El destino del planeta. Héctor D’Alessandro
Recuerdo que un día mi padre –podría haber sido otro, pero fue él– me dijo “te voy a explicar el pensamiento mágico”. Una pregunta que yo le había hecho hacía unos días y que él había dejado para mejor momento, para cuando se le ocurriera algo.
Mi padre trabajaba como contable en la oficina de Koñaliris; para que me entiendan, la oficina del cuñado de Onassis que representaba los intereses de “Ari” en nuestro país. Esto significa, hablando en plata, y nunca mejor aplicada la metáfora, que mi padre estaba en íntimo contacto con aquellos para quienes la magia funcionaba de acuerdo a su propio deseo y finalidad. Unos hechiceros dotados de eficacia.
Cuando íbamos a reuniones o fiestas o celebraciones del calendario a casa de nuestros parientes de clase media, siempre resucitaba la conversación acerca del trabajo de mi padre y, sobre todo, a quienes conocía y a quienes no, qué lugares había frecuentado y en compañía de quién, el interés entusiasta habitual del que ve la jugada desde las gradas. Ellos pensaban que mi padre, al estar iniciado en el “coven” de los grandes magnates, conocería importantes secretos. Según decían mis tíos, con las camisas arremangadas, la botella de cerveza en una mano y la baraja en la otra, aquellos ricachones “movían la pelota” y “estaban detrás de lo que sucede en el mundo”. Y si no, decía siempre alguno, fíjense lo que pasó en la segunda guerra mundial. Gracias a que los bárbaros del norte siempre inventan alguna teoría política -fascismo, nazismo, comunismo- con la cual desarrollar la industria de la guerra, nosotros vamos haciendo caja y vivimos como los reyes auténticos del planeta. Pero claro, siempre tiene que haber alguien, como Onassis, que haga el juego sucio y baje realmente a las cloacas; alguien por ejemplo que represente al capital de este lado de acá y financie a los futuros enemigos y así va la rosca del mundo...
Y llegado a este punto, quien fuera que expusiera esta teoría, se quedaba mudo, abría los exaltados ojos, dirigía miradas de inteligencia a los circunstantes, sonreía para sí, se secaba el sudor de la frente y todos miraban a papá. A ver si éste decía algo como “miren, yo es que no puedo hablar, pero habiendo la confianza que hay aquí, les voy a decir que...”
Frases siempre esperadas, que papá nunca pronunció. Frases que evidentemente hubieran concitado el acuerdo general. Todos habrían dicho que por supuesto, que confiara en ellos, que eran una tumba, que los que dijera allí no saldría jamás de allí y otras frases por el estilo. Y sus promesas no se cumplirían porque si mi padre hubiera revelado alguna cosa, ellos, esa noche, preocupados por el destino del planeta como siempre estaban, seguro que no podrían dormir, y les dirían a sus cansadas esposas, mis tías, “Herminia, mi amor, no puedo dormir pero no te preocupes, es que esta noche me han dicho algo que afecta al futuro de nosotros...” Claro, si Herminia o Helena o Erika o Lola o Violeta o Dzhenia o Rachel o Esther o Blanca o Zara o Catalina o cualquiera de las otras tías que yo tenía, fuera una esposa joven y recién casada y escuchara esto, indudablemente se preocuparía, pero todas ellas, con el paso del tiempo, se habían convertido, acostumbradas como estaban a recibir sobre sus rosados y algodonosos cuerpos mullidos a sus aniñados esposos con dos copas de más, en una expertas en al arte de saber si la amenaza era real o imaginaria, y por lo general mis tíos se preocupaban por el destino del planeta más que por cualquier otro asunto de mayor calado cotidiano. Se desvelaban envueltos en sudores pensando en qué habría luego de un posible fin nuclear. En la vida futura no pensaba nadie, como me enteré yo que es habitual, al salir a recorrer mundo y conocer otros países, la religión nunca atrajo a aquellas personas profundamente materiales e idealistas. La vida futura estaba representada por el estado digestivo luego del postre con crema pastelera, crema chantilly o crema sambayón. Después, con todo aquel azúcar en la sangre, el fantasma de los misiles soviéticos o la posibilidad de una amenaza viral planetaria eran presencias imaginarias que les inducían sudoraciones y temores convulsos. Esto se aliviaba cuando Dzhenia o Blanca, conduciendo a su maridito al dormitorio a la hora de la siesta, le decía ven para aquí hombre de los terrores, dame tu misil y hacían una gimnasia que yo imaginaba aunque no podía presenciar, que los dejaba serenos y relativamente contentos.
Luego volvían a las andadas cuando veían a mi padre, “¿tu no sabrás algunas cosa que nos estés ocultando?”
El caso es que cuando comprobaban una vez más que nada saldría de su boca, recomenzaban el ataque y el sitio de sus defensas intelectuales con una conversación constantemente referida al tema de su trabajo, su oficina y su jefe, su relación con el gran mundo de las finanzas y el trasiego de tremendos secretos políticos. Y en ese momento es que comenzaban a hacer suposiciones en voz alta, como anzuelos que le lanzaban al sonriente hombre que era mi padre.
“Claro, es que a determinados niveles... En determinados ambientes....”
Y así durante mucho, mucho rato. Hasta que al fin, como papá nada decía, ellos empezaban a intentar una explicación humana, barrial y serena de la situación de “aquellos grandes hombres llenos de secretos que hacen la historia” y decían cosas como “es lógico, después de todo el Koñaliris ese no deja de ser un tipo como tu o como yo, un tipo sencillo, y lo que hizo en realidad no es tan difícil, después de todo el colocó su capital así y asa y luego...”
Y así se pasaban horas, jugando a las cartas, sus esposas se reían de ellos hablando de quién sabe qué, porque a mí y al resto de mis primos nos echaban a todos y nos obligaban a jugar, mientras ellos, cada vez más borrachos, hacían conjeturas sobre cómo hizo el dinero este y aquel y sobre lo fácil que es lo que hizo tal y cual para forrarse como se forró; algo que ellos, cómodos, nunca hicieron ni harían en el futuro porque ya les iba bien como estaban y no se iban a romper los cuernos pensando nuevas posibilidades y la crema de sambayón además, hum y la pastelera, bueno, además, Esther, hum.
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