lunes, 12 de mayo de 2008

La realidad de las ciudades. Por Héctor D'Alessandro


La realidad de las ciudades. (1994) Por Héctor D'Alessandro Sala

Mi deplorable condición de argentino

me impedirá incurrir en el ditirambo

–género obligatorio en el Uruguay–,

cuando el tema es un uruguayo.

Jorge Luis Borges

Dilucidar el arduo problema que tengo entre manos me proporcionará el denuesto y la apología en ambas orillas del río más ancho de la Tierra; el Río de la Plata.

El carácter real de esta historia ha de quedar, necesariamente supeditado a la conmoción de primera línea que ha de iniciarse en otros órdenes.

No me presentaré con mi nombre verdadero; ésta circunstancia no me afectará. Diré, sólo por fijar de algún modo mi identidad para el lector, que soy la encarnación material y concreta de aquel poeta de segundo orden al que también cantó mi querido amigo Borges. En mi persona real se inspiró para aquellas escrituras. Me exornan, asimismo, otras cualidades de las que aquí doy cuenta. He estado, a lo largo de mi ya extensa vida, compartiendo cátedras de importancia. Llegué a mi cumbre en un verano asaz luminoso de California del año 1976 o 1977. En aquella aula me flanqueaban, a la izquierda Jorge Luis y a la derecha Rodríguez Monegal. No diré más. No deseo revelar mi personalidad concreta y cuido cada término y cada dato con la finalidad de impedir el montaje del rompecabezas.

Siempre faltará una referencia.

Nací en 1902 en una de las más bellas, luminosas y oxigenadas ciudades de la geografía: en la marítima Montevideo. Una ciudad preñada de egolatría. Una ciudad que cada amanecer parece desperezarse como un animal joven pletórico de respiración. La bibliografía mundial la enumera distintamente. Fue o es sucesivamente "la nueva Troya" de Alexandre Dumas. "La Atenas de Plata." "La tacita de plata", en competencia con Cádiz. "El otro Monte" de Isidore Ducasse, significada como un Parnasso. "Capital de la Suiza de América". Denostada casi exclusivamente por sus propios hijos (Julio Herrera y Reissig) no diré con qué palabras.

A fines de la década del 40 conocí por segunda vez a Jorge Luis Borges en la cafetería "Sorocabana" ubicada en el centro de Montevideo. No hacía mucho que Borges había tenido un accidente bonaerense; en la oscuridad de una escalera se dio un golpe en medio de la cabeza que lo dejó sin sentido hasta su despertar a la conciencia días luego en el hospital. Aquella experiencia sería trascendente para el desarrollo de su persona y, lo que es más importante para la humanidad instruida, su apertura a nuevos mundos fantásticos.

En el mismo hospital Borges solicitó lápices y cuadernos donde comenzó a anotar lo que su imaginación se había encontrado de un modo, a todas luces, no casual.

Aquella tarde, polemizamos hasta el atardecer acerca de la enmarañada genealogía del antiguo virreinato del Río de la Plata; las equívocas circunstancias que nos "juntaban" según el perdido lenguaje de los criollos o que nos "hermanaban" si nos atenemos a las palabras de las castas políticas de las dos orillas. El fervor del patriotismo no es, claramente, patrimonio de Jorge y tampoco forma parte del mío, aunque me duela.

Ambos éramos, aquella tarde, de similar parecer. La forma que le aporta el medio no debe oprimir a la persona; pensaba yo, algo más adentrado en materias de la Ciencia Política –ciencia que en nuestro días lleva un nombre más parecido a la designación de una vacuna antimicrobiana que al de un saber–. Jorge, más pobre, menos leído, simplemente modesto, quizás irreal, distanciado u orientalizante, consideraba estas circunstancias como irreales y el ego como una vicisitud cimentada por el vacío.

Todo aquello que nos rodeaba podía ser distinto; la ciudad se cambiaría por otra y las relaciones entre colectivos humanos radicalmente otra, sólo permanecerían dos egos que hablan sobre el destino y las características de sus pueblos.

El halo de la Gloria ya acompañaba a mi tranquilo amigo. Yo lo podía ver y aquello me modificaba. En aquella época leía mucha historia de las diversas patrias, combinaba aquello con la inquietante consulta a la Blavatsky y al supernumerario Leadbeater. En todo podía ver el diseño oculto de un significado; éste estado sólo había sido cantado por Paul Claudel aunque hay sobrados motivos y referencias acumuladas para hacerlo obvio.

Las circunstancias todas del accidente referido por Borges, componían una cosmología particular plena de sentido y profundidad. Él ya no era el que había sido; pero de un modo radical. Aquel accidente que puede ser "pequeño" o una "nimiedad" a los ojos de los profanos, tiene un hondo significado.

Reconstruido como un acto de dramaturgia, paso a paso, compone, en todos sus detalles, una maravillosa metáfora casi esotérica del inicio, umbral o entrada en el camino que nos conduce al centro de nuestro ser y nuestra vida. Los caminos son circunstanciales; todos llevan al mismo lugar.

Jorge había ido a visitar a una mujer amada. Se comunica con ella través del interfono. "Ella abre las puertas." "Él atraviesa el umbral." Cuando se dirige al ascensor, un repentino y a mi parecer, nada casual, "corte de luz" le deja sin medios mecánicos, tecnológicos, normales y fáciles de ascenso. "En la oscuridad busca a tientas, sin luz, guiado por la memoria y la intuición una ruta de ascenso." Una escalera. La subida es prolongada y dificultosa y "en círculos". En uno de los pisos, con la seguridad que le han dado ya varios minutos de ascenso se despreocupa, se olvida de sí, con la plena soberanía sobre sus sentidos más mecánicos, con fuerza y entusiasmo se ciega más aún a cualquier eventual dificultad. Entonces, de pronto, tropieza, se golpea la cabeza con el marco de hierro de una enorme ventana abierta a la noche en medio de aquel ascenso circular y homogéneo. No es una casualidad que fuera justamente una "ventana", con el enorme contenido simbólico y arquetípico de que este inocuo elemento de la cultura humana está cargado.

Tras aquel imprevisto golpe, la oscuridad total y la inconsciencia.

Caía la tarde en Montevideo y la atmósfera se tornaba irreal. Jorge y yo sentados en aquellas añejas sillas del café "Sorocabana". Él bebía una grappa con miel, yo degustaba un café; la última exquisita mezcla traída del Brasil.

Inevitablemente debimos hablar de tango. Una vez más se debatió en nuestra austera y marmórea mesa la pintoresca versificación de Santos Discépolo. Una vez más juntamos en espíritu a Razzano y a Homero. Inevitablemente nos divertimos, entre elegantes y cáusticos, fingiendo polemizar acerca de la filiación de Carlos Gardel. Aún estaba escondida en el tiempo la tesis de Sebreli que confirmaba el nacimiento de Gardel en el Uruguay y las abstrusas y sórdidas razones de su nacionalización como argentino.

Borges reía en aquel atardecer, entrecerraba sus ojos con sorna. Nunca hubo en él una ironía bien definida; apenas una dulce insinuación más similar a la compasión que otra cosa.

Como dice nuestra gente "una palabra trajo a la otra" y terminamos hablando de nuestro propio parentesco. Pertenezco a una estirpe de españoles y portugueses que dio entre otros al primer aviador del Uruguay, Don Larre Borges. Este es, justamente, el momento que vincula nuestra sangre. No diré más.

Muchas ocasiones, a lo largo de la vida, el significado profundo de una conversación no se hace claro hasta mucho tiempo luego. Ninguna conversación es inocente; todas están, permanentemente, deslizándose al borde de una verdad o una realidad con la que tiene una secreta conexión.

Aquella tarde hablamos de la escondida filiación de Gardel; en realidad, hablábamos de otras cosas con las cuales aquella antigua polémica tenía una relación de espejo vagamente deformante.

Borges hablaba, esperábamos a alguien –no recuerdo a quién– y comenzaba a sentirme extraño, como si buscara algo inquietante en mi memoria.

Todo atardecer es raro; y en Montevideo, esta peculiaridad, parece acentuarse.

Con los muchos años y el trabajo del olvido y la memoria, aquella tarde se modificó de modo sustantivo.

Llegué a pensar ¿hablé con Borges alguna vez, sentados a una mesa de mármol, en elegantes sillas de madera muy antigua?

Las alternativas excitantes de nuestra ciudad, el ir y venir, las nuevas inquietudes, el reverbero intelectual, no me impedía volver, cada tanto, a repasar aquella tarde.

Hasta que un día, en casa de Haedo, me di cuenta y casi me sobrecogí. Una foto muy antigua hecha en el departamento de Soriano me mostraba a mí, a mi madre y a otro niño. Interrogado mi tío Alberto, casi centenario, me lo confirmó.

"Ese, hijo, es Borges cuando todavía era uruguayo. Oriental, como le gusta decir a él."

Borges, exornado de su halo de fama, que ya apuntaba al futuro, sus recurrentes temas de conversación, la dignidad de su persona actual, me ocultaba un hecho antiguo.

En la finca de campo de Soriano, cerca de las misiones jesuíticas, acariciado por el aire eterno de los pinos y las acacias, vivía, a comienzos de siglo, un niño que era mi amiguito y que se llamaba Jorge Luis; huelga pronunciar su apellido.

No lo había soñado. Había allí una foto.

Aquel niño del campo hablaba inglés, francés y se defendía muy bien en portugués.

Nada más llegar a Montevideo le escribí a Borges; le narraba la inmensa alegría de saber que mi sensación de "dejàsvu" tenía un sustento material en el pasado.

Contestó. Cuatro líneas agradeciendo mi epístola pero no mencionó, en ningún pasaje, el hecho de que en el pasado nos hubiésemos conocido en tales circunstancias.

Pensé, un poco audazmente, "no desea dejar rastros de su pasado uruguayo". Pensé, incluso, que quizás el pasaje en que se lo mencionaba no estaba suficientemente claro. Llegué a creer que aquel pasaje, mágicamente, se había borrado. Pensé "ser Borges y, además, ser uruguayo, es, casi, un pleonasmo".

Y guardé el secreto.

Lo guardé hasta que casi treinta años luego volvimos a encontrarnos y le vi hacer algo similar a la magia ante un público anglosajón. Nuestra patria estaba sometida por el terror de una feroz dictadura y los emigrados y exiliados éramos miles.

De entre el público salió una señora de aspecto inocuo que no hizo ninguna pregunta de alto contenido intelectual; simplemente le dijo, casi gritando, desde la platea:

–Borges, soy yo. Soy Olga, la hermana de Panchito. Se acuerda... del Uruguay.

Y él, entre la sorpresa, el agrado y algo similar a una equívoca confusión, respondía como un médium:

"Sí... Panchito... caramba... claro, claro que me acuerdo... En el Uruguay."

Y así divagaba creando una atmósfera de reconocimiento pero sin llegar a decir nada concreto, moviéndose en el recuerdo de la realidad como si recordara imágenes literarias.

Entonces no me aguanté más, en medio de aquella conferencia llena de público admirador, apoyé mi mano en la suya y acercándome al ciego poeta le susurré al oído:

–Borges, a mi no me engaña, usted nació y se crió en el Uruguay. Nosotros, de pequeños, en verano éramos compañeros de juego. No lo declara por modestia, ¿verdad?

Él rió y me susurró al oído.

"Eso son detalles, circunstancias. No es la primera vez que me lo dicen. Los mitos son más fuertes que la realidad."

¿Qué quería decir? ¿Qué se sentía, en lo hondo de su corazón, tan uruguayo como argentino? ¿Que el mito de su origen argentino era más fuerte que la realidad de su nacimiento? ¿Que el mito uruguayo de considerar propio todo lo más granado y excelso era más fuerte que su posible origen argentino?

Lamentablemente, habían pasado más de setenta años. Aún así, con pocas esperanzas, viajé a Soriano en busca de pruebas, de documentos. De algún modo me comporté según prescribe el mito del escritor de segundo orden que alimentó Borges en su poema inspirado en mi persona. Invencible al fracaso ante la realidad, incapaz de demostrar la majestad de su genio, se inclina por la obra meticulosa, trabajada, documental, probatoria de algo.

Fui en busca de una partida de nacimiento.

Y la encontré, el 23 de agosto de 1900 había nacido un niño en Soriano con su nombre. Allí estaba. Los nombres de sus padres estaban borrosos, pero podían restituirse en la caligrafía emborronada por el tiempo, con algo de imaginación, los nombres de sus progenitores.

Fui a casa de nuestros antepasados. Casi nadie lo recordaba pero suponían que era "ese escritor tan famoso". Nuestros antecesores no estaban al tanto de las novedades literarias; apartados, vivían del material rumiado por su propia memoria.

Mi tesis demostrativa se quedaba coja; mi tío Alberto Haedo tampoco se atrevía a afirmar con seguridad la identidad de aquel niño y el hombre actual.

¿Quién puede asegurarme que corrí tras una fantasmagoría? Borges era un experto en fantasmagorías y en la redacción de anécdotas fantásticas. El uruguayo que se hizo pasar por argentino. Narraba con inocencia auténticas mitologías mediáticas entre éste y los otros mundos; dejó lo mejor de sí en conversaciones misteriosas construidas con un sinfín de sobreentendidos. Sólo yo poseo el secreto, la hermenéutica de su ascenso a la luz en una torre oscura con todas y cada una de sus claves cabalmente ocultas.

Poseo un documento y la contumaz convicción contraria a la de una generación entera en el ancho mundo. El tiempo es nuestro único aliado; cae la noche en Montevideo, sólo yo sé que Borges era otro uruguayo y, como dijo un gran poeta, "sólo es real la niebla"*.


(*)El “gran poeta” es Octavio Paz.

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