tipo de ataque que yo le estaba realizando al sector hipotalámico del cerebro del taxista. Y él me respondía con sus resoplidos y sus bufidos de hombre airado y con deseos de descargar su malestar.
Me habría ocupado de él pero ahora no podía, podría haberle encargado a mi amigo imaginario procedente de otras dimensiones intergalácticas, pero, ahora, que lo pensaba, mi amigo no estaba. ¿Se habría quedado en la casa junto a mamá? Dónde estabas en ese momento querido amigo, compañero de todas las horas.
Empezaba a hilvanar un hilo de pensamiento de este estilo cuando el ruido inmenso y abrumador de los grandes paquidermos de hierro comenzaba a rugir en la bóveda colonial de la estación y ese ruido me llenó de miedo, me convertí en un enano del tamaño de Gulliver en un país de gigantescas máquinas de oscuro metal.
Me introduje entonces en el vientre de la gigantesca construcción imperial y busqué con la mirada cuál era el tren que me conduciría a mi destino y en qué vía estaba listo para partir.
Aún faltaba un rato y lo aproveché para sentarme en un banco de hierro y madera bastante sólido que allí había y dejé que mi mente comenzara su ronroneo habitual, que siguiera con su renegar continuo de los últimos días. Empecé a oír las quejas que tenía contra mi padre, contra mi madre, contra todo el universo entero que no quería moverse en el mismo sentido en el que yo deseaba. Mientras escuchaba a mi mente despotricar, la gente pasaba arriba y abajo, algunos trenes empezaban a calentar motores y avanzaban con tímidos movimientos de arranque. Solo amagaban, no acababan de hacerlo. Yo dejaba a mi cabeza que se dejara aturdir por la música de las gigantescas máquinas.
Con ese sonido me sumergí en una espera que me depositó en nuevas playas, una espera que me hizo ver por primera vez, en aquella tarde nublada, que sí existían posibilidades de olvidar, cambiar y pensar en qué posibilidades habría de diversión y pasatiempo en el nuevo lugar de vivienda. Este paisaje nuevo se me aparecía de momento como un paraje hueco e incoloro donde aún no lograba colocar objetos ni adivinar presencias. Donde aún no sabía quién sería al funcionar en ese contexto, y una parte de mí apostaba a que retornaría pronto, con lo cual no acabaría de formarse una personalidad nueva en mí, adaptada a esa circunstancia. Sólo sabía que en el sitio hacia donde me dirigía se encontraba viviendo una tía abuela por parte de mi padre que, si no me equivocaba, era monja y por algún motivo caritativo en lugar de alojarse en su convento correspondiente con otras monjas, se encontraba en esta casa en el campo que mi padre mantenía ocupada con diferentes personas y con el objeto principal de que se la cuidaran. Nunca la había visto, y sabía que tendría que llegar a un pueblo enfrente al océano Atlántico y que si la suerte me acompañaba con la puntualidad del tren, allí debía tomar un camión que tenía en la zona de carga hasta cuatro banquetas atadas con cadenas para que la gente viajara al interior de las casa del campo más alejadas, dando saltos y todo tipo de tumbos en caminos de barro seco o mojado según la hora del día. La certeza que tenía además era la de que el mejor modo de llegar era con el territorio a recorrer en estado de sequedad, porque de lo contrario nos podíamos ver atrapados en un légamo gelatinoso de donde quizás no pudiéramos volver a salir sin riesgo de volcar en toda una noche de lluvia. Esta perspectiva me animaba de varios modos, en una de las versiones que más me animaba, moría, moría aplastado por el camión, atrapado allí mientras me devoraban unas fieras desconocidas. Moría de un modo bien cruel para mayor castigo de mi papá, por lo que me había hecho. De esa manera aprendería mediante el dolor lo que era no haber visto lo que es tener un hijo digno de tal nombre y tratarlo como si fuera una bolsa de papas. Con mi muerte me vengaría de la falta de amor a que había sido sometido; ya verían.
En estos pensamientos estaba cuando se acercó un circunspecto revisor de boletos del tren para preguntarme a dónde me dirigía. Le dije que a Magnolia, la ciudad de la costa atlántica. Me inquirió acerca de si ese era mi destino final. Me sentó un poco tremenda esta pregunta. ¿Destino final? Si enlazaba con algún otro tren en dirección a alguna otra ciudad del interior del país. ¡Ah! Vaya torpeza la mía, queriendo oír frases con trascendencia y el revisor sólo me preguntaba acerca de transbordo. Cuanta ilusión la mía, cuanta creencia en un destino más digno dentro de la existencia humana. Empezaba a no entender bien qué hacía en medio de todo este trasiego. No, le respondí, me quedo allí, luego tomaré el camión de Echeverry. ¡Ah! Exclamó el hombre como si conociera a Echeverry de toda la vida y como si eso explicara algo crucial acerca de mi persona y mi aspecto. Me refistoleó de arriba abajo y me preguntó si iba a alguna “estancia”, esa era la manera en que llamaban a las grandes fincas de terratenientes. En ese momento y ante tal pregunta decidí que debía disimular por seguridad, decidí que debía responder que no, que iba a una pequeña casita de una finca pequeña, una “chacra” para que no pensaran que yo andaba transportando dinero por millones en mi maleta o que si me secuestraban obtendrían algo por mi cuerpo escueto. No, insistí, voy a una modesta chacra.
El hombre entonces preguntó: ¿La de quién?
—No sé el apellido porque no soy de esa familia, respondí, estoy invitado.
            El hombre entonces acabó de mirar mi boleto y me indicó en qué vagón debía subir y me indicó asimismo que estaría paseando arriba ay abajo y que cualquier cosa que necesitara no vacilara en pedírsela a él. Me dijo su apellido y agregó que estaba para servirme.
            Subí entonces en mi vagón inglés con mullidos asientos forrados con un terciopelo verde oscuro y me instalé allí dispuesto a vivir aquel viaje de ocho horas hasta la costa del océano Atlántico del mejor modo posible. Quería mirar el paisaje y llenarme del mismo, sentirme una persona nueva y dejar que poco a poco el aire y la visión del campo extenso me limpiara del dolor vivido en los últimos días antes de mi partida.

Con Melissa Hernández de Crónica de Xalapa


Visita de Ehécal del Cronica de Xalapa.


Visita de don Rafael a Literatura líquida

                                  Visita de Rafael, terapeuta y hombre con mucha experiencia
                                   que la quiere volcar por escrito

miércoles, 26 de marzo de 2014

Literatura líquida en librería RAYUELA Performance con Héctor D'Alessandro

Literatura líquida. Novela. Día 6. Entrada 9





Se ve que yo estaba poseído con carácter crónico sobre el alcance todopoderoso de mis capacidades de comunicación en este y otros mundos, en esta y otras dimensiones. No había ningún ser o ente, por extraño que parezca en su aspecto o en su modo de comunicarse, fuera del alcance de mi antena. Estuviera donde estuviera me llegaba la onda de cualquier amigo procedente de cualquier galaxia y si el caso era mi propia madre, por lejos que se encontrara con su mente en otras zonas inaccesibles de la realidad, más temprano que tarde yo podía llegar a sintonizar con ella. Esto constituía el motivo principal de mis discusiones con mamá y la enfermera, una señora muy convencida de sus capacidades parciales y privadas y el modo en que las aplicaba. Nadie me quería dejar al lado de mi mamá, sin embargo me exigían el amor incondicional hacia ella; yo no podía amarla sin impotencia, frustración y rabia, si no me la dejaban ver y aunque amarla implicara la visión de una imagen suya excesivamente deteriorada, no me importaba nada. No era un amor malsano ni un amor que se pudiera ver afectado, según expresión de mi papá, por la visión de imágenes espantosas; era un amor que estaba más allá de cualquier imagen desagradable.
Al fin, yo era un niño, un niño implacable que no se daba por vencido ante ningún desafío y continuaba allí, al pie del cañón, junto a la cama de mamá, mirándola atentamente en todos sus movimientos y preguntando a cada segundo si necesitaba algo si podía ayudarla, si me escuchaba para poder contarle una historia, una historia que la ayudara en el trance y le recordara que yo estaba allí a su lado y que velaba por ella, que la quería.
Miraba sus ojos con embeleso, detenimiento y constancia infinita. Le preguntaba a sus ojos con los míos, Seguía su mirada con la mía y establecía lo que creía un diálogo de miradas, aunque en el fondo sabía que su mirada estaba fría y dura y quieta y que aquel ser cariñoso que habitaba dentro de su cuerpo estaba emprendiendo un viaje en el cual yo no tenía participación ni entendimiento y por lo tanto no podía seguirla  ni acompañarla. El viaje que emprenden los seres cuando se enfría su mirada y a todas luces ya no están. Pero yo sabía que mamá todavía estaba y que estaría un tiempo y confundía a veces mi deseo con lo que realmente estaba viendo; papá y la enfermera aquella eran dos seres más bien pesimistas que muchas veces fruncían los labios dando a entender que no acababan de confiar en las posibilidades de sobrevivencia de mi madre. Ver aquel gesto me dolía y me debilitaba de un modo máximo, me derrotaba para todo esfuerzo y para todo animo entusiasta, me caía dentro de mí mismo y la caída era extensa y profunda y vertiginosa. Me caía sin fin dentro de mí mismo en una oscuridad triste que hasta ese año no había conocido. A veces le susurraba “mamá, mamá, yo sé que me estás escuchando”. Pero esa afirmación no me salvaba del abismo y de las dudas tremendas que me tenían preso. Era más una afirmación cuya veracidad yo deseaba creer que la realidad de lo que sucedía. Mamá estaba en otros mundos. Cuando me enojaba de verdad con contundencia y enérgica violencia pasaba por diferentes estados, en los cuales por momentos me sentía omnipotente y creía de verdad que podría revivirla como Jesucristo a Lázaro y en otros momentos me arrepentía mucho de todas las bobadas que llegaba a creer y renegaba rompiendo objetos a mi paso en la casa y en mi habitación y me decía a mí mismo que nunca, nunca más me encariñaría con alguien porque las personas mueren. Llegué a sentirme profundamente traicionado por la ausencia de mi madre, no estaba viva pero no estaba muerta y estaba en un limbo de inacción en el cual sólo se encontraba para perjudicarme, para joderme literalmente, solo por romper un poco los huevos. La acusaba de estar en ese estado sólo por molestarme. Recuerdo mis diálogos a su lado, pretendidos diálogos evidentemente, “mamá, yo sé que puedes oírme, yo sé que me estás oyendo, si esto lo haces para perjudicarme porque alguna vez te dañé, por favor, te pido que reconsideres todo otra vez y que…” Y así horas y horas, me grabé en el cerebro un disco rayado que hoy día si quisiera podría repetirlo con absoluta comodidad y hasta con exactitud. Las palabras y sobre todo el tono en que eran pronunciadas, ese tono me infundía una borrachera emocional penosa de la cual era casi imposible evadirse, me cercaba como una jauría de perros y me iba arrinconando en una estado inevitable hasta que por fuerza del sonido de mi propia voz caís exhausto de emociones negativas y hundía mi cara contra el cobertor de la cama de mamá, hundía ahí mi cara y dejaba que las lágrimas se secaran, respiraba las pelusas de aquella ropa de cama y dejaba que me invadiera el aroma dela cama de mamá y el aroma de mamá, un aroma que parecía ir desvaneciéndose junto con toda ella, su espíritu se volatilizaba y muy pronto, si no lograba olerla, tampoco podría sentir que ella estaba presente, no quería pronunciar una frase ridícula que había escuchado en las telenovelas y que venía a decir “no me dejes” o “no te vayas”; sentía que si las pronunciaba empezaría de alguna manera misteriosa y malsana a empujarla un poco hacia fuera de este mundo y no quería sentirme criminal de mi madre. En aquella habitación, de la cual, por suerte, un día salí para no volver nunca más, aprendí el miedo a muchas palabras y a muchas frases, palabras y frases cargadas de profecía y que me sumieron en más y más trabajo para el futuro, trabajo para desencantarme de sus maleficios, desasirme de sus terrores.
Iba a tener que aprender a pronunciar muchas palabras y frases, en el futuro, libres de un sinfín de emociones atenazadoras.
Me tenían que despegar, literalmente, muchas noches, de la cama e mi madre, arrancarme del último sitio donde hubiera dejado apoyado mi rostro contra la cobija. Y lo peor se venía encima si en el momento de desasirme de su manta se les ocurría hablarme a la vez, brindarme un discurso moralizante o algo por el estilo, esto desataba a todas las furias en mi interior y comenzaba a patear y a dar desgarradores aullidos, insoportables para los oídos de papá y la enfermera.
La agitación desesperada de la que era repentinamente presa me asfixiaba y al mismo tiempo me impelía con una fuerza sobrehumana a rebelarme chillando a más no poder hasta lograr desesperar también a todos los que estaban bajo el mismo techo e incluso a algunos vecinos. A cambio, su respuesta progresiva como una escalada militar fue una cada vez más aguda preocupación por mí y por mi salud emocional y física. “Me preocupa mi hijo”, pronunciaba toda la tradición de automatismos verbales de mi papá a quien quisiera oírlo, y a mí me desquiciaba esa frase, llegué a odiarla con todo mi corazón. ¿Por qué tenía que preocuparse por mí de palabra? ¿Por qué no me abrazaba y me transmitía de ese modo una certeza que viniera de la sangre? Le habría dicho estas palabras y le habría hecho estas preguntas si hubiera estado a mi alcance, pero sólo era una sensación sin palabras y no lograba articularlo como ahora lo hago. El resultado era cada vez más y más impotencia, porque mi papá era un animal de palabras.
Cuando uno conoce, con el tiempo, a varios animales de palabras, se da cuenta de que lo peor no es que manifiesten verbalmente la preocupación en torno a un tema o acerca de una persona, lo peor, cuando esas palabras llegan a pronunciarse, aún está por venir. Lo peor aparece en escena cuando el animal de palabras se decide y dice a continuación que se va a entregar a la tarea de encontrar una solución. Una solución para su preocupación, no para su aparente origen. Pero lo más extraño e hiperbólico es que la solución se aplica en el supuesto origen; en este caso: yo.
Yo me lo temía y de alguna manera lo intuía desde mucho tiempo antes que fuera pronunciada la temible frase.
Había decidido enviarme a pasar una temporada con unas tías al campo, bien lejos de casa; aquello representaba para mí un castigo equivalente a arrancarme la piel a tiras. Sin embargo, a papá le parecía lo más natural del mundo. No diré nada de la enfermera que parecía aprobarlo todo; mientras procedieran, las decisiones, de mi padre.
Esa arbitraria decisión me alteró, haciéndome oscilar entre la ira y la triste decepción; no sabía bien, bien, si romper todos los muebles de la casa a patadas o dejarme abatir por la depresión. Y al mismo tiempo que tendía querer desahogarme con un arranque de profunda ira visceral, me frenaba porque un pensamiento me decía que esa reacción sólo haría que precipitar la decisión que había tomado respecto de mi pequeña persona. Me encontraba, en consecuencia, en una especie de inamovible jaque. Inmovilizado por el temor y para ahuyentar el temor, también inmovilizado.
De esa situación no puede salir nada positivo.
Acumulé, viviendo de ese horrible modo durante meses, un rencor agudo pero a la vez continuo contra mi padre; empecé a echarle la culpa, no sólo de lo que en ese momento sucedía en nuestras vidas, sino de todo lo pasado, que realmente desconocía en su mayor parte pero que me lo inventaba al efecto de hacerle caer encima toda la culpa universal. Pasé a considerarlo un sujeto indigno de todo punto de vista y nuestra relación se resintió por mi parte durante muchísimo tiempo.
No nos hablábamos casi, y esto no era mayor obstáculo para mí. Creo que para él sí llego a significar un motivo de incomodidad continua, dolor y enojosa molestia. Lo intentaba conmigo una mañana y otra, a la hora del desayuno, al mediodía, a la hora de comer, cuando me llevaba al colegio —algo que antes no hacía— cuando me encontraba haciendo los deberes escolares. A toda hora mi padre parecía un hombre adulto instigado por algún tipo de terapeuta o psicólogo con buena voluntad que le sugiriera fórmulas verbales anodinas cuando estúpidas y vulgares; todo lo procedente de mi papá empecé a considerarlo de este modo. Y aunque eso debería haberme dolido un poco, logré que eso no sucediera, inmunizándome así ante sus extravagantes intentos de congratularse conmigo. Lo mantenía a raya con mis silencios o con parcas palabras neutrales referidas a las tareas y acciones propias de la casa, indicaciones o frases formales y a veces burocráticas, frías en todos los casos.
Construimos durante ese tiempo un hogar frío y sin sentimientos en el cual papá sí podía sobrevivir pero no yo; por eso, y aunque durante años me negué a reconocerlo, la marcha significó para mí una renovación de mi experiencia cotidiana, volviéndola más viva y vibrante, mas colorida, más animada y sobre todo más intensa. Pero nada de eso acepté ver; y cuando un corazoncito se cierra y no quiere experimentar pasa algo muy raro y contradictorio; y es que se quiera o no se experimenta igualmente, pero la negación como un freno está allí puesta como un candado en un portal y no hay quién pueda abrirlo, se mantiene sellado a rajatabla y por mucho que te intenten convencer de lo contrario, no lo lograrán. Es dolor pero se disfraza de fortaleza, es fortaleza pero hecha de pura fragilidad; es una fragilidad, pero no te hace fuerte sino que te debilita, te debilita de continuo como si te comiera los glóbulos rojos pero te convence de que en realidad te está haciendo más fuerte que nunca antes. Te hace sentir débil al fin, de golpe o en cuotas, y te engaña para que pienses que eso sólo es el resultado de la fragilidad; y te lo crees, con lo cual te conviertes en tonto, y siendo ignorante frente a tu propio estado, te crees sin embargo dueño absoluto del conocimiento sobre ti mismo. Te ignoras entonces, pero crees saberlo todo; no tienes solución, entonces, porque no puedes conocerla. Pero conociendo otros estados, alterados realmente, de los cuales no puedes evadirte, no conoces nada en realidad porque esos estados no son el conocimiento. Te diriges entonces con ese saber acerca de ti en busca de respuestas pero nada puedes encontrar porque en donde te encuentras no existe la respuesta porque no existe la sabiduría solo el dolor inconsciente de sí.

Diario líquido. Héctor D'Alessandro

Diario líquido
26 de marzo de 2014

            El paso que va de la gravitación de la persona como ciudadano a consumidor está en la esencia de la invulnerabilidad de las instituciones sólidas.  
En casi todas las áreas de la vida social se ha producido este paso y en el caso de los escritores se produjo motu proprio; claudicaron sin lucha a través de órganos que les permiten opinar que la literatura tenía o al menos los intelectuales que escribían tenía una pretensiones que no coinciden con el alcance de su obra o pensamiento, y muchas veces eso es cierto. La popularización de cierto tipo de libros permitió cubrir el inmenso campo de la lectura con una nube de ideología. Leer es inofensivo, leer es una actividad solo una actividad nada más que una actividad; como si a la hora de hacerlo se debiera cancelar cualquier principio motor.
Cada día más el libro es más una mercancía sometida a juicios propios de los objetos mercancía. La presentación, el colorido, incluso el metraje que se puede cubrir con ellos de estantería, hace unos pocos años. Los críticos incluso se han sometido voluntariamente a corrientes de pensamiento más mercantiles que literarias. Así entonces por ejemplo se pueden leer críticas en las cuales un libro es menospreciado porque repite fórmulas del siglo XIX, no porque lo haga de un modo fallido, sino porque el modelo es viejo. Y la noción de lo viejo se extiende a hace sólo quince años, al modo como calculan los adolescentes lo antiguo.
La literatura del hit parade.
En cuanto a las nuevas presentaciones: pdf, ebook, etc
Estas hacen entrar al libro como mensaje en un formato. Y al hacerlo induce un formato de lectura, una lectura, a mí parecer, y puede que dentro de dos años deba confesar que estaba equivocado, atomizada y que impide la contemplación de la estructura global.
La gran contrariedad cómica de todo este proceso, una de las dinámicas con más rendimiento en humor, es la contrariedad que viven los propios escritores, envanecidos de gramática; en realidad, es lo mismo que envanecerse de conducir el coche. Una destreza neurológica que implica similares funciones y una intensidad de concentración análoga.
Hoy un amigo en Facebook, chateando me dijo sobre el libro que llevo días escribiendo:
“Héctor, lo que nadie te va a perdonar es la calidad extrema de los textos que a diario escribes y subes al blog”.
Un juicio, a todas luces, del modelo de comparación jerárquica de los ámbitos propios de los literatos.
Yo escribo para que quienes quieran hacerlo experimenten la sensación de facilidad, que es la primera que se debe sentir en el cuerpo para dar el paso hacia la excelencia.  
La literatura es un objeto amado que duele al ser entregado a la muerte en su forma hasta ahora conocida; en Barcelona ya se venden los libros en las peluquerías y en las tiendas de ropa y en los bares, en los estancos de tabaco, como objetos arqueológicos rescatados de un incendio y puestos a malbaratarse a un euro. Ahí van Cronin, Somerset Maugham, Vargas Llosa, Arguedas, Moravia, todos sin clemencia, como antigüallas en formato papel.
Lo que importa es el formato; y parece que también la escritura y la lectura, que permanecerán más allá del papel.
Estos nuevos modos necesitan de una identidad y en la modernidad líquida, la identidad sólo se logra mediante la exposición pública.
En eso estoy.

Héctor D’Alessandro 26 y marzo y Xalapa