sábado, 27 de diciembre de 2008

Soy uno de los ganadores del Concurso Internacional de Cuento Breve de la Ciudad de Mexico.

Soy uno de los ganadores del Concurso Internacional de Cuento Breve de la Ciudad de Mexico.

Antología: "Voces con vida", de nuevos narradores hispanoamericanos, que proximamente se editará.
Se han presentado mas de 800 autores con mas de 1400 trabajos procedentes de todos los continentes
y hemos sido seleccionados 100 autores con 136 trabajos.
Mi relato se titula: "Un hombre encuentra una novela en el metro de Paris" y en su día apareció en este blog.
Para ver la información completa ir a http://www.semiotics.com.au/
Diciembre 2008

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Sobre el libro “Viaje a la ficción”, un viaje a ninguna parte. El Sr. Vargas Llosa ha llegado a la avanzada edad del tarambanismo intelectual. Héctor


Sobre el libro “Viaje a la ficción”, un viaje a ninguna parte.
El Sr. Vargas Llosa ha llegado a la avanzada edad del tarambanismo intelectual.
Héctor D’Alessandro

Ayer llegó a las librerías, anoche lo leí; lo que suponía, un bluff. Uno mas del Sr. Vargas. Seré breve, quizás en los próximos días lo relea y piense exactamente lo contrario.Se anuncia como un libro que analiza los sutiles mecanismos que relacionan vida y ficción. Esto es hacer de vicios virtudes, tras redactarlo el Sr. Vargas vio que a ese tipo de analisis del cual no puede escapar ("Orgia perpetua", "Historia de un deicidio", quizás el más escolar y simple de sus libros)es a lo que había llegado y lo justifica a posteriori con un prólogo muy muy aburrido en el que basicamente explica como se le ocurrió a él la novela "El hablador".
El caso es que este libro es una estafa en toda regla. Fue anunciado como un estudio del estilo de Onetti. No lo és. Para estudiar el estilo de alguien hay que poseer un estilo propio y Vargas no lo tiene, mal que le pese. El Sr. Vargas sabe crear espléndidas estructuras totalmente injustificadas por la trama. Ha aprendido a crear persones redondos con el paso de los años (muchos años). Pero su estilo aún no ha llegado, chupar un clavo, como dicen en Uruguay, posee más encanto para las papilas gustativas.
Sólo hay un pasaje en este interesante libro informativo (eso es lo que es) que va de la página 116 a la 119. Allí define la voz más usual de los relatos y novelas de Onetti como a una voz crapulosa, pero no le llama “voz” sino estilo.
Conocedor de sus carencias, el sr. Vargas se justifica al final del libro diciendo qué es lo que no quería hacer. Dice que “no es un libro de erudición” sino “una lectura personal”.
El Sr. Vargas es deudor una vez más de la vieja escuela de estudios literarios centrada en la temática y en la relación entre el libro y la vida del autor. Está enchalecado en sus propias represiones. Vargas, que a esta altura de la vida, con más números en el otro mundo que en este, no va a desarrollar un estilo que no posee y jamás lo verá en otro aunque se lo pongan señalizado y etiquetado. La pruieba de que este libro es un bluff, es que hasta llegar a la página 32 no se menciona a Onetti sino que se habla de una vaga teoría del narrador junto al fuego y el origen de la ficción y otras memeses en las cuales Vargas no cree pero ahora finge creer. El sólo cree en las ocho horas junto al ordenador.
Insiste mucho, Vargas, en que este narrador, Onetti, es valorado en su país, el Uruguay, por la izquierda y por la derecha. Una estupidez, es incomprendido a izquierda y a derecha y por ello respetado. La ignorancia se ha distribuido democráticamente en ese país. Lo que le sucede a Vargas es que a esta altura de la vida se ha dado cuenta que no posee un estilo, sus frases, las mas bellas, extrapoladas, no levantan vuelo. Es que el arte es un secreto a voces. Y Vargas lo conoce, tanto que ha escrito una obra maestra que se llama “La ciudad y los perros”. Pero luego se le ha ocurrido querer meterse en todo. Por mucho que se vista de seda...
En fin, que el mundo ha cambiado de manos, las influencias culturales predominantes están cambiando de eje al igual que los polos financieros y Vargas no quiere bajarse del tren (lo cual es muy legítimo), no se va a fingir un izquierdista, pero está dando el giro táctico para reconquistar al público de izquierda que ya hace años lo crucificó. El caso es que fingirse inteligente analizando a un autor inteligente no le va a rescatar ni a un lector inteligente, que estos seguramente jamás lo abandonaron. Son los mismos que saben que de aquí a cincuenta años Vargas será olvidado, se leerá “La ciudad...”, Se recomendará mucho como un libro menor “Pantaleón...” y de su obra ensayística literaria se recordará que se parecían mucho a unos ejercicios juveniles de estudiantes de bachillerato. “La verdad de las mentiras” será la excepción por su gran contenido informativo y por el acierto de algunos pasajes. El futuro siempre es de los mandarines, y Vargas no lo es.
Quien quiera aprovechar al máximo este libro, que vaya a la librería y lea las páginas indicadas en el tercer párrafo de esta nota. Así habrá aprovechado lo que Vargas aun puede dar y se puede ir a gastar sus 17,50€ a otra parte.
Este libro no obstante me ha hecho pensar, me ha hecho pensar que todos los juicios negativos acerca de la prosa y el estilo de Onetti, son verdaderos, sí que es pastosa su prosa, sí que está afectada por las malas traducciones, sí que plagia mucho a Faulkner, pero aún así es el creador de un mundo, y lo es porque tenía una concepción de éste, negativa, pero concepción al fin, algo de lo que carece Vargas Llosa. Un autor extraño donde los haya, constructor de artefactos literarios de complejísima arquitectura no siempre justificada, un neoliberal a ultranza que podría continuar negando el derecho del autor a intervenir en la praxis histórica y política, mientras él, como buen derechista, lo hace, y ahora, en plano malabarismo final, intentando dar un giro a la izquierda que quizás lo ponga en la posición más ridícula: la del que finge arrepentimiento.
Un mundo vacío, incluso cuando escribe ensayo, el del sr. Vargas, ni siquiera hay en él la suciedad que tanto admira en Onetti, un mundo de estudiantes que tratan acerca de temas pero nunca tocan la verdadera carne bullente de la vida. En el fondo quizás lo teme, quizás sea sólo palabras este señor, quizás nunca existió, quizás la CIA le escribió todas sus novelas para infiltrarlo en determinados sitios, como lo hizo con Jackson Polock, o quizás la explicación de todo esto sea lisa y llanamente que el Sr. Vargas que argumenta sobre Onetti con un informe del economista E. Iglesias es del signo de Aries y no hay ninguna otra explicación. Al fin y al cabo, en una encuesta ya antigua se demostró que a largo plazo (diez quince años) los barrenderos de N.Y. acertaban más sobre economía que los más extraordinarios economistas.
Sr Vargas, no intente vender gato por liebre. Hace feo. Y usted ya es grande. Cuando quiera saber algo sobre “estilo” llámeme y nos tomamos un café, según la hora que sea, hasta quizás sea mejor que se pase por casa.
Un saludo.

H.D.

P.S. Si se me ocurre un nota que diga exactamente lo contrario, mañana la publico, si no, es que estoy muy ocupado leyendo a De Quincey.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Puedo. Héctor D’Alessandro

Puedo. Héctor D’Alessandro

Puedo darme todas las respuestas posibles.

Puedo preguntarme eternamente cómo supe que te querría.

Puedo preguntarme y responder con acierto acerca de un sinfín de cosas.

Pero me pregunto a cada instante qué me trajo hasta aquí.

Cómo llegué a esta ciudad, a esta costa, a este cuerpo palpitante que te desea.

Puedo responderme por ejemplo con una frase

Que estoy aquí por algo que desconozco

Por un destino anhelante de luz

Por una idea una frase una convicción.

Por una casualidad.

Preguntar por ejemplo al infinito murmullo de las rocas en la ciudad

A las palabras de sus poetas.

A los muros de agua que se desploman en la cambiante costa.

Cómo es que lo caminos me trajeron hasta aquí.

Viajar es quizás buscar una palabra una frase un verso que defina ese viaje

Esa búsqueda.

De todo cuanto es posible escribir en un muro, en el agua, en las líneas de tu mano

Escojo una

Sólo una que resume el sentido de mi arribo a estas costas a esta vida a esta palpitación constante

“Tots els camins son bons per fer camí”*.

* Este último, maravilloso, verso es del poeta Miquelt Martí i Pol

domingo, 2 de noviembre de 2008

La noche de la cena del reparto de la herencia. Héctor D’Alessandro.

La noche de la cena del reparto de la herencia.
Héctor D’Alessandro.


Este relato está editado en la antologia El Cucaracho

sábado, 30 de agosto de 2008

El aullido de las hormigas. Héctor D’Alessandro

El aullido de las hormigas. Héctor D’Alesasndro

Cuando yo era un niño, mataron a mi primer amor. Se la llevaron un día, la torturaron y la violaron y luego la enviaron lejos, muy lejos. A un lugar de donde ya no se vuelve. Yo tenía ocho años y ella ventiocho, pero me había enseñado a jugar al ajedrez y era mucho más divertida que mi familia entera. Decía que había que escuchar al propio corazón, a las cosas y a las plantas y animales. Mi amor por ella era fervoroso y sexual, se saciaba con diálogos a solas en mi habitación, practicando con la almohada qué cosas le diría para que al fin se diera cuenta cuanto la quería. Se saciaba en un restregarse fervoroso contra la almohada, con tensión, sin descarga y al fin con una larga meada de facundia tropical.

Yo aprendí que mi país era un terreno apto para la infamia, que mi país era horrible y mortal, que no hay otro igual.

Luego un día se llevaron de noche a mi dentista, lo lanzaron por el balcón de la cuarta planta donde vivía, metida su cabeza en una bolsa de arpillera, ese detalle tuvieron, para que no se mareara al caer.

Qué les voy a contar que no sepan, que les voy a contar que no hayan visto suceder en las calles más civilizadas de Montevideo.

En la tele salía un perro facineroso que vociferaba con el movimiento de sus cejas y proponía con enorme educación meter más gente presa, a los niños, a los padres de los niños, por sus ideas, por ser padres de esos niños con esas ideas. Con el tiempo se hizo presidente de la renovada democracia. Como un premio por sus innovadores proyectos. Yo no lo voté, pero el ganó y nos volvió a joder a todos.

Un vecino mío, esquizofrénico de profesión, decía: “no entiendo nada, yo voto a tal pero gana el otro, este país gira en círculos”.

Sí.

Durante años me dediqué a recomponer el pasado, esas imágenes y esos recuerdos. Los sacaba de noche cuando se oían la sirenas lejanas del país sin igual plagado de perros policía y los ponía todos sobre la mesa, los combinaba entre sí, intentaba sacar de ellos una respuesta o solución que me explicara todo y justificara ante mis ojos le regla de la inopia y de la maldad. Pasaba entonces de una explicación a otra y no lograba salir de la inútil cárcel que se extendía a través de todas las mentes.

Abrir la puerta para salir a la calle podía ser abrir la puerta para ir a dar directamente a la cárcel.

Pero la cárcel venía igualmente a visitarte. Una señora que limpiaba y cocinaba en casa, está pelando unas papas y se le caen, papas y cuchillo de las manos, se sienta en la silla, apoya la cabeza en las manos y llora. Tiene nauseas de los nervios que pasa desde hace una década. Su hijo está preso. Todo el mundo está preso. A todos se les cae el cuchillo y las papas de las manos.

Vuelvo a mi cuarto y meto todos los recuerdos y las imágenes en su caja, no volveré a marearlas en días. Todos estamos presos.

El año que viene será presidente de mi país un señor que se pasó trece años preso, nueve de ellos en un pozo húmedo con el agua pudriéndole el cuerpo. A veces durante el día miraba las hormigas, las oía trajinar, las oyó, en medio de aquella inmensa desolación, aullar. Las hormigas gritan, dice. Yo le creo. En las noches montevideanas la soledad es ancha y el horror puede ser inmenso, las hormigas pasan en fila aullando.

Quiero saber porqué lo hacen.

Sincronicidad: una de Nabokov y Kubrik. Héctor D'Alessandro

Sincronicidad: una de Nabokov y Kubrik. Héctor D'Alessandro

Los narradores que se inventa Nabokov suelen ser gruñones antifreudianos. Un recurso, Borges, más positivo, fingía la creencia, por parte de sus narradores, en la teoría de la voluntad como representación, de Schopenhauer. La filosofía, así como la ciencia, funcionan como variedades narrativas, resultan muy próbidas a la hora de nutrir el discurso de un narrador o de un personaje.

Los narradores que se inventa Nabokov nunca son, por ejemplo, antijunguianos, “ser” eso requiere un lector de elevadas miras y además muy entrenado. Sin embargo, la sincronicidad, o teoría acausal del universo, nutre buena parte de sus ficciones y de su vida.

Una anécdota acausal nabokoviana.

1916. Vladimir Naboov hereda de su tío Vasili Rukavíshnikov una enorme fortuna que lo libera de por vida. Fortuna que pierde al año siguiente a manos de la revolución bolchevique.

Entonces tiene un sueño que anota en su cuaderno: El tio Vasya, su voz, le dice “Volveré a ti con el nombre de Harry y Kuvyrkin”. Harry y Kuvyrkin son, en el sueño, dos payasos, inexistentes, aludidos por las palabras del tío pero nunca vistos por el soñador.

En 1959, ya ha salido “Lolita” y él se encamina hacia la fama y la prosperidad definitivas, no obstante, aún le falta “aquel” cheque definitivo que lo saque de la monotonía absurda de sus días como profesor. Un día lo están entrevistando para la ñoña revista “Life” cuando recibe una llamada de un amigo que le dice si ha leído el New York Times. Casualmente aquella mañana no lo había leído aún y eso que a diario lo hacía, debido a que seguía con interés y pasión el caso del niño Nimer que muy probablemente había asesinado a su familia.

La noticia, aquella mañana, de interés para Nabokov, era que Harris y Kubrik habían comprado los derechos de “Lolita” por 150.000 dólares, más 15 % de la recaudación.

El tió Vasili había cumplido, volvía y lo hacía con vibrante fuerza monetaria.

(*) La anécdota que nutre a este texto está narrada por Brian Boyd en su excelente biografía "Vladimir Nabokov", en el segundo tomo ("Los años americanos" , pagina 449. Editorial Anagrama, 2006)



lunes, 16 de junio de 2008

Testigos. Héctor D’Alessandro

Testigos. Héctor D’Alessandro

Para que nada sea en vano, se inflan las palabras, para que estas caigan como cascadas, como piedras, como rocas rodantes por la montaña, despeñándose con estruendo.

Para que nada sea en vano, el rugir de la batalla expresa lamentos de moribundos y gritos jactanciosos de matadores.

Y de la tierra mana sangre.

De la tierra mana sangre para que la vea, la guste, la oiga aullar el testigo.

El pastor de cabras a la puerta de su choza tranquila. El señor que por allí pasaba. Todo lo hace Homero con arte, con sorprendente habilidad, con viveza y con intuición. No escribe para el órgano del templo ni para los grandes corifeos.

Su verso va a dar como un cauce breve que se hace hilo de agua rica al oído de un pastor, un pastor perdido en la montaña que oye desde lejos el rugiente clamor de la batalla.

Todo se hace por un pastor.

La poesía toda. La pasión. La luz de la tarde, el verdor y la sangre se harán por un pastor.

De nada vale, para nada sirve el rugiente clamor y la gritería despeñándose por los barrancos como un eco inmenso de la carnicería infinita si no lo escucha alguien, alguien como tu, alguien que pasa por allí, el pastor, el señor ese que anda por ahí.


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miércoles, 4 de junio de 2008

La mano del novelista

La mano del novelista donde más se ve es en las fotos. Sostiene su cabeza, esa cabeza pensadora, preocupada por el destino humano o por las cifras de ventas, pero preocupada al fin. Siempre he reflexionado acerca de esa mano que sostiene a esa cabeza hipervalorada. Y me ha asombrado que pocos se hayan decidido a romper el rito de fotografiarse de esa manera tradicional. Pienso en unos pocos. García Márquez tumbado en aquel sofá con las manos encima de la cabeza, sonriendo con claros signos de disfrute. Recuerdo a José Donoso tumbado en una hamaca con un perro en las cercanías o encima suyo. Tomasi de Lampedusa acariciando campechanamente otro perro.¿Por qué los escritores se sostienen la cabeza? Podría uno pensar que les duelen las muelas pero ciertas sonrisitas conspiran a toda costa contra esta suposición.A veces la cara apoyada parece decir ¿habéis visto lo que he hecho? Pero son los menos.La duda permanece. Es de esos misterios que viven mejor sin respuesta.Cuando paseo por la Rambla Cataluña, a veces, pienso que un día veré allí el mejor homenaje de los ayuntamientos y la escultura al mundo del escritor; no se tratará de un libro ni una pluma, será una mano, una mano enorme para sostener cualquier cabeza, ligera o pesada, una cabeza, dos cabezas, un sinfín de cabezas apoyadas en esa mano enorme, cabezas de novelista.
Episteme: , , , , , ,

sábado, 24 de mayo de 2008

La vida del escritor. Hemingway.

La vida del escritor es muy solitaria, pero si es buen escritor podrá hacer frente a la eternidad.

jueves, 22 de mayo de 2008

volverás a ser borges. héctor d'alessandro

ten cuidado, amable escritor, tú, que no estás acostumbrado a que te llamen de ese modo, porque en la ciudad de la literatura hay una calle de variada decoración y que linda con la paradoja, esa calle se llama borges y ofrece al intelecto de los hombres un problema sin respuesta: eludirla es imposible, atraviesa todos los cruces e inevitablemente volverás a ella.
ten, cuidado, mascarita, tarde o temprano volverás a ser borges.
héctor d'alessandro

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Zapatero habla sobre J.L. Borges

El lector que tiene en sus manos "Ficciones" es una persona en la frontera, un ser humano que está a punto de abandonar el mundo seguro y confortable del que está hecha la vida cotidiana para adentrarse en un territorio absolutamente nuevo. Borges descubre en su obra, o quizás inventa, otra dimensión de lo real. Con seguridad el título, que nos sugiere la idea de mundos imaginados y puramente ilusorios, es sólo una sutil ironía del autor, una más, que nos señala lo terrible y maravillosamente real de sus argumentos. Después de leer a Borges el mundo real multiplica sus dimensiones y el lector, como un viajero romántico, vuelve más sabio, más pleno, o lo que es lo mismo, ya nunca vuelve del todo.
Ficciones es una de las más esenciales e inolvidables obras de Borges.
Durante un tiempo, cuando era más joven, estuve enfermo de Borges, todavía no estoy seguro de haberme curado. Cuando uno enferma de Borges se pregunta por qué la gente sigue, seguimos, escribiendo. Todo está en Borges y él lo sabe. Cuando leemos La biblioteca de Babel no podemos evitar la sensación de que en esas pocas páginas están contenidos todos los libros que los hombres han escrito y escribirán, además de todos los restantes, que son la infinita mayoría. Las ruinas circulares son otro ejercicio de la más espléndida metafísica, y uno no sabe cómo salir del sueño que nos propone, realmente el lector ya nunca sale de ese sueño, salvo a través del olvido, pero el olvido no está en las manos del lector, no forma parte de su poder.
Es posible que Borges me fulminara con una de esas bellísimas y mortales críticas que podemos leer en sus libros, pero diré que en algún momento llegué a pensar que cada página suya contiene toda su obra, como uno de esos objetos fractales que repiten su estructura creando geometrías tan hermosas como extrañas.

La deuda. Hector D'Alessandro

La deuda. Héctor D'Alessandro


Ricardo estaba muy mal en los últimos tiempos y sus amigos no sabían qué camino tomar ni qué hacer con él. De pronto parecía consumirse adelgazando; algo que aterraba a todos, y ninguno sabía qué hacer. Por las noches comentaban con sus mujeres, entre los sucesos del día, lo mal que encontraban a Ricardo. Otras veces engordaba y todos pensaban que aquello era un síntoma de salud. Alguno le comentaba. "Te veo bien; ahora lo que te conviene es un poco de ejercicio." Pero en estos momentos era como hablarle a la pared. Entonces pensaban: "Ricardo tiene algo en mente que no lo abandona; como es muy reservado no se puede averiguar. Si supiéramos algo de lo que le sucede".
En el trabajo se manejaba con la habilidad habitual. Con su pareja todo parecía funcionar a las mil maravillas. "Es que él es así... muy cambiante y muy reservado", comentaba Esther, su mujer, pero tampoco se creía demasiado su opinión. En el fondo, sentía que estaba en presencia de un secreto misterioso.
Una noche Ricardo daba vueltas en la cama sin poder dormir. Fue la primera noche de sus insomnios; así pasó muchos meses que le desastraron el alma.
Una noche se ahogó; le faltaba el aire y le invadía algo similar a un miedo atroz que no confesó a nadie.
Esther asumió el mando de la nave. Declaró: "Mañana vamos al médico, sin falta". Él se resistió lo que pudo, pero, al fin, ella venció.
El doctor recetó unas pastillas para dormir.
Comenzó a dormir y a despertarse más sosegado; sin ninguna agitación física. Andaba demacrado y ojeroso; de muy mal aspecto.
En el trabajo pensaban, sin comentárselo, que tenía alguna mala enfermedad. Sus amigos, con el tiempo, se habituaron a su faz enfermiza. Sus lentos andares, su variable cintura, su aspecto cansino, sus ojeras, su mirada suplicante de algo desconocido.
Al cabo de dos años con este régimen, Esther comenzaba a adquirir un aspecto de decrepitud atenta; como expectante. Como si siempre estuviera alerta a ver qué le sucedía a Ricardo.
–¿Te pasa algo?
–Nada.
Este era un diálogo recurrente entre ellos.
Una mañana, ante el espejo Esther gritó, entre dramática y cómica, haciendo parodia:
"¡Me ha salido una cana!"
Él rió desde la cama. Comentó:
"Cuando te salga la segunda habrá que hacer algo."
"Claro", dijo Esther y pensó "quisiera tener un niño" y se encogió, estremecida por un pensamiento. "Y si Ricardo muriera..."
Al cabo de pocas semanas le salió su segunda cana. Había que hacer algo.
Esa noche Ricardo se ahogó en sueños, una presencia oscura y opresiva lo comprimió tanto que le arrancó de golpe de su pesadilla. Gritó.
Esther le abrazó y lo acariciaba. Él estaba sudando y con el cuerpo caliente. La otra vez que se ahogó, su cuerpo estaba helado. "Tranquilo. Cariño. Tranquilo ¿Qué pasa? Estoy aquí. Tranquilo"; decía ella acariciándole y besándole.
Él se sentó en la cama y pidió agua. Ardía.
Cuando terminó el vaso con agua, declaró:
"Creo que estoy embrujado."
"¿Embrujado?"
"Sí, sí. Que me han hecho un maleficio o algo por el estilo."
"¿Seguro?"
"Sí, seguro."
"¿Y quién?"
"No sé. Alguien."
"Pero, ¿quién?"
"No sé."
"Bueno, algo habrá que hacer."
Al día siguiente comenzaron a recorrer brujos que le encontraron más de un embrujamiento. Parecía que toda la cohorte de seres maléficos se hubieran conjurado contra Ricardo. Al cabo de varias semanas de experimentos, entre la decepción y la esperanza, entre el hartazgo y la seguridad más absoluta, Ricardo se decidió a experimentar. Dejó de tomar los somníferos y otras pastillas que había ido acumulando en los últimos años.
Sentía como una nueva energía desconocida; como una alegría juvenil. Comenzaron a vivir una suerte de nueva luna de miel inesperada.
Esther estaba muy feliz; ya no estaba tan pendiente de él y, un día le dijo en medio de efusivos abrazos y gratas caricias que quería tener un niño. Ricardo se hizo a un lado en la cama, como repentinamente apenado, ya no habló y la tristeza se instaló en su mirada. Esther inquirió con más pasión que nunca. Ahora se sentía bien, ahora ambos se sentían bien y estaba decidida a ser feliz, a ahuyentar la pena.
–¿Aún piensas que estás embrujado?
Cuando hizo esta pregunta una luz se hizo en el cerebro de Ricardo. Recordó a alguien del pasado.
–Martha.
–¿Martha?
–Sí, Martha. ¿Te acuerdas que tenía un amigo brujo o algo así que decía que era muy bueno?
–Sí, es verdad. No me había acordado de ella. Sí, podemos llamarla.
Y ambos se quedaron tranquilos, como si hubieran hecho un descubrimiento muy importante.
Unos días después entraban en el recinto del brujo. Un hombre de edad indefinible inmerso en humos variados en medio de una habitación decorada con un aire vagamente esotérico.
Ricardo temblaba; Esther estaba como poseída de una extraordinaria confianza.
El brujo era simpático, parecía reírse de los posibles problemas que uno le planteara.
Cuando terminaron de hacerle la exposición de los problemas de Ricardo, él preguntó:
"¿Usted siente como si tuviera que hacer algo y no sabe exactamente qué?"
–Sí. Sí –respondió presuroso Ricardo–.
–Entonces, usted tiene una deuda. Pero no sabemos con quién. Tampoco sabemos si sólo es suya. Usted –preguntó dirigiéndose a Esther– ¿siente lo mismo?
–No, yo estoy preocupada por él.
–Bien, pues no se preocupe. Dígame, usted desea algo con fuerza y siente que Ricardo le impide realizarlo.
–Pues... así, de primera, no sé...
–Y usted. Ricardo, no sabe qué es lo que tiene que hacer. Cuál es su deuda.
–No.
–Bien. No se preocupen. Vayan y descansen. Vuelvan mañana. Si comenzarais a discutir, pensad que no estáis solos, que hay más personas por medio discutiendo. Imaginaos que estáis poseídos por otros que se odian a muerte y procurad no haceros daño al discutir.
Salieron de allí más confundidos que antes y pasaron el resto del día y la noche y parte del día siguiente hasta la hora de la consulta como a la expectativa, como animales al acecho dispuestos a saltar y mostrar las garras.
Al día siguiente, entraron en el recinto del chamán con aire victorioso, como si hubieran demostrado algo importantísimo al haberle llevado la contraria a su predicción.
Él los miró y rió. Les dijo:
–¿Para qué venís si aún no os habéis discutido?
–...
–No me queréis ahorrar ningún trabajo ¿eh?
Les hizo sentar y cerrar los ojos. Les pidió que se concentraran en todo aquello que se habían guardado el día anterior y no se habían dicho. Comenzó a sonar el tambor.
Esther se hundió en un universo áspero, aguzado de espinas, erizado de penas. Primero vio a una mujer mayor, muy canosa, amargada, infértil y se enfureció con aquella imagen. Persistía a su pesar. Sintió desolación; una desolación muy material. Sintió que estaba sola y que la culpa era de su marido.
Ricardo estaba a oscuras y allí había unas presencias inquietantes y apesadumbradas. Allí había una tristeza cósmica, una opresión insoportable.
Cuando volvieron en sí, mostraban un rostro equívoco, como quien ha hecho una travesura, como si se avergonzaran de algo. Esther estaba furiosa; Ricardo triste e inquieto.
Narraron lo que habían visto.
El hombre que se comunicaba con los otros mundos preguntó a Esther:
–¿Quieres tener hijos?
–Sí.
–¿Y tú, Ricardo?"
–También, claro.
–Pero no estás muy seguro ¿no?
–Estoy confundido.
–Bien; ya me imagino con quién tienes una deuda. Ven. Acércate.
Le tomó las manos y las sintió calientes. Sopló al lado de sus orejas. Recorrió su espalda repetidas veces y de pronto se detuvo como sorprendido. Entonces le dijo al oído, "esta madrugada, pon atención a tus sueños. Te visitará tu acreedor. Esto te lo digo a ti porque sólo lo puedes resolver tú. Por ahora no lo comentes con Esther. Hasta mañana".
Esa noche soñó con alguien que moría y le llamaba. Él tenía que hacer algo por aquella persona pero no sabía qué cosa debía hacer. Esther durmió muy tranquila y despertó despejada.
Cuando fueron a la visita, Ricardo entró sólo, sentía que se acercaba a una etapa decisiva e íntima y así se lo dijo al brujo cuando éste preguntó por Esther.
–Bien, dijo, el brujo, ¿cuánto tiempo hace que comenzaron todos tus problemas? Relájate y piénsatelo bien.
Le hizo cerrar los ojos y el tambor comenzó a sonar. Le llevó hasta el comienzo de sus problemas. Tam. Tam. Y más allá. Tam. El moribundo era él mismo, que pedía socorro. Tam. ¿Por qué él? Tan joven. De pronto la sala donde estaba se llenaba de humo y él ardía; un calor infernal le abrasaba la piel, se estaba asando, todo dolía y no podía respirar, iba a morir. Y sintió un orgullo gigantesco, más que humano. ¿Cómo sentirse orgulloso de esto? ¿Cómo? Entonces, su padre se le acercaba sonriente y le agradecía su generoso gesto. En ese momento una voz ululante, en la lejanía, como un alarido detrás de una montaña, se desgarraba gritando "¡Dile que no! ¡Dile que no! ¡Que cada uno debe morir sus propias muertes! ¡Échalo! ¡Ahuyéntalo! ¡Dile que tú no puedes morir por él! ¡Él ya murió!" Ricardo mira hacia las montañas azules, en busca de la voz salvadora. Su mirada es de agradecimiento. Respira muy, muy hondamente. Está a salvo. Se siente libre. El viento se lleva el humo siniestro. La voz dice "ya eres tú".
Cuando vuelve en sí, el brujo sonríe mientras le da a beber agua. Ricardo se siente vibrante y ligero. Exclama "¡Cómo no me di cuenta de que todo comenzó con la muerte de mi padre!"
El brujo enciende un cigarro y comenta:
"Porque lo querías tanto que lo llevabas dentro. Tan adentro tuyo que no lo veías. Creías que formaba parte de ti. La vida, a veces, hace estas jugadas. Ahora estás solo y eso te hace fuerte".
Al salir, Esther respondió enseguida con una sonrisa a su aspecto alegre y suave. Se abrazaron como si fuera la primera vez. Por la calle parecían dos niños juguetones. Fueron a tomar helados de fresa y vainilla. Al besarse se dejaban manchas rosa y crema.
–¿Me vas a contar todo lo que sucedió?
–Sí, Esther, te lo voy a contar, pero primero deja que lo asimile. ¿Qué te parece si esta noche nos convertimos en padres?
–No sé. Quizás primero tendríamos que dejar de ser hijos. ¿No te parece?
–¿Por qué dices eso?
–No sé. Intuición. Toda esta historia me ha hecho pensar eso.
–Bien, pero mientras, podemos divertirnos.
–Claro, y terminamos de pagar todas nuestras deudas, con los otros y con nosotros mismos.

martes, 20 de mayo de 2008

Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro

Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro

A mí me gusta
muchísimo jugar; debo confesarlo. Con cuarenta años me gusta disfrazarme de bombero y correr por la casa con un extintor en las manos echándole espuma a la mujer con la que haré el amor.

Esta veta búdica de alegría e irresponsabilidad me permite mantener la cordura.

En todo caso es mi propio guión.

Tonto pero personal y, de algún modo, sabio.

Este ápice excéntrico no me impide tener mis sentimientos. El dolor ajeno me duele en mi corazón.

Hace muchos años que planeo retirarme y prometerme una vida sistemática, disciplinada, elevada.

Por una u otra razón que no me confieso postergo esa decisión.

Hace años, cuando comencé mi carrera diplomática, gastaba mucho dinero en llamadas a viejos amigos en otras partes del mundo.

Un día, leyendo una entrevista a Keith Richards, algo cambió profundamente en mí. Decía Keith, a quien por cierto conozco, es sumamente divertido, que él tenía amigos en todos los sitios donde llegaba y que quien no tenía amigos era, en realidad, un imbécil.

Yo soy orgulloso, a mí no me gusta ser considerado un imbécil; pero, sobre todo, no me gusta considerarme a mí mismo como un imbécil.

A partir de aquel momento algo cambió profundamente en mí; no sólo empecé a reconocer los síntomas indelebles de la amistad en mucha más gente sino que, además y para mi gran asombro, comencé a tomar conciencia de la innumerable cantidad de personas que había en mi vida pasada a quienes consideraba, de un modo asaz pedante, como "meros conocidos" y que, sin embargo, me profesaban un cariño y me habían obsequiado de modo desinteresado con unos sentimientos y unas experiencias compartidas que eran algo tan sencillo, escaso y, al mismo tiempo, abundante (cuando uno lo quiere ver) como la amistad.

Alberoni, con quien un tiempo tuve una relación epistolar, cuando yo estaba en Grecia, lo dice claramente: "el mundo está lleno de amigos" cuando uno levanta la vista.

Esta simple conciencia me ha hecho más vulnerable y rico al tiempo.

Un síntoma claro se manifiesta cuando me llaman por la noche. Algún despistado que no recuerda la diferencia horaria o, simplemente, un desesperado.

Las experiencias que me narran en la madrugada suelen desgarrarme el alma. Lo que sucede es que quien sufre se vuelve egoísta y antisocial. Sólo desea ser escuchado y no existe horario ni regla que no pueda quebrantar.

Siempre que llego a un nuevo lugar de destino procuro enterarme cuántos antros de ruido y desahogo hay, con esto me hago una idea de cuánto sufrimiento acumulado existe en esa población. Cuánto alcohol se consume y otros detalles similares contribuyen a orientarme en mi primera inspección.

Algunas noches en que estoy en vena irónica y que telefonea algún desesperado borracho con morriña, le corto de entrada su lastimosa confesión de medianoche:

"¿Cuántos bares por calle hay allí dónde estás?"

Y me contesten lo que sea, siempre finjo creer que son muchos y le respondo:

"No te preocupes. Estás siendo víctima de un efecto ambiental."

"¿Tú crees? Me preguntan, muy curiosos, olvidados momentáneamente de su pena."

"Sí, sí. Es más, deberías abandonar tu hogar ahora mismo e ir a ponerte a tono en el primer bar que encuentres. Algo de absorción del color local hará que se te pase todo."

Estas bromas no pueden ocultarme el hecho de que esa persona concreta está sufriendo. Unos creen tener un cáncer mortal. Otros creen que su mujer les abandonará de un momento a otro. Otros creen que hay una trama lejana que los va a destinar a sitios desagradables; probablemente en guerra. Otros simplemente, se acordaron de mi simpática persona en esta apacible noche. Otros creen que su padre o su madre, lejanos, han muerto o están graves y nadie quiere decirles nada. Otros creen haberse vuelto alcohólicos o impotentes. Y, unos pocos de todos estos, te llaman porque, realmente, les sucede alguna de estas cosas.

Soy suficientemente perspicaz para enterarme de inmediato cuándo el sufrimiento exquisito es verdadero.

En general, lo percibo por una opresión en el pecho que se me hace de inmediato y la escasez de palabras de ánimo que se me ocurren. Por regla, comienzo a hacer chistes estúpidos que no me acordaba siquiera que los sabía.

Esto me sucedió anoche con Gilbert, nuestro cónsul en Pekín. Somos amigos desde la época en que él era hippie y yo recién había dejado de serlo.

Su padre fue compañero de estudios del mío y, de algún modo, nos condenaron a ser como somos. Yo tenía y tengo tendencia a paternizar a Gilbert; por el simple hecho de ser mayor que él y haber llegado a los cuarenta años de edad. Su dolor tiendo a sentirlo de una manera más potente que el de cualquier otra persona. Por eso anoche no pude dormir.

Siempre hemos sido un poco locos y él era bastante más alcohólico que yo. El síndrome de Geoffrey Firmin; el síndrome del cónsul. El peregrino ecuménico que arrastra una insidiosa y siempre cambiante pena.

Esta parte romántica de la profesión siempre pareció amargar a Gilbert. Cada vez que llegaba a un nuevo destino en los últimos quince años telefoneaba para decirme que como la tierra de uno no hay que le gustaría estar conmigo ahora en el barrio Sur tomándose un vino tinto. A lo cual, invariablemente, le he respondido, con un tono de voz digno de la serie "Dallas", "Calma, Gilbert, los ricos también lloran. Posterga tu pena hasta el verano que viene y ya nos veremos".

Ahora mismo hace tres años que está en Pekín y parece haber llegado a un momento decisivo. A menos que la borrachera que tenía anoche fuese tan aguda que le hiciera desvariar de un modo dramático y convincente.

Se acerca a pasos agigantados, según su particular óptica de los hechos, a los cuarenta años y su mujer le ha dejado. Se largó con los niños.

Cuando me lo dijo le contesté "Estaría harta de chinos". Y pensé "ha pasado lo que tenía que pasar".

"Quizás se vaya por un tiempo a reflexionar", dije.

Y pensé "ahora es el momento de ella. Ahora será ella misma y le obligará a transformarse".

Pensando en su posible alcoholismo consular, le sugerí practicar Tai–chi pero no quería oír hablar de chinos. "Vete de putas." "Ya lo hice."

Y seguía igual.

Entonces me evadí en la imaginación, lo recordé joven y evadiendo cualquier ejercicio físico, cansándose pronto cuando nadábamos en la piscina y deseando irse de una buena vez al bar a tomarse un whisky, "Que es, decía, bueno para la circulación". Lo recordé saliendo del gimnasio con su pulcro traje azul y su corbata apretada que parecía mantenerle la columna recta, como estaqueado, el flequillo airoso cayéndole sobre el rostro. Su cuidado aspecto de seducción. Su mal humor cuando las chicas lo mandaban a paseo. Y la recordé a ella; la mujer deseada. Suavemente asiática y morena; inteligente y cauta, libre y maternal. Sirviéndome una taza de té en su casa de la playa. Preguntándome cosas imposibles.

Hubo un año muy duro. Yo estaba de vacaciones y Gilbert desesperaba por un destino, Clío le llevó, como a un niño, a una bruja umbandista que le dijo cosas sorprendentes y acertadas pero, lo más importante, es que le otorgó seguridad en su futuro y su destino.

Y lo que la bruja dijo se cumplió.

Así llegó hasta Pekín.

Clío y Gilbert desconfiaban, más él que ella y la umbandista, con sólo tocarle el pecho le dijo. "Tu viajarás mucho. Tienes la misma profesión de tu padre que vive muy lejos de aquí junto a una mujer que no posee el vientre que te parió."

A su madre le habían extraído el útero.

Ambos me miraron serios, apuntalando con sus miradas la certitud de la bruja.

Yo pensé y dije: "Macbecthiano".

Gilbert: "¡No te rías!".

Clío: "En medio de un drama también se puede reír".

Gilbert, aquella noche, se enfadó y se hundió, como un niño compungido, en su vaso de whisky .

Cuando se enfadaba parecía hacerlo para siempre y con todo el mundo.

Y anoche, el timbre de su voz delataba una pena infinita, compungida, agónica, una pena de amor dolorido, inconsolable. El Gilbert de muchos años atrás, malhumorado e infantil, renacía esta madrugada de entre las cenizas de los años y unos compromisos aparentemente tan bien estructurados.

Probablemente mañana o pasado me llame, cuerdo, sobrio y tonificado y me pida que olvide todo o quizás más vulnerable, me pida que hable con Clío, quizás el próximo verano nos volvamos a ver en el país, en la playa lejana de nuestra infancia.

De momento no llamo a nadie; tengo mis propias, divertidas taras con las que entretenerme mientras no me arriesgo a tomar una decisión que implique un cambio de aires.

Me prometo hojear mañana Macbeth una vez más; ese guión glorioso que sirve algunas noches para intentar comprender la estela de sentido de nuestro propio argumento misterioso. Al otro lado del planeta el hijo del hombre ("el hombre que vive con una mujer que no posee el vientre que lo parió") ha de tomar una decisión que me reservo con recato y pudicia, viejo conocedor de la aguda agonía que queda en el alma cuando cuelgas el teléfono y sólo queda silencio hueco y bip... bip y hueco silencio del Servicio Internacional.

lunes, 19 de mayo de 2008

El 26 de junio de 2009, "El Aleph" cumple 60 años. Un hito de la literatura universal.



Jorge Luis Borges en el Hotel des Beaux Arts, donde murio Oscar Wilde.
El 26 de junio de 2009 harán 60 años de la publicación de "El Aleph"; un hito en la literatura universal.

. Héctor D'Alessandro

Momentaneamente he quitado este relato.
h.d.

domingo, 18 de mayo de 2008

Karma en el Corte Inglés. Héctor D'Alessandro

Karma en el Corte Inglés

Héctor D’Alessandro

La historia que os voy a contar comenzó una tarde de primavera muy soleada pero fresca; yo sentía el cuerpo lleno de vitalidad y vibrante de energía. Estaba, ya hacía un rato desayunando, según mi costumbre de levantarme al mediodía, en la séptima planta del Corte Inglés de la plaza Cataluña. Me gusta observar a la gente. Aunque parezca que estoy distraído no me pierdo detalle de lo que sucede alrededor. Aún permanecía latente la imagen, en las personas, de un enorme ventanal que cayó desde una cuarta planta durante la madrugada a cien metros de allí y, milagrosamente, nadie sufrió en su piel tamaño desaguisado. Yo observaba a una pareja que discutía en silencio. Las palabras se habían agotado entre ellos y habían optado por un resentido mutismo punteado por ceños fruncidos, labios apretados, resoplidos y gestos más enérgicos de lo necesario. En otra mesa, una pareja fingía el juego de pasarse la pelota a costa de un niño que no quería comer y berreaba como un condenado. En un ángulo, una mujer, con la cara empolvada con algo parecido al talco fumaba unos cigarrillos delgados y larguísimos. Yo estaba barajando la idea de ir a tomar el sol a Sitges o a algún sitio más lejano cuando el hombre que discutía con su mujer en silencio se levantó, se dirigió al baño, pasó ante la puerta del mismo, siguió de largo, salió a la terraza, fue hasta el balcón, se apoyó en la baranda como para tomar aire –no me extrañó que quisiera tomar un respiro– pero tomó impulso, se subió a esta con extraordinaria agilidad, trepó por el cristal de seguridad, lo sobrepasó y saltó al vacío.

Yo, que contemplé toda la escena, vi a la mujer que comía de espaldas a ese suceso sin ver nada de lo que había pasado y en un segundo pensé que ella en el momento de enterarse y cuando se hubieran pasado los arrebatos del dolor diría que era un buen hombre, un buen vecino, una buen esposo, un buen padre de familia y diciendo esto quizás se quitaría de encima cualquier sentimiento de culpa o responsabilidad. Si alguien tiene un vínculo emocional muy fuerte contigo, discutís y acto seguido se suicida, tu ya no puedes mirar a nadie durante el resto de tu vida con cara de póquer y decir “esto nada tiene que ver conmigo”. Para que tus palabras resulten creíbles supongo que deberás hacer alguna cosa que te redima.

Estas cosas pensé mientras con cierto acusado sentido de la irrealidad observaba que ella continuaba revolviendo una cucharilla en la taza del café, miraba la taza con cansancio, y el resto de manjares que había sobre la mesa en diferentes platillos. Una incómoda curiosidad se apoderó de mi; yo sabía algo terrible sobre el presente y el futuro de esa extraña y sin embargo estaba paralizado, no podía levantarme y decirle nada. ¡Qué horror! Pensé en aquel chiste vulgar del recluta al que se le muere la madre y no sabiendo el comandante cómo decírselo, los hace formar a todos y dice “A ver, todos los que tengan madre que den un paso al frente... No, le dice al recluta huérfano, usted no, Gonzalez”. Es increíble cómo en los momentos intensos uno se atonta y la mente se pone a divagar por los parajes más absurdos. Luego pensé, al cobrar conciencia de que nadie parecía haber visto al hombre saltar al vacío, que alguien tendría que decírselo y por un momento se me puso esa cara esquiva, tan de Barcelona, de escaqueo, de me largo de aquí antes de que me vean, mejor me callo y que otro arregle las cosas, esa indiferencia que hace a la gente poner esa cara de idiota que se te queda cuando de pronto te hablan en otro idioma. ¡Collons! Pensé, soy catalán, para algo me va a servir mi educación y puse cara de pasmao y, relamido, contemplé reteniendo la respiración a ver quién era el valiente que comunicaba la noticia. Pasó un minuto, no sé si pasaron dos. De pronto, un chico de esos con el pelo con brillantina, con la camisa que lo identificaba como camarero, sin educación secundaria y con un lenguaje de mas o menos 400 palabras adquiridas seguramente de la televisión, corrió hacia aquella elegante señora de traje salmón que removía la cucharilla, la inconciente viuda y con el mismo tono con que diría alarmado “¿Este abrigo es suyo?” le dijo: “Señora, señora. ¿El señor que estaba con usted aquí fue al lavabo?” Ella dijo que sí y entonces él, que seguramente no conocía el chiste del recluta, dado que esa broma pertenecía al acerbo cultural de dos generaciones antes, le dijo “Entonces, cambió de parecer”. “¿Qué quiere decir?” exclamó la mujer como si preguntara ¿Quiere usted decir que me ha dejado?

El chico, atribulado, mesándose el cabello y girándose hacia atrás en busca del encargado, que lo miraba con cara seria y con un mensaje implícito en sus ojos que decía “Te ha tocado”, comprobó que en este trance estaba solo.

Se giró hacia la mujer y empezó a moquear:

“Quiero decir, , que si el señor no está en el lavabo, debería usted bajar a la calle porque allí hay un señor muy parecido”.

Y yo pensé “sólo que aplastado”.

La mujer elevó las manos y apretó la cartera de piel negra que llevaba colgada del brazo contra su chaquetilla rosa salmón y juntó las cejas en un gesto de súplica. Miraba a unos y otros interrogando con la mirada. El encargado, en dos zancadas, se situó a su lado, la tomó del brazo y le dijo, “Yo la acompañaré señora”.

Puse un billete sobre la mesa e hice un ostentoso gesto para que los camareros entendieran de un modo claro que pagaba y no que me largaba aprovechándome de las circunstancias. Me fui detrás de la señora y yo también la cogí de un brazo. El encargado me miró con odio porque le estaba quitando protagonismo en su papel más esmerado pero la verdad es que me importó un pimiento.

Utilizamos el ascensor de emergencia, que en un santiamén nos condujo a la planta baja y juntos los tres fuimos hasta el bulto enorme de la multitud que se arremolinaba a mirar el cadáver y el enorme manchón rojo de sangre. Un panorama desolador que me dejó el cuerpo sin energía.

La mujer se me escurrió del brazo, desmayada, suerte que estaba el encargado. Los servicios de emergencia intervinieron de inmediato. Entendí que la mujer se llamaba Matilde y que vivía en Capitán Arenas, luego, un olor horrible a productos químicos desinfectantes y a medicamentos de violenta acción corporal se apoderó de mi nariz y de mi cerebro. Cuando preguntaron si alguien la acompañaría fui junto a ella cogiéndole la mano más por asegurarme yo que estaría en manos médicas si me sucedía algo que por la pobre mujer. La ambulancia zumbaba Paseo de Gracia arriba en busca de los ramales de calles que nos condujeran al Hospital Clinic y yo, con el objeto de no desmayarme como un inútil, intentaba encontrar una cierta entretención en todo este ajetreo. La mujer, cada tanto suspiraba bajo la manta y sus ojos se movían como si estuviera soñando. Pensé que lo mejor sería darle la mano y decirle que la quería pero luego pensé que eso sería muy osado, aunque, qué caramba, aquellos enfermeros no me conocían de nada, suponían que yo sería un pariente o amigo de ella y entonces me lancé y le dije “Te quiero, Matilde, no te preocupes, te quiero”. Y me repantigué contento contra el respaldo del asiento que se movía como una barca por los zig zags que la ambulancia iba realizando por las calles de la ciudad. Respiré hondo y me invadió aquel olor a fármacos, recordé a mi madre muriendo en Houston de un cáncer, recordé su olor durante todo el último año, aquel penetrante olor químico que se me quedó fijado de tal manera que ya no puedo hablar con norteamericanos, les encuentro a todos ellos un aroma químico, artificial, como de conservantes alimentarios pero sobre todo un penetrante olor a quimioterapia. Recuerdo ese olor en las calles de Texas, lo recuerdo en el hospital, en el baño, en el hotel, en las autopistas calientes, en la moqueta del coche, el olor del cáncer y de la muerte.

Cuando llegamos al Clinic todo fue muy rápido. Los diestros enfermeros secuestraron a aquella mujer, rellenaron todos los papeles, emitieron por radio un diagnóstico a modo de aviso a los nuevos enfermeros que, a través de largos pasillos la condujeron con presteza hacia el vientre del edificio, en cambio a mi me apartaron de un empujón, como si no me vieran y me desviaron por el camino de la gente sana. Fui a dar a la sala de espera.

Allí me estuve todo el día y nadie me dijo nada. Al fin, me sentí un poco avergonzado, como si estuviera comportándome estúpidamente y cuando llegó la noche me largué sin decir ni pío.

Esa noche vagué por las calles y en un momento determinado me asaltó la idea de ir a la casa de aquella mujer, había oído su dirección pronunciada varias veces por los enfermeros, entre ellos y por radio, la había visto escrita en el formulario que rellenaron y allá me dirigí.

Estuve rondando por el edificio, vivía en la primera planta y se veía luz, atisbé y pude verla, deprimida pero a salvo, aprovechando que una chica entraba con el perro me colé y fui hasta su puerta. Llamé al timbre y cuando abrió me miró con cara de cansancio como si me interrogara con los ojos, como si estuviera harta de mi, como si le molestara mi visita.

–Quería saber cómo está.

No dijo nada, se dió la vuelta como para volver a su sofá y entré tras ella. Le dije que si necesitaba algo no dudara en pedírmelo, que me sentí un poco responsable y quería ayudarla, me miró con una cara como si yo estuviera loco y por un momento me lo hizo creer, porque yo mismo me pregunté a santo de qué le estaba diciendo aquellas sandeces a una desconocida. Como no me contestaba y parecía que iba a buscar una bandeja con dos tazas de café, aguardé en la sala de estar a que me dijera alguna cosa. Vino dejó la bandeja allí en la mesa de centro y cuando iba a poner azúcar en la segunda taza empezó a llorar de un modo horrible y desolador, me hizo acordar al llanto desgarrador de mi propia madre cuando tomó conciencia, la pobrecita, de que iba a morir. Se levantó del sofá y se fue corriendo a su habitación y me dejó allí plantado; si fuera otra la circunstancia hubiera dicho algo, pero como había pasado lo que había pasado, me quedé allí callado la boca y me puse a tomar café, hice un poquito de zaping, pero sólo un poquito porque ella vino corriendo, vaya susto que me dio, se asomó con cara de loca a la sala y miró fijamente hacia mí y hacia la tele y con los ojos desencajados, el rostro hecho un estropicio y los brazos en alto se agarró la cabeza con un gesto algo teatral y volvió a meterse en su habitación. Yo no dije nada porque en una circunstancia como aquella la gente, yo lo sabía, se pone como loca.

El caso es que apoyado en aquel sofá, con el cafecito encima, las emociones del día parecieron ir asentándose en algún lugar dentro de mí como si fuera el azúcar que luego de revuelta por la cucharilla va sedimentándose en el fondo del vaso.

Me quedé dormido y soñé un sueño típico de estas circunstancias, aunque claro, todo he de decirlo, típico cuando tienes quince años no cuando tienes cincuenta, eso es lo raro.

Soñé que veía una suerte de documental en la tele, quizás realmente lo estaban emitiendo, en el que se decía que los suicidas y todos aquellos que mueren en circunstancias extremadamente violentas generan unas ataduras en su conciencia de difícil ruptura. Producen , decía el hombre de la película, un karma tan intenso como una cadena metálica que los ata en algún nivel de su conciencia a los sucesos producidos y les hace repetir, no se sabe por cuánto tiempo, esos sucesos, como una película que es reproducida una y otra vez. El sufriente, atado por su propio karma, no se percata de que vive y revive, una y otra vez, los mismos hechos con las mismas emociones. Continúa repitiendo este circuito diabólico hasta que de un modo misterioso esa alma cobra conciencia de sí y se sale del circuito rompiéndolo de un modo milagroso. Se sale de sí y ve, por primera vez.

Los que saben de esto dicen, aunque eso es improbable que el momento de ese “bardo”, cuando pasan del estado de inconsciencia al de conciencia, se caracteriza porque por primera vez ven todo lo sucedido como si fueran un testigo.

Me desperté cuando sonó el timbre. No sabía si ir a abrir o no pero Matilde vino antes. Abrió la puerta y entró alguien a quien yo no conocía de nada. Ese hombre la abrazó y se besaron como si se quisieran mucho y cuando vi su cara fresca al recibirlo pude comprobar que el sueño había reparado los daños del día anterior. No supe en qué día estábamos y no pude entender cómo es que ella no se molestaba en presentarme ni en ocultar en algo su manifiesto amor por aquel hombre cuando el que era su marido había muerto el día anterior. El caso es que miré alrededor y sentí como un mareo. Entonces me llevé la mano a la cabeza como si saliera de una enorme resaca y mirándola grité con todas mis fuerzas.

¡Matilde! ¡Matilde!

Pero nadie me contestó, ellos ya estaban en la cocina, aquel hombre le acariciaba el brazo con intenso cariño y ella sonreía con amor.

Tuve la sensación de comprender algo muy importante luego de mucho tiempo, lo que los americanos llaman el “sentimiento ahá”, y sin mediar palabra busqué una salida, pues ya nada tenía que hacer allí.

De un cronopio plano, relatado por el humorista catalán Eugenio.

De un cronopio plano, relatado por el humorista catalán Eugenio.

Héctor D’Alessandro

Este va de un cronopio, pero está relatado por un narrador que se parece a aquel humorista con cara tan triste, tan triste que se llamaba Eugenio. En fin, por eso en lugar de “tratar acerca de algo” el cuento “va de algo”. Allá va.

En este caso, era un cronopio tan plano, tan plano que nadie se detenía a observarlo cuando pasaban a su lado. Y todos los circunstantes pensaban “un día se rebelará y montará aquí la de Dios es Cristo”, pero nada sucedía, estábamos en Barcelona.

El cronopio aquel pasaba el tiempo en una suerte de inopia vital demasiado parecida a la más aburrida de las tardes de domingo cuando no existía Internet ni los parques temáticos.

A veces, el cronopio parecía suspirar, pero sólo se trataba de un sonoro reacomodarse en su sitio para evitar que los paseantes lo acabaran de chafar para toda la cosecha.

Así transcurrían los días hasta que se mudó al barrio una pinta brava, de esas que dejan sin aire a los pobres cronopios planos. Y esta iba y venía arriba y abajo por el barrio zangoloteando su humanidad de pinta brava. Nunca se fijaba en él. Pero se ve que a lo mejor al verla cada día y suspirar ante tanta belleza, al cronopio plano se le alteró la planicie y empezó a movilizarse de un lado a otro. Comenzaba a cruzar la calle de enfrente para aquí a las siete de la mañana y se mantenía fiel a esta actividad hasta mas o menos las nueve y cuarto, hora en que la pinta brava salía emperejilada de su casa en dirección al video club de la esquina donde fingía trabajar. A partir de esa hora el cronopio empezaba a cruzar la calle de aquí en dirección al lado de enfrente, donde a esa hora da el sol. Y se mantenía así todo el día, hasta la hora en que la pinta brava salía del laburo. Comer...no comía, como que tienen esa virtud de que son planos y tal, pues nada, el tipo pasaba de todo.

Así se estuvo seis meses.

Sí. Es estrictamente cierto. Estos tipos tiran mucho, dan mucho de sí.

Pasó a convertirse en una elemento movil del panorama barrial; a tal grado que la pinta brava ya ni le veía. Es decir, miraba pero verlo, no lo veía.

Otro hubiera pensado que la costumbre trajo al amor, pero es difícil hablar de este sentimiento en un caso como el que estamos relatando. Vamos.

En fin que para no entretenerles más a ustedes les voy a abreviar el final.

Un día, el ayuntamiento advertido por las sucesivas patrullas de la guardia urbana, de la extraña actividad que realizaba un cronopio a determinadas horas del día en aquella avenida tan concurrida tomó cartas en el asunto. Y dado que los destinos del ayuntamiento estaban regidos en esa época por personas de buenos sentimientos y que intentan darle una salida de escena, la que sea (siempre respetando los derechos humanos de los cronopios) a cualquier personaje que afee el paisaje, no se les ocurrió otra idea que hacerle un somero examen para que regularizara su relación.

Y claro, pasó lo que tenía que pasar, se aburguesó. Hacía lo mismo que antes pero con un cargo, una jerarquía y unos ingresos regulares que debido a sus pocos gastos comenzaron a abultar en su cuenta bancaria y le permitían darse un lujo cualquier tarde. Entonces, claro, la pinta brava, al verle el reloj que me gastaba y todo eso, dijo, este hombre es interesante, este hombre tiene un trabajo fijo, este hombre tiene una regularidad extraordinaria, este hombre me puede dar un futuro. Y acto seguido y cumpliendo con aquella ley no escrita que hace a las pintas bravas unos seres de acometida fuerte, se lanzó a la caza del cronopio plano. No le importó que no fuera famoso ni guapo ni nada de eso; una nómina fija tira más que una pija.

Pero claro, no calculó que el cronopio era plano y después de tanto y tanto tiempo allí haciendo aquella inocua actividad se había olvidado por completo cuál era su objetivo inicial y continuaba cruzando la calle de una lado a otro con mirada fija pero sin mirar a nadie en concreto. A lo suyo, vamos.

Y así pasaron los años y ella desarrolló el típico drama en episodios del ciclo vital femenino y todo eso, y tuvo un hijo un poquito feo con un señor que se portaba bien. Y a veces en la peluquería le preguntaban, al verle cierto brillo especial en los ojos, por su pasado y le decían cosas como “se nota que usted ha tenido un gran amor en su vida, eso deja marcas”. Y ella, con las carnes caídas y la cara como un boñiato abollado, como no tenía otra cosa que hacer, tampoco lo negaba y ponía esa cara que quiere decir “¡Ah! ¡Si yo le contara!”

(¿Le gustó? Pues mañana hay más. Mientras espera piense aquello tan importante que dijo Malcolm Lowry de que “cuide este jardín que es suyo. Impida que sus hijos lo destruyan!” que no sé porqué lo dijo, pero que puesto aquí queda como que muy bien. Adéu)

sábado, 17 de mayo de 2008

Literatura líquida. Héctor D'Alessandro

Literatura liquida. Héctor D'Alessandro

Los jóvenes de las principales ciudades del planeta
sueñan, desde siempre, con integrarse a las elites
nómadas
de la fluida modernidad global.

(La afirmación anterior es variante y generalización de una frase de Pepe Escobar en el artículo "El tablero iraní" de Tom Dispatch, traducido por German Leyenz para rebelion.org).
La dejaré aquí como estímulo inicial para la creación de relatos. En lo particular, estoy capacitado para inventar un personaje que la suscriba; yo mismo y mucha gente a la que conocí en los setenta y ochenta, la hubieran suscrito con los ojos cerrados. Ahora mismo pienso en los experimentos de mi colega de literatrónica.com y también en Gourdjieff.
El que no sabe lo que busca no entiende lo que encuentra, decía mi profesora de patología, pero a veces es mejor buscar sin objetivo para encontrar. ¿El acecho chamánico? Sí, quizás. Lezama Lima degustando la guayaba lo mismo que el membrillo. Hay puertas que al verte hacer el gesto de abrir, se dejan.

Lo que el cronopio redondo le dijo al cronopio plano. Héctor D'Alessandro Sala

Lo que el cronopio redondo le dijo al cronopio plano.

Héctor D’Alessandro

El cronopio redondo le dijo al cronopio plano que si quería algo de él que supiera que debería demostrarle un interés, una cierta intensidad de sus intenciones, una muestra aunque sea mínima de amor, un amorcito digamos, chiquito y con bigotito , si no pudiera evitarse, pero que esa cosita chiquita y aplastada en el suelo debía dar una señal de voluntad, de teleología y si era posible de lucha.

¡Tenes que luchar por mi, carajo! ¡Tenés que hacer alguna puta cosa para que yo pueda entender de una vez para siempre que tu interés es verdadero!

El cronopio plano, que estaba especializado en pedagogía y si lo sacabas de esto naufragaba, le dijo que lo que pasaba es que estaban en un nivel de intercambio conceptual concreto y se manejaban con elementos del mundo conceptual abstracto.

El cronopio redondo, que no se andaba con hostias y se salía del pellejo de ganas de que pasara algo entre ellos le dijo claramente:

¡Mirá Piaget! Te lo digo por última vez: o hacés algo por salvar lo que se pueda o te vas a enterar de lo que vale una batería de cocina metida pieza a pieza yo me sé por dónde!

Ante lo cual, el cronopio plano, que se puso, si cabe, más plano, respondió que por parte suya no tenía ningún problema en reubicar la comunicación en un marco (dijo “frame” y al cronopio redondo se le subió la bilirrubina a la cabeza, a tal grado que casi le arranca el cuajeringo, pero el otro continuó) ...concreto porque de este modo podían proporcionarse unos feedbacks que resultaran interesantes a los efectos de construir o, mejor, co-construir la interacción de que antes gozaban y así entrarían en un dinamismo no destructivo sino, muy por el contrario...

Y continuó así por un rato.

El cronopio redondo se tumbó en un sofá, apoyó la cabeza en la mano y soltó tal suspiro que el otro se calló en espera de alguna reacción verbal o alguna expresión manifiestamente constructiva,

Pero el cronopio redondo se aflojó y sintió una sensación de derrota que, como la lenta acción de un virus, daba paso al cansancio y la entrega.

No pensaba decirlo, pero cuanto te quiero...

El destino del planeta. Héctor D’Alessandro









El destino del planeta. Héctor D’Alessandro

Para Cecilia Paseyro

Recuerdo que un día mi padre –podría haber sido otro, pero fue él– me dijo “te voy a explicar el pensamiento mágico”. Una pregunta que yo le había hecho hacía unos días y que él había dejado para mejor momento, para cuando se le ocurriera algo.

Mi padre trabajaba como contable en la oficina de Koñaliris; para que me entiendan, la oficina del cuñado de Onassis que representaba los intereses de “Ari” en nuestro país. Esto significa, hablando en plata, y nunca mejor aplicada la metáfora, que mi padre estaba en íntimo contacto con aquellos para quienes la magia funcionaba de acuerdo a su propio deseo y finalidad. Unos hechiceros dotados de eficacia.

Cuando íbamos a reuniones o fiestas o celebraciones del calendario a casa de nuestros parientes de clase media, siempre resucitaba la conversación acerca del trabajo de mi padre y, sobre todo, a quienes conocía y a quienes no, qué lugares había frecuentado y en compañía de quién, el interés entusiasta habitual del que ve la jugada desde las gradas. Ellos pensaban que mi padre, al estar iniciado en el “coven” de los grandes magnates, conocería importantes secretos. Según decían mis tíos, con las camisas arremangadas, la botella de cerveza en una mano y la baraja en la otra, aquellos ricachones “movían la pelota” y “estaban detrás de lo que sucede en el mundo”. Y si no, decía siempre alguno, fíjense lo que pasó en la segunda guerra mundial. Gracias a que los bárbaros del norte siempre inventan alguna teoría política -fascismo, nazismo, comunismo- con la cual desarrollar la industria de la guerra, nosotros vamos haciendo caja y vivimos como los reyes auténticos del planeta. Pero claro, siempre tiene que haber alguien, como Onassis, que haga el juego sucio y baje realmente a las cloacas; alguien por ejemplo que represente al capital de este lado de acá y financie a los futuros enemigos y así va la rosca del mundo...

Y llegado a este punto, quien fuera que expusiera esta teoría, se quedaba mudo, abría los exaltados ojos, dirigía miradas de inteligencia a los circunstantes, sonreía para sí, se secaba el sudor de la frente y todos miraban a papá. A ver si éste decía algo como “miren, yo es que no puedo hablar, pero habiendo la confianza que hay aquí, les voy a decir que...”

Frases siempre esperadas, que papá nunca pronunció. Frases que evidentemente hubieran concitado el acuerdo general. Todos habrían dicho que por supuesto, que confiara en ellos, que eran una tumba, que los que dijera allí no saldría jamás de allí y otras frases por el estilo. Y sus promesas no se cumplirían porque si mi padre hubiera revelado alguna cosa, ellos, esa noche, preocupados por el destino del planeta como siempre estaban, seguro que no podrían dormir, y les dirían a sus cansadas esposas, mis tías, “Herminia, mi amor, no puedo dormir pero no te preocupes, es que esta noche me han dicho algo que afecta al futuro de nosotros...” Claro, si Herminia o Helena o Erika o Lola o Violeta o Dzhenia o Rachel o Esther o Blanca o Zara o Catalina o cualquiera de las otras tías que yo tenía, fuera una esposa joven y recién casada y escuchara esto, indudablemente se preocuparía, pero todas ellas, con el paso del tiempo, se habían convertido, acostumbradas como estaban a recibir sobre sus rosados y algodonosos cuerpos mullidos a sus aniñados esposos con dos copas de más, en una expertas en al arte de saber si la amenaza era real o imaginaria, y por lo general mis tíos se preocupaban por el destino del planeta más que por cualquier otro asunto de mayor calado cotidiano. Se desvelaban envueltos en sudores pensando en qué habría luego de un posible fin nuclear. En la vida futura no pensaba nadie, como me enteré yo que es habitual, al salir a recorrer mundo y conocer otros países, la religión nunca atrajo a aquellas personas profundamente materiales e idealistas. La vida futura estaba representada por el estado digestivo luego del postre con crema pastelera, crema chantilly o crema sambayón. Después, con todo aquel azúcar en la sangre, el fantasma de los misiles soviéticos o la posibilidad de una amenaza viral planetaria eran presencias imaginarias que les inducían sudoraciones y temores convulsos. Esto se aliviaba cuando Dzhenia o Blanca, conduciendo a su maridito al dormitorio a la hora de la siesta, le decía ven para aquí hombre de los terrores, dame tu misil y hacían una gimnasia que yo imaginaba aunque no podía presenciar, que los dejaba serenos y relativamente contentos.

Luego volvían a las andadas cuando veían a mi padre, “¿tu no sabrás algunas cosa que nos estés ocultando?”

El caso es que cuando comprobaban una vez más que nada saldría de su boca, recomenzaban el ataque y el sitio de sus defensas intelectuales con una conversación constantemente referida al tema de su trabajo, su oficina y su jefe, su relación con el gran mundo de las finanzas y el trasiego de tremendos secretos políticos. Y en ese momento es que comenzaban a hacer suposiciones en voz alta, como anzuelos que le lanzaban al sonriente hombre que era mi padre.

“Claro, es que a determinados niveles... En determinados ambientes....”

Y así durante mucho, mucho rato. Hasta que al fin, como papá nada decía, ellos empezaban a intentar una explicación humana, barrial y serena de la situación de “aquellos grandes hombres llenos de secretos que hacen la historia” y decían cosas como “es lógico, después de todo el Koñaliris ese no deja de ser un tipo como tu o como yo, un tipo sencillo, y lo que hizo en realidad no es tan difícil, después de todo el colocó su capital así y asa y luego...”

Y así se pasaban horas, jugando a las cartas, sus esposas se reían de ellos hablando de quién sabe qué, porque a mí y al resto de mis primos nos echaban a todos y nos obligaban a jugar, mientras ellos, cada vez más borrachos, hacían conjeturas sobre cómo hizo el dinero este y aquel y sobre lo fácil que es lo que hizo tal y cual para forrarse como se forró; algo que ellos, cómodos, nunca hicieron ni harían en el futuro porque ya les iba bien como estaban y no se iban a romper los cuernos pensando nuevas posibilidades y la crema de sambayón además, hum y la pastelera, bueno, además, Esther, hum.

Y mi padre, recuerdo, que luego de evocarme toda esta situación con dos asépticas frases, me dijo y ¿sabes cuando ellos dicen que lo que hizo este o aquel es muy fácil y que ellos no lo hacen porque ahora no tienen ganas, pero que ellos si se lo propusieran de inmediato lo lograrían y todo eso? Bien, eso es lo que me preguntabas, eso es el pensamiento mágico, pensar que las palabras con las que me explico el éxito de los otros, siempre de los otros, o el dolor de los otros incluso, me van a explicar algo, pero además van a actuar para que a mí me pase o no me pase lo mismo, sin que yo haga nada; y eso es lo que hace la gente el noventa y nueve por ciento del tiempo.