sábado, 24 de mayo de 2008

La vida del escritor. Hemingway.

La vida del escritor es muy solitaria, pero si es buen escritor podrá hacer frente a la eternidad.

jueves, 22 de mayo de 2008

volverás a ser borges. héctor d'alessandro

ten cuidado, amable escritor, tú, que no estás acostumbrado a que te llamen de ese modo, porque en la ciudad de la literatura hay una calle de variada decoración y que linda con la paradoja, esa calle se llama borges y ofrece al intelecto de los hombres un problema sin respuesta: eludirla es imposible, atraviesa todos los cruces e inevitablemente volverás a ella.
ten, cuidado, mascarita, tarde o temprano volverás a ser borges.
héctor d'alessandro

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Zapatero habla sobre J.L. Borges

El lector que tiene en sus manos "Ficciones" es una persona en la frontera, un ser humano que está a punto de abandonar el mundo seguro y confortable del que está hecha la vida cotidiana para adentrarse en un territorio absolutamente nuevo. Borges descubre en su obra, o quizás inventa, otra dimensión de lo real. Con seguridad el título, que nos sugiere la idea de mundos imaginados y puramente ilusorios, es sólo una sutil ironía del autor, una más, que nos señala lo terrible y maravillosamente real de sus argumentos. Después de leer a Borges el mundo real multiplica sus dimensiones y el lector, como un viajero romántico, vuelve más sabio, más pleno, o lo que es lo mismo, ya nunca vuelve del todo.
Ficciones es una de las más esenciales e inolvidables obras de Borges.
Durante un tiempo, cuando era más joven, estuve enfermo de Borges, todavía no estoy seguro de haberme curado. Cuando uno enferma de Borges se pregunta por qué la gente sigue, seguimos, escribiendo. Todo está en Borges y él lo sabe. Cuando leemos La biblioteca de Babel no podemos evitar la sensación de que en esas pocas páginas están contenidos todos los libros que los hombres han escrito y escribirán, además de todos los restantes, que son la infinita mayoría. Las ruinas circulares son otro ejercicio de la más espléndida metafísica, y uno no sabe cómo salir del sueño que nos propone, realmente el lector ya nunca sale de ese sueño, salvo a través del olvido, pero el olvido no está en las manos del lector, no forma parte de su poder.
Es posible que Borges me fulminara con una de esas bellísimas y mortales críticas que podemos leer en sus libros, pero diré que en algún momento llegué a pensar que cada página suya contiene toda su obra, como uno de esos objetos fractales que repiten su estructura creando geometrías tan hermosas como extrañas.

La deuda. Hector D'Alessandro

La deuda. Héctor D'Alessandro


Ricardo estaba muy mal en los últimos tiempos y sus amigos no sabían qué camino tomar ni qué hacer con él. De pronto parecía consumirse adelgazando; algo que aterraba a todos, y ninguno sabía qué hacer. Por las noches comentaban con sus mujeres, entre los sucesos del día, lo mal que encontraban a Ricardo. Otras veces engordaba y todos pensaban que aquello era un síntoma de salud. Alguno le comentaba. "Te veo bien; ahora lo que te conviene es un poco de ejercicio." Pero en estos momentos era como hablarle a la pared. Entonces pensaban: "Ricardo tiene algo en mente que no lo abandona; como es muy reservado no se puede averiguar. Si supiéramos algo de lo que le sucede".
En el trabajo se manejaba con la habilidad habitual. Con su pareja todo parecía funcionar a las mil maravillas. "Es que él es así... muy cambiante y muy reservado", comentaba Esther, su mujer, pero tampoco se creía demasiado su opinión. En el fondo, sentía que estaba en presencia de un secreto misterioso.
Una noche Ricardo daba vueltas en la cama sin poder dormir. Fue la primera noche de sus insomnios; así pasó muchos meses que le desastraron el alma.
Una noche se ahogó; le faltaba el aire y le invadía algo similar a un miedo atroz que no confesó a nadie.
Esther asumió el mando de la nave. Declaró: "Mañana vamos al médico, sin falta". Él se resistió lo que pudo, pero, al fin, ella venció.
El doctor recetó unas pastillas para dormir.
Comenzó a dormir y a despertarse más sosegado; sin ninguna agitación física. Andaba demacrado y ojeroso; de muy mal aspecto.
En el trabajo pensaban, sin comentárselo, que tenía alguna mala enfermedad. Sus amigos, con el tiempo, se habituaron a su faz enfermiza. Sus lentos andares, su variable cintura, su aspecto cansino, sus ojeras, su mirada suplicante de algo desconocido.
Al cabo de dos años con este régimen, Esther comenzaba a adquirir un aspecto de decrepitud atenta; como expectante. Como si siempre estuviera alerta a ver qué le sucedía a Ricardo.
–¿Te pasa algo?
–Nada.
Este era un diálogo recurrente entre ellos.
Una mañana, ante el espejo Esther gritó, entre dramática y cómica, haciendo parodia:
"¡Me ha salido una cana!"
Él rió desde la cama. Comentó:
"Cuando te salga la segunda habrá que hacer algo."
"Claro", dijo Esther y pensó "quisiera tener un niño" y se encogió, estremecida por un pensamiento. "Y si Ricardo muriera..."
Al cabo de pocas semanas le salió su segunda cana. Había que hacer algo.
Esa noche Ricardo se ahogó en sueños, una presencia oscura y opresiva lo comprimió tanto que le arrancó de golpe de su pesadilla. Gritó.
Esther le abrazó y lo acariciaba. Él estaba sudando y con el cuerpo caliente. La otra vez que se ahogó, su cuerpo estaba helado. "Tranquilo. Cariño. Tranquilo ¿Qué pasa? Estoy aquí. Tranquilo"; decía ella acariciándole y besándole.
Él se sentó en la cama y pidió agua. Ardía.
Cuando terminó el vaso con agua, declaró:
"Creo que estoy embrujado."
"¿Embrujado?"
"Sí, sí. Que me han hecho un maleficio o algo por el estilo."
"¿Seguro?"
"Sí, seguro."
"¿Y quién?"
"No sé. Alguien."
"Pero, ¿quién?"
"No sé."
"Bueno, algo habrá que hacer."
Al día siguiente comenzaron a recorrer brujos que le encontraron más de un embrujamiento. Parecía que toda la cohorte de seres maléficos se hubieran conjurado contra Ricardo. Al cabo de varias semanas de experimentos, entre la decepción y la esperanza, entre el hartazgo y la seguridad más absoluta, Ricardo se decidió a experimentar. Dejó de tomar los somníferos y otras pastillas que había ido acumulando en los últimos años.
Sentía como una nueva energía desconocida; como una alegría juvenil. Comenzaron a vivir una suerte de nueva luna de miel inesperada.
Esther estaba muy feliz; ya no estaba tan pendiente de él y, un día le dijo en medio de efusivos abrazos y gratas caricias que quería tener un niño. Ricardo se hizo a un lado en la cama, como repentinamente apenado, ya no habló y la tristeza se instaló en su mirada. Esther inquirió con más pasión que nunca. Ahora se sentía bien, ahora ambos se sentían bien y estaba decidida a ser feliz, a ahuyentar la pena.
–¿Aún piensas que estás embrujado?
Cuando hizo esta pregunta una luz se hizo en el cerebro de Ricardo. Recordó a alguien del pasado.
–Martha.
–¿Martha?
–Sí, Martha. ¿Te acuerdas que tenía un amigo brujo o algo así que decía que era muy bueno?
–Sí, es verdad. No me había acordado de ella. Sí, podemos llamarla.
Y ambos se quedaron tranquilos, como si hubieran hecho un descubrimiento muy importante.
Unos días después entraban en el recinto del brujo. Un hombre de edad indefinible inmerso en humos variados en medio de una habitación decorada con un aire vagamente esotérico.
Ricardo temblaba; Esther estaba como poseída de una extraordinaria confianza.
El brujo era simpático, parecía reírse de los posibles problemas que uno le planteara.
Cuando terminaron de hacerle la exposición de los problemas de Ricardo, él preguntó:
"¿Usted siente como si tuviera que hacer algo y no sabe exactamente qué?"
–Sí. Sí –respondió presuroso Ricardo–.
–Entonces, usted tiene una deuda. Pero no sabemos con quién. Tampoco sabemos si sólo es suya. Usted –preguntó dirigiéndose a Esther– ¿siente lo mismo?
–No, yo estoy preocupada por él.
–Bien, pues no se preocupe. Dígame, usted desea algo con fuerza y siente que Ricardo le impide realizarlo.
–Pues... así, de primera, no sé...
–Y usted. Ricardo, no sabe qué es lo que tiene que hacer. Cuál es su deuda.
–No.
–Bien. No se preocupen. Vayan y descansen. Vuelvan mañana. Si comenzarais a discutir, pensad que no estáis solos, que hay más personas por medio discutiendo. Imaginaos que estáis poseídos por otros que se odian a muerte y procurad no haceros daño al discutir.
Salieron de allí más confundidos que antes y pasaron el resto del día y la noche y parte del día siguiente hasta la hora de la consulta como a la expectativa, como animales al acecho dispuestos a saltar y mostrar las garras.
Al día siguiente, entraron en el recinto del chamán con aire victorioso, como si hubieran demostrado algo importantísimo al haberle llevado la contraria a su predicción.
Él los miró y rió. Les dijo:
–¿Para qué venís si aún no os habéis discutido?
–...
–No me queréis ahorrar ningún trabajo ¿eh?
Les hizo sentar y cerrar los ojos. Les pidió que se concentraran en todo aquello que se habían guardado el día anterior y no se habían dicho. Comenzó a sonar el tambor.
Esther se hundió en un universo áspero, aguzado de espinas, erizado de penas. Primero vio a una mujer mayor, muy canosa, amargada, infértil y se enfureció con aquella imagen. Persistía a su pesar. Sintió desolación; una desolación muy material. Sintió que estaba sola y que la culpa era de su marido.
Ricardo estaba a oscuras y allí había unas presencias inquietantes y apesadumbradas. Allí había una tristeza cósmica, una opresión insoportable.
Cuando volvieron en sí, mostraban un rostro equívoco, como quien ha hecho una travesura, como si se avergonzaran de algo. Esther estaba furiosa; Ricardo triste e inquieto.
Narraron lo que habían visto.
El hombre que se comunicaba con los otros mundos preguntó a Esther:
–¿Quieres tener hijos?
–Sí.
–¿Y tú, Ricardo?"
–También, claro.
–Pero no estás muy seguro ¿no?
–Estoy confundido.
–Bien; ya me imagino con quién tienes una deuda. Ven. Acércate.
Le tomó las manos y las sintió calientes. Sopló al lado de sus orejas. Recorrió su espalda repetidas veces y de pronto se detuvo como sorprendido. Entonces le dijo al oído, "esta madrugada, pon atención a tus sueños. Te visitará tu acreedor. Esto te lo digo a ti porque sólo lo puedes resolver tú. Por ahora no lo comentes con Esther. Hasta mañana".
Esa noche soñó con alguien que moría y le llamaba. Él tenía que hacer algo por aquella persona pero no sabía qué cosa debía hacer. Esther durmió muy tranquila y despertó despejada.
Cuando fueron a la visita, Ricardo entró sólo, sentía que se acercaba a una etapa decisiva e íntima y así se lo dijo al brujo cuando éste preguntó por Esther.
–Bien, dijo, el brujo, ¿cuánto tiempo hace que comenzaron todos tus problemas? Relájate y piénsatelo bien.
Le hizo cerrar los ojos y el tambor comenzó a sonar. Le llevó hasta el comienzo de sus problemas. Tam. Tam. Y más allá. Tam. El moribundo era él mismo, que pedía socorro. Tam. ¿Por qué él? Tan joven. De pronto la sala donde estaba se llenaba de humo y él ardía; un calor infernal le abrasaba la piel, se estaba asando, todo dolía y no podía respirar, iba a morir. Y sintió un orgullo gigantesco, más que humano. ¿Cómo sentirse orgulloso de esto? ¿Cómo? Entonces, su padre se le acercaba sonriente y le agradecía su generoso gesto. En ese momento una voz ululante, en la lejanía, como un alarido detrás de una montaña, se desgarraba gritando "¡Dile que no! ¡Dile que no! ¡Que cada uno debe morir sus propias muertes! ¡Échalo! ¡Ahuyéntalo! ¡Dile que tú no puedes morir por él! ¡Él ya murió!" Ricardo mira hacia las montañas azules, en busca de la voz salvadora. Su mirada es de agradecimiento. Respira muy, muy hondamente. Está a salvo. Se siente libre. El viento se lleva el humo siniestro. La voz dice "ya eres tú".
Cuando vuelve en sí, el brujo sonríe mientras le da a beber agua. Ricardo se siente vibrante y ligero. Exclama "¡Cómo no me di cuenta de que todo comenzó con la muerte de mi padre!"
El brujo enciende un cigarro y comenta:
"Porque lo querías tanto que lo llevabas dentro. Tan adentro tuyo que no lo veías. Creías que formaba parte de ti. La vida, a veces, hace estas jugadas. Ahora estás solo y eso te hace fuerte".
Al salir, Esther respondió enseguida con una sonrisa a su aspecto alegre y suave. Se abrazaron como si fuera la primera vez. Por la calle parecían dos niños juguetones. Fueron a tomar helados de fresa y vainilla. Al besarse se dejaban manchas rosa y crema.
–¿Me vas a contar todo lo que sucedió?
–Sí, Esther, te lo voy a contar, pero primero deja que lo asimile. ¿Qué te parece si esta noche nos convertimos en padres?
–No sé. Quizás primero tendríamos que dejar de ser hijos. ¿No te parece?
–¿Por qué dices eso?
–No sé. Intuición. Toda esta historia me ha hecho pensar eso.
–Bien, pero mientras, podemos divertirnos.
–Claro, y terminamos de pagar todas nuestras deudas, con los otros y con nosotros mismos.

martes, 20 de mayo de 2008

Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro

Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro

A mí me gusta
muchísimo jugar; debo confesarlo. Con cuarenta años me gusta disfrazarme de bombero y correr por la casa con un extintor en las manos echándole espuma a la mujer con la que haré el amor.

Esta veta búdica de alegría e irresponsabilidad me permite mantener la cordura.

En todo caso es mi propio guión.

Tonto pero personal y, de algún modo, sabio.

Este ápice excéntrico no me impide tener mis sentimientos. El dolor ajeno me duele en mi corazón.

Hace muchos años que planeo retirarme y prometerme una vida sistemática, disciplinada, elevada.

Por una u otra razón que no me confieso postergo esa decisión.

Hace años, cuando comencé mi carrera diplomática, gastaba mucho dinero en llamadas a viejos amigos en otras partes del mundo.

Un día, leyendo una entrevista a Keith Richards, algo cambió profundamente en mí. Decía Keith, a quien por cierto conozco, es sumamente divertido, que él tenía amigos en todos los sitios donde llegaba y que quien no tenía amigos era, en realidad, un imbécil.

Yo soy orgulloso, a mí no me gusta ser considerado un imbécil; pero, sobre todo, no me gusta considerarme a mí mismo como un imbécil.

A partir de aquel momento algo cambió profundamente en mí; no sólo empecé a reconocer los síntomas indelebles de la amistad en mucha más gente sino que, además y para mi gran asombro, comencé a tomar conciencia de la innumerable cantidad de personas que había en mi vida pasada a quienes consideraba, de un modo asaz pedante, como "meros conocidos" y que, sin embargo, me profesaban un cariño y me habían obsequiado de modo desinteresado con unos sentimientos y unas experiencias compartidas que eran algo tan sencillo, escaso y, al mismo tiempo, abundante (cuando uno lo quiere ver) como la amistad.

Alberoni, con quien un tiempo tuve una relación epistolar, cuando yo estaba en Grecia, lo dice claramente: "el mundo está lleno de amigos" cuando uno levanta la vista.

Esta simple conciencia me ha hecho más vulnerable y rico al tiempo.

Un síntoma claro se manifiesta cuando me llaman por la noche. Algún despistado que no recuerda la diferencia horaria o, simplemente, un desesperado.

Las experiencias que me narran en la madrugada suelen desgarrarme el alma. Lo que sucede es que quien sufre se vuelve egoísta y antisocial. Sólo desea ser escuchado y no existe horario ni regla que no pueda quebrantar.

Siempre que llego a un nuevo lugar de destino procuro enterarme cuántos antros de ruido y desahogo hay, con esto me hago una idea de cuánto sufrimiento acumulado existe en esa población. Cuánto alcohol se consume y otros detalles similares contribuyen a orientarme en mi primera inspección.

Algunas noches en que estoy en vena irónica y que telefonea algún desesperado borracho con morriña, le corto de entrada su lastimosa confesión de medianoche:

"¿Cuántos bares por calle hay allí dónde estás?"

Y me contesten lo que sea, siempre finjo creer que son muchos y le respondo:

"No te preocupes. Estás siendo víctima de un efecto ambiental."

"¿Tú crees? Me preguntan, muy curiosos, olvidados momentáneamente de su pena."

"Sí, sí. Es más, deberías abandonar tu hogar ahora mismo e ir a ponerte a tono en el primer bar que encuentres. Algo de absorción del color local hará que se te pase todo."

Estas bromas no pueden ocultarme el hecho de que esa persona concreta está sufriendo. Unos creen tener un cáncer mortal. Otros creen que su mujer les abandonará de un momento a otro. Otros creen que hay una trama lejana que los va a destinar a sitios desagradables; probablemente en guerra. Otros simplemente, se acordaron de mi simpática persona en esta apacible noche. Otros creen que su padre o su madre, lejanos, han muerto o están graves y nadie quiere decirles nada. Otros creen haberse vuelto alcohólicos o impotentes. Y, unos pocos de todos estos, te llaman porque, realmente, les sucede alguna de estas cosas.

Soy suficientemente perspicaz para enterarme de inmediato cuándo el sufrimiento exquisito es verdadero.

En general, lo percibo por una opresión en el pecho que se me hace de inmediato y la escasez de palabras de ánimo que se me ocurren. Por regla, comienzo a hacer chistes estúpidos que no me acordaba siquiera que los sabía.

Esto me sucedió anoche con Gilbert, nuestro cónsul en Pekín. Somos amigos desde la época en que él era hippie y yo recién había dejado de serlo.

Su padre fue compañero de estudios del mío y, de algún modo, nos condenaron a ser como somos. Yo tenía y tengo tendencia a paternizar a Gilbert; por el simple hecho de ser mayor que él y haber llegado a los cuarenta años de edad. Su dolor tiendo a sentirlo de una manera más potente que el de cualquier otra persona. Por eso anoche no pude dormir.

Siempre hemos sido un poco locos y él era bastante más alcohólico que yo. El síndrome de Geoffrey Firmin; el síndrome del cónsul. El peregrino ecuménico que arrastra una insidiosa y siempre cambiante pena.

Esta parte romántica de la profesión siempre pareció amargar a Gilbert. Cada vez que llegaba a un nuevo destino en los últimos quince años telefoneaba para decirme que como la tierra de uno no hay que le gustaría estar conmigo ahora en el barrio Sur tomándose un vino tinto. A lo cual, invariablemente, le he respondido, con un tono de voz digno de la serie "Dallas", "Calma, Gilbert, los ricos también lloran. Posterga tu pena hasta el verano que viene y ya nos veremos".

Ahora mismo hace tres años que está en Pekín y parece haber llegado a un momento decisivo. A menos que la borrachera que tenía anoche fuese tan aguda que le hiciera desvariar de un modo dramático y convincente.

Se acerca a pasos agigantados, según su particular óptica de los hechos, a los cuarenta años y su mujer le ha dejado. Se largó con los niños.

Cuando me lo dijo le contesté "Estaría harta de chinos". Y pensé "ha pasado lo que tenía que pasar".

"Quizás se vaya por un tiempo a reflexionar", dije.

Y pensé "ahora es el momento de ella. Ahora será ella misma y le obligará a transformarse".

Pensando en su posible alcoholismo consular, le sugerí practicar Tai–chi pero no quería oír hablar de chinos. "Vete de putas." "Ya lo hice."

Y seguía igual.

Entonces me evadí en la imaginación, lo recordé joven y evadiendo cualquier ejercicio físico, cansándose pronto cuando nadábamos en la piscina y deseando irse de una buena vez al bar a tomarse un whisky, "Que es, decía, bueno para la circulación". Lo recordé saliendo del gimnasio con su pulcro traje azul y su corbata apretada que parecía mantenerle la columna recta, como estaqueado, el flequillo airoso cayéndole sobre el rostro. Su cuidado aspecto de seducción. Su mal humor cuando las chicas lo mandaban a paseo. Y la recordé a ella; la mujer deseada. Suavemente asiática y morena; inteligente y cauta, libre y maternal. Sirviéndome una taza de té en su casa de la playa. Preguntándome cosas imposibles.

Hubo un año muy duro. Yo estaba de vacaciones y Gilbert desesperaba por un destino, Clío le llevó, como a un niño, a una bruja umbandista que le dijo cosas sorprendentes y acertadas pero, lo más importante, es que le otorgó seguridad en su futuro y su destino.

Y lo que la bruja dijo se cumplió.

Así llegó hasta Pekín.

Clío y Gilbert desconfiaban, más él que ella y la umbandista, con sólo tocarle el pecho le dijo. "Tu viajarás mucho. Tienes la misma profesión de tu padre que vive muy lejos de aquí junto a una mujer que no posee el vientre que te parió."

A su madre le habían extraído el útero.

Ambos me miraron serios, apuntalando con sus miradas la certitud de la bruja.

Yo pensé y dije: "Macbecthiano".

Gilbert: "¡No te rías!".

Clío: "En medio de un drama también se puede reír".

Gilbert, aquella noche, se enfadó y se hundió, como un niño compungido, en su vaso de whisky .

Cuando se enfadaba parecía hacerlo para siempre y con todo el mundo.

Y anoche, el timbre de su voz delataba una pena infinita, compungida, agónica, una pena de amor dolorido, inconsolable. El Gilbert de muchos años atrás, malhumorado e infantil, renacía esta madrugada de entre las cenizas de los años y unos compromisos aparentemente tan bien estructurados.

Probablemente mañana o pasado me llame, cuerdo, sobrio y tonificado y me pida que olvide todo o quizás más vulnerable, me pida que hable con Clío, quizás el próximo verano nos volvamos a ver en el país, en la playa lejana de nuestra infancia.

De momento no llamo a nadie; tengo mis propias, divertidas taras con las que entretenerme mientras no me arriesgo a tomar una decisión que implique un cambio de aires.

Me prometo hojear mañana Macbeth una vez más; ese guión glorioso que sirve algunas noches para intentar comprender la estela de sentido de nuestro propio argumento misterioso. Al otro lado del planeta el hijo del hombre ("el hombre que vive con una mujer que no posee el vientre que lo parió") ha de tomar una decisión que me reservo con recato y pudicia, viejo conocedor de la aguda agonía que queda en el alma cuando cuelgas el teléfono y sólo queda silencio hueco y bip... bip y hueco silencio del Servicio Internacional.

lunes, 19 de mayo de 2008

El 26 de junio de 2009, "El Aleph" cumple 60 años. Un hito de la literatura universal.



Jorge Luis Borges en el Hotel des Beaux Arts, donde murio Oscar Wilde.
El 26 de junio de 2009 harán 60 años de la publicación de "El Aleph"; un hito en la literatura universal.

. Héctor D'Alessandro

Momentaneamente he quitado este relato.
h.d.

domingo, 18 de mayo de 2008

Karma en el Corte Inglés. Héctor D'Alessandro

Karma en el Corte Inglés

Héctor D’Alessandro

La historia que os voy a contar comenzó una tarde de primavera muy soleada pero fresca; yo sentía el cuerpo lleno de vitalidad y vibrante de energía. Estaba, ya hacía un rato desayunando, según mi costumbre de levantarme al mediodía, en la séptima planta del Corte Inglés de la plaza Cataluña. Me gusta observar a la gente. Aunque parezca que estoy distraído no me pierdo detalle de lo que sucede alrededor. Aún permanecía latente la imagen, en las personas, de un enorme ventanal que cayó desde una cuarta planta durante la madrugada a cien metros de allí y, milagrosamente, nadie sufrió en su piel tamaño desaguisado. Yo observaba a una pareja que discutía en silencio. Las palabras se habían agotado entre ellos y habían optado por un resentido mutismo punteado por ceños fruncidos, labios apretados, resoplidos y gestos más enérgicos de lo necesario. En otra mesa, una pareja fingía el juego de pasarse la pelota a costa de un niño que no quería comer y berreaba como un condenado. En un ángulo, una mujer, con la cara empolvada con algo parecido al talco fumaba unos cigarrillos delgados y larguísimos. Yo estaba barajando la idea de ir a tomar el sol a Sitges o a algún sitio más lejano cuando el hombre que discutía con su mujer en silencio se levantó, se dirigió al baño, pasó ante la puerta del mismo, siguió de largo, salió a la terraza, fue hasta el balcón, se apoyó en la baranda como para tomar aire –no me extrañó que quisiera tomar un respiro– pero tomó impulso, se subió a esta con extraordinaria agilidad, trepó por el cristal de seguridad, lo sobrepasó y saltó al vacío.

Yo, que contemplé toda la escena, vi a la mujer que comía de espaldas a ese suceso sin ver nada de lo que había pasado y en un segundo pensé que ella en el momento de enterarse y cuando se hubieran pasado los arrebatos del dolor diría que era un buen hombre, un buen vecino, una buen esposo, un buen padre de familia y diciendo esto quizás se quitaría de encima cualquier sentimiento de culpa o responsabilidad. Si alguien tiene un vínculo emocional muy fuerte contigo, discutís y acto seguido se suicida, tu ya no puedes mirar a nadie durante el resto de tu vida con cara de póquer y decir “esto nada tiene que ver conmigo”. Para que tus palabras resulten creíbles supongo que deberás hacer alguna cosa que te redima.

Estas cosas pensé mientras con cierto acusado sentido de la irrealidad observaba que ella continuaba revolviendo una cucharilla en la taza del café, miraba la taza con cansancio, y el resto de manjares que había sobre la mesa en diferentes platillos. Una incómoda curiosidad se apoderó de mi; yo sabía algo terrible sobre el presente y el futuro de esa extraña y sin embargo estaba paralizado, no podía levantarme y decirle nada. ¡Qué horror! Pensé en aquel chiste vulgar del recluta al que se le muere la madre y no sabiendo el comandante cómo decírselo, los hace formar a todos y dice “A ver, todos los que tengan madre que den un paso al frente... No, le dice al recluta huérfano, usted no, Gonzalez”. Es increíble cómo en los momentos intensos uno se atonta y la mente se pone a divagar por los parajes más absurdos. Luego pensé, al cobrar conciencia de que nadie parecía haber visto al hombre saltar al vacío, que alguien tendría que decírselo y por un momento se me puso esa cara esquiva, tan de Barcelona, de escaqueo, de me largo de aquí antes de que me vean, mejor me callo y que otro arregle las cosas, esa indiferencia que hace a la gente poner esa cara de idiota que se te queda cuando de pronto te hablan en otro idioma. ¡Collons! Pensé, soy catalán, para algo me va a servir mi educación y puse cara de pasmao y, relamido, contemplé reteniendo la respiración a ver quién era el valiente que comunicaba la noticia. Pasó un minuto, no sé si pasaron dos. De pronto, un chico de esos con el pelo con brillantina, con la camisa que lo identificaba como camarero, sin educación secundaria y con un lenguaje de mas o menos 400 palabras adquiridas seguramente de la televisión, corrió hacia aquella elegante señora de traje salmón que removía la cucharilla, la inconciente viuda y con el mismo tono con que diría alarmado “¿Este abrigo es suyo?” le dijo: “Señora, señora. ¿El señor que estaba con usted aquí fue al lavabo?” Ella dijo que sí y entonces él, que seguramente no conocía el chiste del recluta, dado que esa broma pertenecía al acerbo cultural de dos generaciones antes, le dijo “Entonces, cambió de parecer”. “¿Qué quiere decir?” exclamó la mujer como si preguntara ¿Quiere usted decir que me ha dejado?

El chico, atribulado, mesándose el cabello y girándose hacia atrás en busca del encargado, que lo miraba con cara seria y con un mensaje implícito en sus ojos que decía “Te ha tocado”, comprobó que en este trance estaba solo.

Se giró hacia la mujer y empezó a moquear:

“Quiero decir, , que si el señor no está en el lavabo, debería usted bajar a la calle porque allí hay un señor muy parecido”.

Y yo pensé “sólo que aplastado”.

La mujer elevó las manos y apretó la cartera de piel negra que llevaba colgada del brazo contra su chaquetilla rosa salmón y juntó las cejas en un gesto de súplica. Miraba a unos y otros interrogando con la mirada. El encargado, en dos zancadas, se situó a su lado, la tomó del brazo y le dijo, “Yo la acompañaré señora”.

Puse un billete sobre la mesa e hice un ostentoso gesto para que los camareros entendieran de un modo claro que pagaba y no que me largaba aprovechándome de las circunstancias. Me fui detrás de la señora y yo también la cogí de un brazo. El encargado me miró con odio porque le estaba quitando protagonismo en su papel más esmerado pero la verdad es que me importó un pimiento.

Utilizamos el ascensor de emergencia, que en un santiamén nos condujo a la planta baja y juntos los tres fuimos hasta el bulto enorme de la multitud que se arremolinaba a mirar el cadáver y el enorme manchón rojo de sangre. Un panorama desolador que me dejó el cuerpo sin energía.

La mujer se me escurrió del brazo, desmayada, suerte que estaba el encargado. Los servicios de emergencia intervinieron de inmediato. Entendí que la mujer se llamaba Matilde y que vivía en Capitán Arenas, luego, un olor horrible a productos químicos desinfectantes y a medicamentos de violenta acción corporal se apoderó de mi nariz y de mi cerebro. Cuando preguntaron si alguien la acompañaría fui junto a ella cogiéndole la mano más por asegurarme yo que estaría en manos médicas si me sucedía algo que por la pobre mujer. La ambulancia zumbaba Paseo de Gracia arriba en busca de los ramales de calles que nos condujeran al Hospital Clinic y yo, con el objeto de no desmayarme como un inútil, intentaba encontrar una cierta entretención en todo este ajetreo. La mujer, cada tanto suspiraba bajo la manta y sus ojos se movían como si estuviera soñando. Pensé que lo mejor sería darle la mano y decirle que la quería pero luego pensé que eso sería muy osado, aunque, qué caramba, aquellos enfermeros no me conocían de nada, suponían que yo sería un pariente o amigo de ella y entonces me lancé y le dije “Te quiero, Matilde, no te preocupes, te quiero”. Y me repantigué contento contra el respaldo del asiento que se movía como una barca por los zig zags que la ambulancia iba realizando por las calles de la ciudad. Respiré hondo y me invadió aquel olor a fármacos, recordé a mi madre muriendo en Houston de un cáncer, recordé su olor durante todo el último año, aquel penetrante olor químico que se me quedó fijado de tal manera que ya no puedo hablar con norteamericanos, les encuentro a todos ellos un aroma químico, artificial, como de conservantes alimentarios pero sobre todo un penetrante olor a quimioterapia. Recuerdo ese olor en las calles de Texas, lo recuerdo en el hospital, en el baño, en el hotel, en las autopistas calientes, en la moqueta del coche, el olor del cáncer y de la muerte.

Cuando llegamos al Clinic todo fue muy rápido. Los diestros enfermeros secuestraron a aquella mujer, rellenaron todos los papeles, emitieron por radio un diagnóstico a modo de aviso a los nuevos enfermeros que, a través de largos pasillos la condujeron con presteza hacia el vientre del edificio, en cambio a mi me apartaron de un empujón, como si no me vieran y me desviaron por el camino de la gente sana. Fui a dar a la sala de espera.

Allí me estuve todo el día y nadie me dijo nada. Al fin, me sentí un poco avergonzado, como si estuviera comportándome estúpidamente y cuando llegó la noche me largué sin decir ni pío.

Esa noche vagué por las calles y en un momento determinado me asaltó la idea de ir a la casa de aquella mujer, había oído su dirección pronunciada varias veces por los enfermeros, entre ellos y por radio, la había visto escrita en el formulario que rellenaron y allá me dirigí.

Estuve rondando por el edificio, vivía en la primera planta y se veía luz, atisbé y pude verla, deprimida pero a salvo, aprovechando que una chica entraba con el perro me colé y fui hasta su puerta. Llamé al timbre y cuando abrió me miró con cara de cansancio como si me interrogara con los ojos, como si estuviera harta de mi, como si le molestara mi visita.

–Quería saber cómo está.

No dijo nada, se dió la vuelta como para volver a su sofá y entré tras ella. Le dije que si necesitaba algo no dudara en pedírmelo, que me sentí un poco responsable y quería ayudarla, me miró con una cara como si yo estuviera loco y por un momento me lo hizo creer, porque yo mismo me pregunté a santo de qué le estaba diciendo aquellas sandeces a una desconocida. Como no me contestaba y parecía que iba a buscar una bandeja con dos tazas de café, aguardé en la sala de estar a que me dijera alguna cosa. Vino dejó la bandeja allí en la mesa de centro y cuando iba a poner azúcar en la segunda taza empezó a llorar de un modo horrible y desolador, me hizo acordar al llanto desgarrador de mi propia madre cuando tomó conciencia, la pobrecita, de que iba a morir. Se levantó del sofá y se fue corriendo a su habitación y me dejó allí plantado; si fuera otra la circunstancia hubiera dicho algo, pero como había pasado lo que había pasado, me quedé allí callado la boca y me puse a tomar café, hice un poquito de zaping, pero sólo un poquito porque ella vino corriendo, vaya susto que me dio, se asomó con cara de loca a la sala y miró fijamente hacia mí y hacia la tele y con los ojos desencajados, el rostro hecho un estropicio y los brazos en alto se agarró la cabeza con un gesto algo teatral y volvió a meterse en su habitación. Yo no dije nada porque en una circunstancia como aquella la gente, yo lo sabía, se pone como loca.

El caso es que apoyado en aquel sofá, con el cafecito encima, las emociones del día parecieron ir asentándose en algún lugar dentro de mí como si fuera el azúcar que luego de revuelta por la cucharilla va sedimentándose en el fondo del vaso.

Me quedé dormido y soñé un sueño típico de estas circunstancias, aunque claro, todo he de decirlo, típico cuando tienes quince años no cuando tienes cincuenta, eso es lo raro.

Soñé que veía una suerte de documental en la tele, quizás realmente lo estaban emitiendo, en el que se decía que los suicidas y todos aquellos que mueren en circunstancias extremadamente violentas generan unas ataduras en su conciencia de difícil ruptura. Producen , decía el hombre de la película, un karma tan intenso como una cadena metálica que los ata en algún nivel de su conciencia a los sucesos producidos y les hace repetir, no se sabe por cuánto tiempo, esos sucesos, como una película que es reproducida una y otra vez. El sufriente, atado por su propio karma, no se percata de que vive y revive, una y otra vez, los mismos hechos con las mismas emociones. Continúa repitiendo este circuito diabólico hasta que de un modo misterioso esa alma cobra conciencia de sí y se sale del circuito rompiéndolo de un modo milagroso. Se sale de sí y ve, por primera vez.

Los que saben de esto dicen, aunque eso es improbable que el momento de ese “bardo”, cuando pasan del estado de inconsciencia al de conciencia, se caracteriza porque por primera vez ven todo lo sucedido como si fueran un testigo.

Me desperté cuando sonó el timbre. No sabía si ir a abrir o no pero Matilde vino antes. Abrió la puerta y entró alguien a quien yo no conocía de nada. Ese hombre la abrazó y se besaron como si se quisieran mucho y cuando vi su cara fresca al recibirlo pude comprobar que el sueño había reparado los daños del día anterior. No supe en qué día estábamos y no pude entender cómo es que ella no se molestaba en presentarme ni en ocultar en algo su manifiesto amor por aquel hombre cuando el que era su marido había muerto el día anterior. El caso es que miré alrededor y sentí como un mareo. Entonces me llevé la mano a la cabeza como si saliera de una enorme resaca y mirándola grité con todas mis fuerzas.

¡Matilde! ¡Matilde!

Pero nadie me contestó, ellos ya estaban en la cocina, aquel hombre le acariciaba el brazo con intenso cariño y ella sonreía con amor.

Tuve la sensación de comprender algo muy importante luego de mucho tiempo, lo que los americanos llaman el “sentimiento ahá”, y sin mediar palabra busqué una salida, pues ya nada tenía que hacer allí.

De un cronopio plano, relatado por el humorista catalán Eugenio.

De un cronopio plano, relatado por el humorista catalán Eugenio.

Héctor D’Alessandro

Este va de un cronopio, pero está relatado por un narrador que se parece a aquel humorista con cara tan triste, tan triste que se llamaba Eugenio. En fin, por eso en lugar de “tratar acerca de algo” el cuento “va de algo”. Allá va.

En este caso, era un cronopio tan plano, tan plano que nadie se detenía a observarlo cuando pasaban a su lado. Y todos los circunstantes pensaban “un día se rebelará y montará aquí la de Dios es Cristo”, pero nada sucedía, estábamos en Barcelona.

El cronopio aquel pasaba el tiempo en una suerte de inopia vital demasiado parecida a la más aburrida de las tardes de domingo cuando no existía Internet ni los parques temáticos.

A veces, el cronopio parecía suspirar, pero sólo se trataba de un sonoro reacomodarse en su sitio para evitar que los paseantes lo acabaran de chafar para toda la cosecha.

Así transcurrían los días hasta que se mudó al barrio una pinta brava, de esas que dejan sin aire a los pobres cronopios planos. Y esta iba y venía arriba y abajo por el barrio zangoloteando su humanidad de pinta brava. Nunca se fijaba en él. Pero se ve que a lo mejor al verla cada día y suspirar ante tanta belleza, al cronopio plano se le alteró la planicie y empezó a movilizarse de un lado a otro. Comenzaba a cruzar la calle de enfrente para aquí a las siete de la mañana y se mantenía fiel a esta actividad hasta mas o menos las nueve y cuarto, hora en que la pinta brava salía emperejilada de su casa en dirección al video club de la esquina donde fingía trabajar. A partir de esa hora el cronopio empezaba a cruzar la calle de aquí en dirección al lado de enfrente, donde a esa hora da el sol. Y se mantenía así todo el día, hasta la hora en que la pinta brava salía del laburo. Comer...no comía, como que tienen esa virtud de que son planos y tal, pues nada, el tipo pasaba de todo.

Así se estuvo seis meses.

Sí. Es estrictamente cierto. Estos tipos tiran mucho, dan mucho de sí.

Pasó a convertirse en una elemento movil del panorama barrial; a tal grado que la pinta brava ya ni le veía. Es decir, miraba pero verlo, no lo veía.

Otro hubiera pensado que la costumbre trajo al amor, pero es difícil hablar de este sentimiento en un caso como el que estamos relatando. Vamos.

En fin que para no entretenerles más a ustedes les voy a abreviar el final.

Un día, el ayuntamiento advertido por las sucesivas patrullas de la guardia urbana, de la extraña actividad que realizaba un cronopio a determinadas horas del día en aquella avenida tan concurrida tomó cartas en el asunto. Y dado que los destinos del ayuntamiento estaban regidos en esa época por personas de buenos sentimientos y que intentan darle una salida de escena, la que sea (siempre respetando los derechos humanos de los cronopios) a cualquier personaje que afee el paisaje, no se les ocurrió otra idea que hacerle un somero examen para que regularizara su relación.

Y claro, pasó lo que tenía que pasar, se aburguesó. Hacía lo mismo que antes pero con un cargo, una jerarquía y unos ingresos regulares que debido a sus pocos gastos comenzaron a abultar en su cuenta bancaria y le permitían darse un lujo cualquier tarde. Entonces, claro, la pinta brava, al verle el reloj que me gastaba y todo eso, dijo, este hombre es interesante, este hombre tiene un trabajo fijo, este hombre tiene una regularidad extraordinaria, este hombre me puede dar un futuro. Y acto seguido y cumpliendo con aquella ley no escrita que hace a las pintas bravas unos seres de acometida fuerte, se lanzó a la caza del cronopio plano. No le importó que no fuera famoso ni guapo ni nada de eso; una nómina fija tira más que una pija.

Pero claro, no calculó que el cronopio era plano y después de tanto y tanto tiempo allí haciendo aquella inocua actividad se había olvidado por completo cuál era su objetivo inicial y continuaba cruzando la calle de una lado a otro con mirada fija pero sin mirar a nadie en concreto. A lo suyo, vamos.

Y así pasaron los años y ella desarrolló el típico drama en episodios del ciclo vital femenino y todo eso, y tuvo un hijo un poquito feo con un señor que se portaba bien. Y a veces en la peluquería le preguntaban, al verle cierto brillo especial en los ojos, por su pasado y le decían cosas como “se nota que usted ha tenido un gran amor en su vida, eso deja marcas”. Y ella, con las carnes caídas y la cara como un boñiato abollado, como no tenía otra cosa que hacer, tampoco lo negaba y ponía esa cara que quiere decir “¡Ah! ¡Si yo le contara!”

(¿Le gustó? Pues mañana hay más. Mientras espera piense aquello tan importante que dijo Malcolm Lowry de que “cuide este jardín que es suyo. Impida que sus hijos lo destruyan!” que no sé porqué lo dijo, pero que puesto aquí queda como que muy bien. Adéu)

sábado, 17 de mayo de 2008

Literatura líquida. Héctor D'Alessandro

Literatura liquida. Héctor D'Alessandro

Los jóvenes de las principales ciudades del planeta
sueñan, desde siempre, con integrarse a las elites
nómadas
de la fluida modernidad global.

(La afirmación anterior es variante y generalización de una frase de Pepe Escobar en el artículo "El tablero iraní" de Tom Dispatch, traducido por German Leyenz para rebelion.org).
La dejaré aquí como estímulo inicial para la creación de relatos. En lo particular, estoy capacitado para inventar un personaje que la suscriba; yo mismo y mucha gente a la que conocí en los setenta y ochenta, la hubieran suscrito con los ojos cerrados. Ahora mismo pienso en los experimentos de mi colega de literatrónica.com y también en Gourdjieff.
El que no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra, decía mi profesora de patología, pero a veces es mejor buscar sin objetivo para encontrar. ¿El acecho chamánico? Sí, quizás. Lezama Lima degustando la guayaba lo mismo que el membrillo. Hay puertas que al verte hacer el gesto de abrir, se dejan.

Lo que el cronopio redondo le dijo al cronopio plano. Héctor D'Alessandro Sala

Lo que el cronopio redondo le dijo al cronopio plano.

Héctor D’Alessandro

El cronopio redondo le dijo al cronopio plano que si quería algo de él que supiera que debería demostrarle un interés, una cierta intensidad de sus intenciones, una muestra aunque sea mínima de amor, un amorcito digamos, chiquito y con bigotito , si no pudiera evitarse, pero que esa cosita chiquita y aplastada en el suelo debía dar una señal de voluntad, de teleología y si era posible de lucha.

¡Tenes que luchar por mi, carajo! ¡Tenés que hacer alguna puta cosa para que yo pueda entender de una vez para siempre que tu interés es verdadero!

El cronopio plano, que estaba especializado en pedagogía y si lo sacabas de esto naufragaba, le dijo que lo que pasaba es que estaban en un nivel de intercambio conceptual concreto y se manejaban con elementos del mundo conceptual abstracto.

El cronopio redondo, que no se andaba con hostias y se salía del pellejo de ganas de que pasara algo entre ellos le dijo claramente:

¡Mirá Piaget! Te lo digo por última vez: o hacés algo por salvar lo que se pueda o te vas a enterar de lo que vale una batería de cocina metida pieza a pieza yo me sé por dónde!

Ante lo cual, el cronopio plano, que se puso, si cabe, más plano, respondió que por parte suya no tenía ningún problema en reubicar la comunicación en un marco (dijo “frame” y al cronopio redondo se le subió la bilirrubina a la cabeza, a tal grado que casi le arranca el cuajeringo, pero el otro continuó) ...concreto porque de este modo podían proporcionarse unos feedbacks que resultaran interesantes a los efectos de construir o, mejor, co-construir la interacción de que antes gozaban y así entrarían en un dinamismo no destructivo sino, muy por el contrario...

Y continuó así por un rato.

El cronopio redondo se tumbó en un sofá, apoyó la cabeza en la mano y soltó tal suspiro que el otro se calló en espera de alguna reacción verbal o alguna expresión manifiestamente constructiva,

Pero el cronopio redondo se aflojó y sintió una sensación de derrota que, como la lenta acción de un virus, daba paso al cansancio y la entrega.

No pensaba decirlo, pero cuanto te quiero...

El destino del planeta. Héctor D’Alessandro









El destino del planeta. Héctor D’Alessandro

Para Cecilia Paseyro

Recuerdo que un día mi padre –podría haber sido otro, pero fue él– me dijo “te voy a explicar el pensamiento mágico”. Una pregunta que yo le había hecho hacía unos días y que él había dejado para mejor momento, para cuando se le ocurriera algo.

Mi padre trabajaba como contable en la oficina de Koñaliris; para que me entiendan, la oficina del cuñado de Onassis que representaba los intereses de “Ari” en nuestro país. Esto significa, hablando en plata, y nunca mejor aplicada la metáfora, que mi padre estaba en íntimo contacto con aquellos para quienes la magia funcionaba de acuerdo a su propio deseo y finalidad. Unos hechiceros dotados de eficacia.

Cuando íbamos a reuniones o fiestas o celebraciones del calendario a casa de nuestros parientes de clase media, siempre resucitaba la conversación acerca del trabajo de mi padre y, sobre todo, a quienes conocía y a quienes no, qué lugares había frecuentado y en compañía de quién, el interés entusiasta habitual del que ve la jugada desde las gradas. Ellos pensaban que mi padre, al estar iniciado en el “coven” de los grandes magnates, conocería importantes secretos. Según decían mis tíos, con las camisas arremangadas, la botella de cerveza en una mano y la baraja en la otra, aquellos ricachones “movían la pelota” y “estaban detrás de lo que sucede en el mundo”. Y si no, decía siempre alguno, fíjense lo que pasó en la segunda guerra mundial. Gracias a que los bárbaros del norte siempre inventan alguna teoría política -fascismo, nazismo, comunismo- con la cual desarrollar la industria de la guerra, nosotros vamos haciendo caja y vivimos como los reyes auténticos del planeta. Pero claro, siempre tiene que haber alguien, como Onassis, que haga el juego sucio y baje realmente a las cloacas; alguien por ejemplo que represente al capital de este lado de acá y financie a los futuros enemigos y así va la rosca del mundo...

Y llegado a este punto, quien fuera que expusiera esta teoría, se quedaba mudo, abría los exaltados ojos, dirigía miradas de inteligencia a los circunstantes, sonreía para sí, se secaba el sudor de la frente y todos miraban a papá. A ver si éste decía algo como “miren, yo es que no puedo hablar, pero habiendo la confianza que hay aquí, les voy a decir que...”

Frases siempre esperadas, que papá nunca pronunció. Frases que evidentemente hubieran concitado el acuerdo general. Todos habrían dicho que por supuesto, que confiara en ellos, que eran una tumba, que los que dijera allí no saldría jamás de allí y otras frases por el estilo. Y sus promesas no se cumplirían porque si mi padre hubiera revelado alguna cosa, ellos, esa noche, preocupados por el destino del planeta como siempre estaban, seguro que no podrían dormir, y les dirían a sus cansadas esposas, mis tías, “Herminia, mi amor, no puedo dormir pero no te preocupes, es que esta noche me han dicho algo que afecta al futuro de nosotros...” Claro, si Herminia o Helena o Erika o Lola o Violeta o Dzhenia o Rachel o Esther o Blanca o Zara o Catalina o cualquiera de las otras tías que yo tenía, fuera una esposa joven y recién casada y escuchara esto, indudablemente se preocuparía, pero todas ellas, con el paso del tiempo, se habían convertido, acostumbradas como estaban a recibir sobre sus rosados y algodonosos cuerpos mullidos a sus aniñados esposos con dos copas de más, en una expertas en al arte de saber si la amenaza era real o imaginaria, y por lo general mis tíos se preocupaban por el destino del planeta más que por cualquier otro asunto de mayor calado cotidiano. Se desvelaban envueltos en sudores pensando en qué habría luego de un posible fin nuclear. En la vida futura no pensaba nadie, como me enteré yo que es habitual, al salir a recorrer mundo y conocer otros países, la religión nunca atrajo a aquellas personas profundamente materiales e idealistas. La vida futura estaba representada por el estado digestivo luego del postre con crema pastelera, crema chantilly o crema sambayón. Después, con todo aquel azúcar en la sangre, el fantasma de los misiles soviéticos o la posibilidad de una amenaza viral planetaria eran presencias imaginarias que les inducían sudoraciones y temores convulsos. Esto se aliviaba cuando Dzhenia o Blanca, conduciendo a su maridito al dormitorio a la hora de la siesta, le decía ven para aquí hombre de los terrores, dame tu misil y hacían una gimnasia que yo imaginaba aunque no podía presenciar, que los dejaba serenos y relativamente contentos.

Luego volvían a las andadas cuando veían a mi padre, “¿tu no sabrás algunas cosa que nos estés ocultando?”

El caso es que cuando comprobaban una vez más que nada saldría de su boca, recomenzaban el ataque y el sitio de sus defensas intelectuales con una conversación constantemente referida al tema de su trabajo, su oficina y su jefe, su relación con el gran mundo de las finanzas y el trasiego de tremendos secretos políticos. Y en ese momento es que comenzaban a hacer suposiciones en voz alta, como anzuelos que le lanzaban al sonriente hombre que era mi padre.

“Claro, es que a determinados niveles... En determinados ambientes....”

Y así durante mucho, mucho rato. Hasta que al fin, como papá nada decía, ellos empezaban a intentar una explicación humana, barrial y serena de la situación de “aquellos grandes hombres llenos de secretos que hacen la historia” y decían cosas como “es lógico, después de todo el Koñaliris ese no deja de ser un tipo como tu o como yo, un tipo sencillo, y lo que hizo en realidad no es tan difícil, después de todo el colocó su capital así y asa y luego...”

Y así se pasaban horas, jugando a las cartas, sus esposas se reían de ellos hablando de quién sabe qué, porque a mí y al resto de mis primos nos echaban a todos y nos obligaban a jugar, mientras ellos, cada vez más borrachos, hacían conjeturas sobre cómo hizo el dinero este y aquel y sobre lo fácil que es lo que hizo tal y cual para forrarse como se forró; algo que ellos, cómodos, nunca hicieron ni harían en el futuro porque ya les iba bien como estaban y no se iban a romper los cuernos pensando nuevas posibilidades y la crema de sambayón además, hum y la pastelera, bueno, además, Esther, hum.

Y mi padre, recuerdo, que luego de evocarme toda esta situación con dos asépticas frases, me dijo y ¿sabes cuando ellos dicen que lo que hizo este o aquel es muy fácil y que ellos no lo hacen porque ahora no tienen ganas, pero que ellos si se lo propusieran de inmediato lo lograrían y todo eso? Bien, eso es lo que me preguntabas, eso es el pensamiento mágico, pensar que las palabras con las que me explico el éxito de los otros, siempre de los otros, o el dolor de los otros incluso, me van a explicar algo, pero además van a actuar para que a mí me pase o no me pase lo mismo, sin que yo haga nada; y eso es lo que hace la gente el noventa y nueve por ciento del tiempo.

viernes, 16 de mayo de 2008

Tu dile que me haga caso. Héctor D’Alessandro


Tu dile que me haga caso. Héctor D’Alessandro

...tu dile de parte mía que cuando vaya a ese lugar, les siga la corriente, son muy antiguos y cuando se refieren a su lugar de nacimiento, dicen “mi tierra” y ponen una cara como si se les aflojara la boca y se les cayera la baba, se reblandecen de pies a cabeza y parece que vayan a mearse, tú dile que sí, que, aunque le parezca ridículo, piense en sí mismo como un "pariente lejano de alguien", si es que puede imaginar una cosa así, y diga cosas tontas como “yo amo a mi tierra” y “como la tierra de uno no hay ninguna”, tu dile que eso, entre los nativos de allí, vende mucho.

...dile también que cuando se refiera a cualquier lugar, emplazamiento, comercio, bazar, tienda o perro siempre lo llame por el nombre, que diga fui al “melania” en lugar de decir “fui a un bar que se llama melania”, de otro modo lo tomarán por complicado, que diga me encontré al “matías” en lugar de decir “me encontré un perro que se llama matías” porque entonces pensarán que no quiere a los animales.

...dile, asimismo, que olvide los adverbios, que no los use en el habla, que no mida las palabras, ni relativice los eventos, que tampoco diga la palabra eventos, que hable así, a lo bestia, pero que diga que es “auténtico”, sobre todo eso, que lo proclame a los cuatro vientos, que no espere modestamente a que le reconozcan nada, que diga y grite exangüe “yo soy auténtico” o “soy auténtica” si es que cambia de sexo.

...pero sobre todo que lo diga, que lo diga y que lo diga. Que no permita que nadie lo diga en nombre suyo, que pare a la gente por la calle y con rostro desesperado diga “óigame, yo soy auténtico, soy auténtico, soy auténtico”.

...dile también que siempre y en todo momento, venga o no a cuento, diga que ama a sus padres, que los quiere como a nadie, que no los hay mejores, que son una pasada.

...si ofende a alguien dile que no se preocupe, que les grite a la cara que es porque es auténtico y que eso es el excipiente necesario de su sinceridad, pero, por favor, que no utilice la palabra "excipiente", que diga que eso es lo que le sale porque le sale.

...y que "es lo que hay"...esto sobre todo. Esta frase vende mucho y sirve para quedar bien en cualquier lado, parece que lo explica todo, después del sexo, la comida o el dinero. Cuando no hay explicación, nada, es lo que hay y a otra cosa.

...luego además dile que se olvide de su anorexia... que olvide la técnica de mirar la foto de un plato combinado para inducirse el vómito. Que coma tres platos, postre, dos cafés, un carajillo, una copa y otra. Es lo mejor para no pensar. Esto, que es una verdad, debe proclamarlo, debe decir que no quiere ni desea pensar, que no está hecho para ello y que no desea hacerlo. Se anotará varios puntos.

...luego dile que lo explique todo con sexo, ¿deprimido? Falta de sexo, o sexo en demasía. ¿alegre? Demasiado sexo o excitación por falta de sexo y así, sí, ya sé que parece antiquísimo, quedará muy bien.

...también dile que tenga una actitud militante antiintelectual. Que a todo diga ¿qué? ¿qué? ¿de qué habla? Eso en compañía de cómplices queda fenomenal y puede echar unas risas falsas con las cuales tendrá una aproximación con los otros rientes... cuando haga esto dile que no deje de observar que él y el resto de rientes tienen la cabeza fenomenalmente amueblada, pero sin decir "fenomenalmente"

...bueno, al final, para convencerlo, dile también que si sigue estas recomendaciones, llegará lejos... pero que las siga a rajatabla...que me haga caso una vez en la vida.

jueves, 15 de mayo de 2008

Borges y los Tupamaros. Héctor D'Alessandro


Borges y los tupamaros.

Héctor D’Alessandro

Imaginen una tierra una tierra que tapona y cierra la lucha entre imperios. Entre el Imperio portugués y el español, entres las castas criollas descendientes de unos y otros. Entre el pujante imperio inglés y el débil imperio francés. En medio una tierra “purpúrea” que marca el linde y establece el horizonte. Están imaginando el Uruguay. Allí nacen y crecen seres con una conciencia no desagarrada de su identidad; una autoconciencia fría y clara. Somos un resultado; buen método para estar sobre la tierra.

En ese lugar nace la guerrilla más elegante que conoció Occidente.

Con una identidad inabatible; pero con una conciencia de que esa identidad sólo es una función de una acción mayor, una representación necesaria.

Los toques de ironía de su accionar entró en concordancia clara con el desarrollado sentido del humor de la población.

Al otro lado del río un hombre, un hombre ciego, maquina sus visiones, las manipula a un lado y otro y vengarse de la realidad parece su objetivo. Pone sus manos delante del rostro y no las ve. Existe pero sabe que no es. Sabe que no es. Que desconoce y desconocerá los secretos designios del Universo. Circunstancias y el fanatismo de una historia violenta le llevan a desertar de sus creencias juveniles. Calla y observa, no habla de nadie que no haya muerto hace cien años.

A ambos lados del río, los jóvenes son asesinados a tiros, los lanzan desde helicópteros. El hombre ciego estrecha la mano de un dictador horrendo.

En el fondo de un pozo, un guerrillero tupamaro recita para sus adentros un poema del poeta ciego. La belleza es propiedad de la raza.

Pasan los años; los antiguos guerrilleros desbaratados gobiernan la tierra purpúrea.

Con el tiempo, no serán lo mismo, Borges y los guerrilleros, a ambos lados de la moneda de la historia; no, no lo serán; aunque en secreto se habrán visto mutuamente como materia de sus sueños.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Borges y yo. Héctor D'Alessandro

Borges y yo, por Héctor D'Alessandro

Murió mi madre y sufrí, pero no lloré, estaba dentro de lo posible y por motivos médicos, lo esperaba. Murió mi padre e hice un amago de llorar; mi mejor amigo, que aún vivía en aquella época me dijo “no lo intentes porque parece falso”. Pero cuando murió Jorge Luis Borges lloré, lloré de verdad porque había muerto el escritor que más significado tenía dentro del contexto de mi vida. Mis padres, como todos los padres del planeta, con todo el amor que les tuve, sólo me trajeron a este mundo. Jorge Luis Borges me transportó a otros mundos donde vivir resulta más interesante que hacerlo en este lugar tan extraño que nos ha tocado. El día de 1983 en que pude estrechar fugazmente su mano, no salió ninguna palabra de mi boca, sólo un agradecimiento silencioso corría por mis venas, aun siento la suavidad de su palma tocando la mía y la emoción, tan fuerte, que experimenté aquel día, al estrechar la mano del maestro más grande en siglos que la humanidad había dado. Sólo por eso la vida es brillante y colorida y se parece a la felicidad. Yo también soy feliz por haber conocido hombres sabios; las experiencias que viví leyendo sus libros y la felicidad de sus frases forman parte tan íntima y clara de mi memoria personal, que a veces creo ser un personaje de su mente fabuladora y cuando experimento esto y a modo de broma que me gasto a mí mismo, digo que ojalá sea cierto.

h.d.

El secreto del arte. Por Lawrence Durrel.

El arte es un secreto a gritos.
Lawrence Durrell

Principio de ataque uno cada vez. Héctor D'Alessandro

Efecto Stormtrooper.
Storm trooper effect o Stromtrooper syndrome. Así se define a un cliché narrativo que definió el critico Roger Ebert. Consiste en que los antagonistas, a pesar de su superioridad numérica son irrealmente inefectivos en el combate. También lo llamó Ebert “Principio del ataque de uno-cada-vez” y lo explicaba así: “En cualquier situación en la que el héroe esta rodeado por docenas de enemigos, estos lo atacarán uno cada vez”. Muy común, desde Macbeth en adelante, sobre todo en películas de artes marciales, llega a su cenit en las películas de Bruce Lee y su parodia se puede ver en Kill Bill, de Tarantino. (Refundido de Wikipedia)

lunes, 12 de mayo de 2008

La realidad de las ciudades. Por Héctor D'Alessandro


La realidad de las ciudades. (1994) Por Héctor D'Alessandro Sala

Mi deplorable condición de argentino

me impedirá incurrir en el ditirambo

–género obligatorio en el Uruguay–,

cuando el tema es un uruguayo.

Jorge Luis Borges

Dilucidar el arduo problema que tengo entre manos me proporcionará el denuesto y la apología en ambas orillas del río más ancho de la Tierra; el Río de la Plata.

El carácter real de esta historia ha de quedar, necesariamente supeditado a la conmoción de primera línea que ha de iniciarse en otros órdenes.

No me presentaré con mi nombre verdadero; ésta circunstancia no me afectará. Diré, sólo por fijar de algún modo mi identidad para el lector, que soy la encarnación material y concreta de aquel poeta de segundo orden al que también cantó mi querido amigo Borges. En mi persona real se inspiró para aquellas escrituras. Me exornan, asimismo, otras cualidades de las que aquí doy cuenta. He estado, a lo largo de mi ya extensa vida, compartiendo cátedras de importancia. Llegué a mi cumbre en un verano asaz luminoso de California del año 1976 o 1977. En aquella aula me flanqueaban, a la izquierda Jorge Luis y a la derecha Rodríguez Monegal. No diré más. No deseo revelar mi personalidad concreta y cuido cada término y cada dato con la finalidad de impedir el montaje del rompecabezas.

Siempre faltará una referencia.

Nací en 1902 en una de las más bellas, luminosas y oxigenadas ciudades de la geografía: en la marítima Montevideo. Una ciudad preñada de egolatría. Una ciudad que cada amanecer parece desperezarse como un animal joven pletórico de respiración. La bibliografía mundial la enumera distintamente. Fue o es sucesivamente "la nueva Troya" de Alexandre Dumas. "La Atenas de Plata." "La tacita de plata", en competencia con Cádiz. "El otro Monte" de Isidore Ducasse, significada como un Parnasso. "Capital de la Suiza de América". Denostada casi exclusivamente por sus propios hijos (Julio Herrera y Reissig) no diré con qué palabras.

A fines de la década del 40 conocí por segunda vez a Jorge Luis Borges en la cafetería "Sorocabana" ubicada en el centro de Montevideo. No hacía mucho que Borges había tenido un accidente bonaerense; en la oscuridad de una escalera se dio un golpe en medio de la cabeza que lo dejó sin sentido hasta su despertar a la conciencia días luego en el hospital. Aquella experiencia sería trascendente para el desarrollo de su persona y, lo que es más importante para la humanidad instruida, su apertura a nuevos mundos fantásticos.

En el mismo hospital Borges solicitó lápices y cuadernos donde comenzó a anotar lo que su imaginación se había encontrado de un modo, a todas luces, no casual.

Aquella tarde, polemizamos hasta el atardecer acerca de la enmarañada genealogía del antiguo virreinato del Río de la Plata; las equívocas circunstancias que nos "juntaban" según el perdido lenguaje de los criollos o que nos "hermanaban" si nos atenemos a las palabras de las castas políticas de las dos orillas. El fervor del patriotismo no es, claramente, patrimonio de Jorge y tampoco forma parte del mío, aunque me duela.

Ambos éramos, aquella tarde, de similar parecer. La forma que le aporta el medio no debe oprimir a la persona; pensaba yo, algo más adentrado en materias de la Ciencia Política –ciencia que en nuestro días lleva un nombre más parecido a la designación de una vacuna antimicrobiana que al de un saber–. Jorge, más pobre, menos leído, simplemente modesto, quizás irreal, distanciado u orientalizante, consideraba estas circunstancias como irreales y el ego como una vicisitud cimentada por el vacío.

Todo aquello que nos rodeaba podía ser distinto; la ciudad se cambiaría por otra y las relaciones entre colectivos humanos radicalmente otra, sólo permanecerían dos egos que hablan sobre el destino y las características de sus pueblos.

El halo de la Gloria ya acompañaba a mi tranquilo amigo. Yo lo podía ver y aquello me modificaba. En aquella época leía mucha historia de las diversas patrias, combinaba aquello con la inquietante consulta a la Blavatsky y al supernumerario Leadbeater. En todo podía ver el diseño oculto de un significado; éste estado sólo había sido cantado por Paul Claudel aunque hay sobrados motivos y referencias acumuladas para hacerlo obvio.

Las circunstancias todas del accidente referido por Borges, componían una cosmología particular plena de sentido y profundidad. Él ya no era el que había sido; pero de un modo radical. Aquel accidente que puede ser "pequeño" o una "nimiedad" a los ojos de los profanos, tiene un hondo significado.

Reconstruido como un acto de dramaturgia, paso a paso, compone, en todos sus detalles, una maravillosa metáfora casi esotérica del inicio, umbral o entrada en el camino que nos conduce al centro de nuestro ser y nuestra vida. Los caminos son circunstanciales; todos llevan al mismo lugar.

Jorge había ido a visitar a una mujer amada. Se comunica con ella través del interfono. "Ella abre las puertas." "Él atraviesa el umbral." Cuando se dirige al ascensor, un repentino y a mi parecer, nada casual, "corte de luz" le deja sin medios mecánicos, tecnológicos, normales y fáciles de ascenso. "En la oscuridad busca a tientas, sin luz, guiado por la memoria y la intuición una ruta de ascenso." Una escalera. La subida es prolongada y dificultosa y "en círculos". En uno de los pisos, con la seguridad que le han dado ya varios minutos de ascenso se despreocupa, se olvida de sí, con la plena soberanía sobre sus sentidos más mecánicos, con fuerza y entusiasmo se ciega más aún a cualquier eventual dificultad. Entonces, de pronto, tropieza, se golpea la cabeza con el marco de hierro de una enorme ventana abierta a la noche en medio de aquel ascenso circular y homogéneo. No es una casualidad que fuera justamente una "ventana", con el enorme contenido simbólico y arquetípico de que este inocuo elemento de la cultura humana está cargado.

Tras aquel imprevisto golpe, la oscuridad total y la inconsciencia.

Caía la tarde en Montevideo y la atmósfera se tornaba irreal. Jorge y yo sentados en aquellas añejas sillas del café "Sorocabana". Él bebía una grappa con miel, yo degustaba un café; la última exquisita mezcla traída del Brasil.

Inevitablemente debimos hablar de tango. Una vez más se debatió en nuestra austera y marmórea mesa la pintoresca versificación de Santos Discépolo. Una vez más juntamos en espíritu a Razzano y a Homero. Inevitablemente nos divertimos, entre elegantes y cáusticos, fingiendo polemizar acerca de la filiación de Carlos Gardel. Aún estaba escondida en el tiempo la tesis de Sebreli que confirmaba el nacimiento de Gardel en el Uruguay y las abstrusas y sórdidas razones de su nacionalización como argentino.

Borges reía en aquel atardecer, entrecerraba sus ojos con sorna. Nunca hubo en él una ironía bien definida; apenas una dulce insinuación más similar a la compasión que otra cosa.

Como dice nuestra gente "una palabra trajo a la otra" y terminamos hablando de nuestro propio parentesco. Pertenezco a una estirpe de españoles y portugueses que dio entre otros al primer aviador del Uruguay, Don Larre Borges. Este es, justamente, el momento que vincula nuestra sangre. No diré más.

Muchas ocasiones, a lo largo de la vida, el significado profundo de una conversación no se hace claro hasta mucho tiempo luego. Ninguna conversación es inocente; todas están, permanentemente, deslizándose al borde de una verdad o una realidad con la que tiene una secreta conexión.

Aquella tarde hablamos de la escondida filiación de Gardel; en realidad, hablábamos de otras cosas con las cuales aquella antigua polémica tenía una relación de espejo vagamente deformante.

Borges hablaba, esperábamos a alguien –no recuerdo a quién– y comenzaba a sentirme extraño, como si buscara algo inquietante en mi memoria.

Todo atardecer es raro; y en Montevideo, esta peculiaridad, parece acentuarse.

Con los muchos años y el trabajo del olvido y la memoria, aquella tarde se modificó de modo sustantivo.

Llegué a pensar ¿hablé con Borges alguna vez, sentados a una mesa de mármol, en elegantes sillas de madera muy antigua?

Las alternativas excitantes de nuestra ciudad, el ir y venir, las nuevas inquietudes, el reverbero intelectual, no me impedía volver, cada tanto, a repasar aquella tarde.

Hasta que un día, en casa de Haedo, me di cuenta y casi me sobrecogí. Una foto muy antigua hecha en el departamento de Soriano me mostraba a mí, a mi madre y a otro niño. Interrogado mi tío Alberto, casi centenario, me lo confirmó.

"Ese, hijo, es Borges cuando todavía era uruguayo. Oriental, como le gusta decir a él."

Borges, exornado de su halo de fama, que ya apuntaba al futuro, sus recurrentes temas de conversación, la dignidad de su persona actual, me ocultaba un hecho antiguo.

En la finca de campo de Soriano, cerca de las misiones jesuíticas, acariciado por el aire eterno de los pinos y las acacias, vivía, a comienzos de siglo, un niño que era mi amiguito y que se llamaba Jorge Luis; huelga pronunciar su apellido.

No lo había soñado. Había allí una foto.

Aquel niño del campo hablaba inglés, francés y se defendía muy bien en portugués.

Nada más llegar a Montevideo le escribí a Borges; le narraba la inmensa alegría de saber que mi sensación de "dejàsvu" tenía un sustento material en el pasado.

Contestó. Cuatro líneas agradeciendo mi epístola pero no mencionó, en ningún pasaje, el hecho de que en el pasado nos hubiésemos conocido en tales circunstancias.

Pensé, un poco audazmente, "no desea dejar rastros de su pasado uruguayo". Pensé, incluso, que quizás el pasaje en que se lo mencionaba no estaba suficientemente claro. Llegué a creer que aquel pasaje, mágicamente, se había borrado. Pensé "ser Borges y, además, ser uruguayo, es, casi, un pleonasmo".

Y guardé el secreto.

Lo guardé hasta que casi treinta años luego volvimos a encontrarnos y le vi hacer algo similar a la magia ante un público anglosajón. Nuestra patria estaba sometida por el terror de una feroz dictadura y los emigrados y exiliados éramos miles.

De entre el público salió una señora de aspecto inocuo que no hizo ninguna pregunta de alto contenido intelectual; simplemente le dijo, casi gritando, desde la platea:

–Borges, soy yo. Soy Olga, la hermana de Panchito. Se acuerda... del Uruguay.

Y él, entre la sorpresa, el agrado y algo similar a una equívoca confusión, respondía como un médium:

"Sí... Panchito... caramba... claro, claro que me acuerdo... En el Uruguay."

Y así divagaba creando una atmósfera de reconocimiento pero sin llegar a decir nada concreto, moviéndose en el recuerdo de la realidad como si recordara imágenes literarias.

Entonces no me aguanté más, en medio de aquella conferencia llena de público admirador, apoyé mi mano en la suya y acercándome al ciego poeta le susurré al oído:

–Borges, a mi no me engaña, usted nació y se crió en el Uruguay. Nosotros, de pequeños, en verano éramos compañeros de juego. No lo declara por modestia, ¿verdad?

Él rió y me susurró al oído.

"Eso son detalles, circunstancias. No es la primera vez que me lo dicen. Los mitos son más fuertes que la realidad."

¿Qué quería decir? ¿Qué se sentía, en lo hondo de su corazón, tan uruguayo como argentino? ¿Que el mito de su origen argentino era más fuerte que la realidad de su nacimiento? ¿Que el mito uruguayo de considerar propio todo lo más granado y excelso era más fuerte que su posible origen argentino?

Lamentablemente, habían pasado más de setenta años. Aún así, con pocas esperanzas, viajé a Soriano en busca de pruebas, de documentos. De algún modo me comporté según prescribe el mito del escritor de segundo orden que alimentó Borges en su poema inspirado en mi persona. Invencible al fracaso ante la realidad, incapaz de demostrar la majestad de su genio, se inclina por la obra meticulosa, trabajada, documental, probatoria de algo.

Fui en busca de una partida de nacimiento.

Y la encontré, el 23 de agosto de 1900 había nacido un niño en Soriano con su nombre. Allí estaba. Los nombres de sus padres estaban borrosos, pero podían restituirse en la caligrafía emborronada por el tiempo, con algo de imaginación, los nombres de sus progenitores.

Fui a casa de nuestros antepasados. Casi nadie lo recordaba pero suponían que era "ese escritor tan famoso". Nuestros antecesores no estaban al tanto de las novedades literarias; apartados, vivían del material rumiado por su propia memoria.

Mi tesis demostrativa se quedaba coja; mi tío Alberto Haedo tampoco se atrevía a afirmar con seguridad la identidad de aquel niño y el hombre actual.

¿Quién puede asegurarme que corrí tras una fantasmagoría? Borges era un experto en fantasmagorías y en la redacción de anécdotas fantásticas. El uruguayo que se hizo pasar por argentino. Narraba con inocencia auténticas mitologías mediáticas entre éste y los otros mundos; dejó lo mejor de sí en conversaciones misteriosas construidas con un sinfín de sobreentendidos. Sólo yo poseo el secreto, la hermenéutica de su ascenso a la luz en una torre oscura con todas y cada una de sus claves cabalmente ocultas.

Poseo un documento y la contumaz convicción contraria a la de una generación entera en el ancho mundo. El tiempo es nuestro único aliado; cae la noche en Montevideo, sólo yo sé que Borges era otro uruguayo y, como dijo un gran poeta, "sólo es real la niebla"*.


(*)El “gran poeta” es Octavio Paz.