Borges y los tupamaros.
Héctor D’Alessandro
Imaginen una tierra una tierra que tapona y cierra la lucha entre imperios. Entre el Imperio portugués y el español, entres las castas criollas descendientes de unos y otros. Entre el pujante imperio inglés y el débil imperio francés. En medio una tierra “purpúrea” que marca el linde y establece el horizonte. Están imaginando el Uruguay. Allí nacen y crecen seres con una conciencia no desagarrada de su identidad; una autoconciencia fría y clara. Somos un resultado; buen método para estar sobre la tierra.
En ese lugar nace la guerrilla más elegante que conoció Occidente.
Con una identidad inabatible; pero con una conciencia de que esa identidad sólo es una función de una acción mayor, una representación necesaria.
Los toques de ironía de su accionar entró en concordancia clara con el desarrollado sentido del humor de la población.
Al otro lado del río un hombre, un hombre ciego, maquina sus visiones, las manipula a un lado y otro y vengarse de la realidad parece su objetivo. Pone sus manos delante del rostro y no las ve. Existe pero sabe que no es. Sabe que no es. Que desconoce y desconocerá los secretos designios del Universo. Circunstancias y el fanatismo de una historia violenta le llevan a desertar de sus creencias juveniles. Calla y observa, no habla de nadie que no haya muerto hace cien años.
A ambos lados del río, los jóvenes son asesinados a tiros, los lanzan desde helicópteros. El hombre ciego estrecha la mano de un dictador horrendo.
En el fondo de un pozo, un guerrillero tupamaro recita para sus adentros un poema del poeta ciego. La belleza es propiedad de la raza.
Pasan los años; los antiguos guerrilleros desbaratados gobiernan la tierra purpúrea.
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